De movida nomás entré a imaginarme cascadas: cristalinas aguas que caen desde los riscos y los peñascos y cualesquiera otros accidentes orográficos, y díjeme: ¿Ve?, el viejo Bradbury tenía razón. Y eso que Bradbury, tan blandito, tan romanticón, tan incluso moralizante, no es uno de los amores de mi vida. En ese rubro me quedo con Philip Dick que es duro, implacable, cruel y exigente. O con la Ursula que es absolutamente perfecta. Ya va, ya va, estimado señor, espere que ya le explico. Estoy hablando del agua en Marte, eso que descubrieron los astrofísicos yanquis; de eso y de las Crónicas marcianas. Pero lamento decirle que resultó que no. Ni cascadas ni lagos ni ríos ni arroyuelos murmurantes, nada de eso. Simplemente agua o quizá, si entiendo bien, huellas de agua. Y para colmo agua salobre que no se puede beber ni usar para lavar la ropa fina ni para regar los geranios del balcón. Para nada, salvo para imaginar, deducir, soñar, opinar. Y ya es bastante. En general los paisajes astronómicos no sirven para ese tipo de actividades salvo la de opinar. Y opiniones hubo, vaya si las hubo. Inmediatamente saltó a la consideración general el asunto ese de la vida extraterrestre. Por favor, no exageremos. Es posible que la haya. Pero es mucho más probable que no la haya. Lo cual, estoy de acuerdo con usted, es una lástima. Me gustaría intimar con los hombrecitos verdes con antenas que viven en Alfa del Centauro, pero me parece que voy a tener que dejar de lado esas pretensiones. Y sin embargo, ah, sin embargo la existencia del agua implica algunas cosas interesantes. Si acá, en nuestra amada madre Tierra, se desarrolló la vida, parece que a partir del roce de algunos cometas y de la existencia del agua, ¿por qué no allá? Así que usted perdone, pero yo voy a seguir dándole vueltas a la cuestión y espero que un día de éstos podamos oír a aquella soprano marciana cantando Casta diva.