Los surrealistas proclamaban el desempleo total. Buñuel, en el final de su vida, cuenta en sus memorias a Jean-Claude Carrière que tiene certeza absoluta sobre las intuiciones surrealistas y pone como ejemplo el valor que la burguesía otorga al trabajo asalariado, al que considera una vergüenza, y recuerda un pasaje de Tristana en el que un personaje maldice el trabajo que se hace para ganarse la vida y reivindica el que se hace por gusto, por vocación que ennoblece al hombre.
En España se discute en estas semanas la reforma laboral que se instauró en 2014, bajo un gobierno conservador con mayoría absoluta y sin que mediara diálogo social alguno, es decir, a espaldas de los sindicatos y con el beneplácito de las organizaciones empresariales. La ley reflejaba las exigencias de Bruselas con el rigor de la entonces canciller Merkel, quien exigía recortes salvajes para paliar la crisis financiera provocada por el exceso del sistema y con un giro no por conocido menos desconcertante al aplicarlo: socializar las pérdidas. La cuestión es que la ley, más allá de reducir las indemnizaciones y limitar los convenios colectivos, dio rienda suelta a la temporalidad contribuyendo a la erosión de los contratos fijos. De esta manera se puede contratar a un trabajador por un tiempo limitado, supongamos 60 días, pero también acotado en horas, la mitad de la jornada. O solo los fines de semana. En Alemania son usuales los llamados “minijobs”, trabajos a tiempo parcial y por un período no superior a 70 días con un salario de 450 euros mensuales. En 2019 más de siete millones de personas en edad laboral desempeñaban allí un “minijob”. En el Reino Unido existen los «contratos de cero horas», que consisten en una relación laboral en la que el trabajador ignora si trabajará al día siguiente y, además, la cantidad de horas que deberá hacerlo. Este tipo de contratos se da, mayormente, en cadenas de comida rápida o comercios con picos y caídas continuas de actividad.
En China los jóvenes han decidido abandonar el trabajo y quedarse acostados o tumbados, según se traduce la expresión “tang ping” del mandarín. Es una respuesta radical al modelo “9-9-6”, que indica trabajar desde las 9 de la mañana a las 9 de la noche, seis días a la semana. 72 horas de trabajo intenso. Jack Ma, el fundador de Alibaba ha calificado como «bendición» este modelo, a pesar de que la política laboral china exige que no se superen las ocho horas diarias de trabajo. Una expresión de deseo del modelo capitalista del comunismo chino, que ha convertido al país en el segundo lugar del mundo con el mayor número de multimillonarios y en el hogar de unos 600 millones de personas cuyo ingreso mensual es apenas 1.000 yuanes (154 dólares).
El movimiento cobró forma a través de un joven que comenzó a agitar las redes sugiriendo que no había necesidad de seguir los ideales de la sociedad y, casi en una proclama zen, popularizó la consigna “solo acostándose se puede lograr ser la medida de todas las cosas”, dando pie al movimiento.
Mientras tanto, en Estados Unidos, casi cuatro millones de personas abandonaron su trabajo. Las bajas vienen subiendo y no se generan por despidos sino por abandono. Se le llama “Great Resignation” o “Big Quit”, algo así como la gran dimisión o renuncia. Se barajan, muchas hipótesis, entre las que no es menor la que apunta a las ayudas recibidas durante la pandemia que han permitido un pequeño ahorro, pero la cuestión es que el fenómeno va en aumento y no es casual la sintonía entre las dos economías capitalistas más extremas del planeta.
Algo se mueve. Como los pies del hombre que, en el poema de Pavese, Trabajar cansa, pisan una solitaria la plaza; sin levantar los ojos, sintiendo solo el empedrado «que hicieron otros hombres/ de manos endurecidas como las suyas». Como el genial Norman Brisky en La Fiaca de Ricardo Talesnik, con un grito casi surrealista –y certero, como pensaría Buñuel–: «¡Al laburo no voy!».
*Periodista y escritor.