Los historiadores y arqueólogos todavía se interrogan por el misterio de las ciudades mesoamericanas del período clásico, que hacia el siglo VII entran en simultánea decadencia luego de varios siglos de crecimiento continuo y terminan siendo abandonadas: Teotihuacán, Monte Albán, Tikal, Palenque son las ruinas (los índices) de algo que no salió bien. ¿Pero qué? Las dos primeras (doscientos mil y treinta mil habitantes, respectivamente) mantenían relaciones comerciales. Ambas ciudades tenían cultura, naturalmente (no otra cosa es una ciudad), artes sofisticadas, religiones con complejas cosmogonías, desarrollaron las ciencias (física acústica, ingeniería, astronomía, cirugía, etc.), la agricultura y el comercio. Se puede sospechar que muchos de quienes vivieron en esas ciudades fueron todo lo felices que un régimen teocrático puede permitir. Y sin embargo, esas ciudades soberbias cuyos centros ceremoniales hoy recorren los turistas del mundo entero con una extraña mezcla de reverencia y perplejidad fueron abandonadas por sus habitantes (campesinos, funcionarios, sacerdotes) y no hay explicación que no involucre una petición de fe respecto de las más extravagantes conjeturas historiográficas.
Es inevitable la comparación con Atenas (un ejemplo entre otros): los atenienses no fueron mejores matemáticos, médicos, guerreros, comerciantes o artistas que los zapotecas o los teotihuacanos. Pero todavía sentimos su influencia porque inventaron algo que los otros no: la filosofía.
Una sociedad puede florecer a lo largo de los siglos y dar muestras espléndidas de urbanidad, pero sin filosofía (sin ética, sin política) termina hundiéndose bajo su propio peso.