En la fórmula de “Todo pasa”, anida otra: “Nada importa”. Esta variante me intriga. Porque me intriga (no me gusta, pero me intriga) esa clase de gente; la gente a la que, según parece, nada le importa. No digo los desesperados, los que lo han perdido todo, no digo los que están al límite (o más allá del límite). Me refiero a los que cultivan un aire leve de cinismo o displicencia, y ofrecen a los incautos el show ligero del resbalar de las cosas.
No me gustan, pero me intrigan: ¿dónde se acaba tanta displicencia? ¿En qué punto cesa o fracasa la sonrisita despectiva? Del señor con el anillo de “Todo pasa” ha trascendido que escondía nutridas cuentas en Suiza. Y se aferró obstinadamente al poder, sin ninguna prescindencia. ¿Todo pasa? Algo quedaba. Y ese algo, previsiblemente, no era sino plata y poder, dos asuntos por lo demás muy sabidos.
El fútbol, de un tiempo a esta parte, lo maneja gente así, paladines del “Todo pasa” y del “Nada importa” (aunque ya sabemos qué les importa, ya sabemos con qué se quedan). Pero el fútbol, como fenómeno social, tiende a ser más bien lo contrario: un rito o una ficción que consiste en otorgar una importancia máxima a algo que de por sí tiene muy poca o no tiene ninguna.
El fútbol y su ilusión de importancia van quedando cada vez más en manos de gente a la que supuestamente nada le importa. Es una mala combinación. Ha de estar en correlación con otro proceso igualmente notorio, ese por el cual el fútbol viene siendo despojado de su carácter popular, el de la fiesta popular y sus euforias, para convertirse en un espectáculo con guion que se ofrece a un espectador atildado y mustio (la contracara del espectador emancipado de Rancière). Cada vez más cuerpos quietos y regulados, cada vez menos cancha y más teatro; el fin de las vueltas olímpicas con hinchas, de la lluvia de papelitos desde las tribunas, del gol gritado a garganta limpia sin el redondeo protocolar del locutor oficial del estadio.
La pasión de los hinchas tiende a alojarse cada vez más en los avisos publicitarios, que el hincha real contempla sin ya poder sentir lo mismo, acaso bajo la sugestión de que eso pasa porque no consume lo que en los avisos están queriendo venderle (¿gritaría hasta la afonía en una terraza o en la cumbre de una montaña con dos tragos de esa cerveza? ¿Se apoca con el tedio indeclinable de los pases hacia atrás por la falta de ese 0 km. con el cual bordearía cornisas?).
Malas noticias: ahora vienen por el gol. Nada menos que por el gol. Esa explosión fenomenal de dicha o de desdicha, esa manera incomparable de suceder lo que más queríamos o más temíamos que sucediera. A lo sumo, en jugadas dudosas, y cualquier hincha sabe bien cuáles son, bastaba un vistazo pronto al línea a ver si botoneaba banderín en alto o corría hacia la mitad de cancha como corre el que pierde un tren o se dejó olvidado algo en la mesa del bar. Ahora quieren quitarnos eso: el grito de gol. Nos imponen dividir esa experiencia en dos: una cuota cuando la pelota entra; la otra, varios minutos después, cuando el administrativo (o referí) completa un trámite y ratifica (o rectifica). Dos momentos de felicidad a medias que, sumados, no equivalen para nada a la vieja felicidad entera.
Corren tiempos en los que lo inesperado tiende a verse en general suprimido. Lo inesperado puede resultar a veces un disgusto, pero habilita por eso mismo la posibilidad de que algo nos sorprenda y nos plazca. Según parece ya no nos llamarán por teléfono sin antes avisarnos que piensan llamarnos y se aseguren de que decimos que sí. Y parece que nadie ya querrá besarnos porque resulta que le gustamos y apuesta a que sea recíproco, sin antes haber obtenido nuestra aceptación por demás fehaciente. Los viajes están enteramente pautados, diseñados, convenidos; incluso, o sobre todo, si se los denomina aventura.
Nos queda todavía el gol. Esa mezcla increíble de ansiedad y de temor, esa forma extrema de inminencia, la irrupción de desenlace en ese instante en que no cabemos en nuestros propios cuerpos. Nos lo quieren quitar también, para que ni siquiera eso importe.