El sábado 8 de enero de 1972 ocurrió un episodio, cuyo desenlace se produjo cuatro meses más tarde, el 9 de mayo. Al cabo de 38 años, la conciencia sepulta el pudor de narrarlo y se atreve a hacerlo sin la absoluta convicción de que la verdad sea un requisito necesario en la historia. Pero con la sospecha de que quizás pueda serlo.
El 8 de enero de 1972, el diario Clarín de Buenos Aires, publicó un artículo en el que informó sobre el secuestro de Liliana Sofía Novakovsky, una muchacha de 25 años, hija del próspero abogado David Novakovsky. De acuerdo con la denuncia presentada por el padre, el 22 de diciembre, ante la Policía Federal, la desaparición se había producido unos días antes. La información periodística agregaba que Liliana vivía en un lujoso departamento ubicado en la avenida Las Heras 2978, al que se había trasladado luego de separarse de su familia.
El artículo de Clarín agregaba un dato evidentemente suministrado por el padre a la Policía Federal y que, en general, se evita publicar en estos casos: casi dos meses antes de su secuestro, el 28 de octubre de 1971, Liliana había sido detenida junto a otras tres personas, acusada por los delitos de tráfico y consumo de drogas.
Ese antecedente de Liliana la ubicó rápidamente como sospechosa y no como víctima de un delito.
Para confirmar que existían dudas acerca del tipo de delito cometido, la policía informó que el padre había radicado la denuncia en el Departamento de Defraudaciones y Estafas, y no en el de Investigaciones Criminales, como hubiera correspondido. “Se infiere –dice el artículo–, que el denunciante mismo, cree ser víctima de una maniobra ajena al secuestro.”
Días más tarde, en el domicilio del padre, en la calle Superí 1602, un cadete entregó un ramo de flores con una tarjeta en la que invitaban a David Novakovsky al sepelio de su hija si no pagaba 180 millones de pesos. Se inició una investigación para determinar el origen de las flores y la conclusión fue dada a conocer rápidamente: “Se efectuaron indagaciones en la florería que había enviado el ramo y se estableció así que había sido encargado por una mujer ‘cuya descripción concuerda con la de la supuesta secuestrada’”.
Nadie creía que Liliana estaba secuestrada; todos suponían que se trataba de una estratagema fraguada por ella y sus cómplices para sacarle dinero a su padre.
¿Era esto cierto? En 1972 las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL), una organización político militar de origen marxista, ya estaba fracturada en varias columnas. Ajenos a una dirección centralizada, cada grupo actuó con diferentes propuestas políticas y militares. Uno de los grupos escindidos había sido el autor del secuestro. El propósito era obtener dinero a cambio de su libertad y la víctima elegida fue Liliana. Según las versiones que circularon en aquel entonces horizontalmente en las distintas columnas de las FAL, Liliana había sido encerrada en una casa que no tenía la infraestructura suficiente para una acción de esa naturaleza. En una ocasión –y debido a un descuido de sus guardianes–, la joven logró escapar y llegar a la calle. Fue alcanzada y nuevamente encerrada; aunque, según parece, la muchacha alcanzó a reconocer el sitio en el que se encontraba cautiva. Y cometió el ingenuo y gravísimo error de decírselo a sus carceleros.
Otra versión descartaba la fuga y daba cuenta de que luego de tantos meses de cautiverio conocía los rostros de sus guardianes.El dilema moral que se le planteó al grupo secuestrador fue el siguiente: si efectivamente había reconocido el lugar en el que estaba, esa vivienda había sido comprada o alquilada por una pareja que, para hacerlo, utilizó sus nombres y documentos de identidad verdaderos. Si se liberaba a la joven, esa pareja debería pasar automáticamente a la clandestinidad. En el caso de que fueran los rostros los que Liliana conocía, la descripción podría orientar a la policía.
Casi cuatro meses más tarde, el 9 de mayo, cuando el apellido Novakovsky era un recuerdo remoto, la crónica policial tuvo su cuota de sangre: en un callejón situado en el Conurbano de la provincia de Buenos Aires, apareció el cadáver de Liliana. El cuerpo estaba encapuchado, sus manos atadas y presentaba cuatro heridas de bala.
Durante la dictadura militar iniciada en 1966, los medios de comunicación reflejaban, en algunos casos, una mirada casi complaciente hacia la guerrilla.
No era precisamente simpatía sino relativa conformidad ante la comprobación de que una generación de jóvenes de clase media se había alzado en armas para combatir a una dictadura que había prometido gobernar sin plazos. Buena parte de la ciudadanía, hastiada de uniformes y de torpezas militares, también observaba expectante ese nuevo fenómeno de características robinhoodnescas. En ese contexto, la decisión de asesinar a Liliana fue automáticamente descartada en cuanto a la autoría guerrillera. Los medios de prensa y la opinión pública desecharon que un acto de esa naturaleza pudiera haber sido cometido por quienes luchaban por la libertad.
Era tan “inocente” la víctima, tan ajena a la política, al campo de los explotadores, que nadie creyó que sus asesinos fueran guerrilleros que combatían por un mundo mejor.
Sin embargo, a fines de 1963, en la selva de Orán, fueron fusilados dos guerrilleros: César Bernando Groswald, de 19 años y Adolfo Rotblat, “Pupi”, de 21.
Ambos acusados por pérdida de moral revolucionaria, descuido de armamento, pero fundamentalmente porque no estaban capacitados para permanecer en el monte con las duras condiciones de una geografía inhóspita y la rígida disciplina impuesta por Ricardo Masetti, jefe del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP).
¿Cuál es la vinculación de los fusilamientos de estos dos militantes, realizados por sus propios compañeros, con el caso de Liliana Novakovsky?
La respuesta se encuentra en la repetida y extrema pulsión por matar que ha caracterizado a muchos militantes revolucionarios que se alzaron en armas y olvidaron elementales bases éticas y morales al abrazar la decisión del sacrificio propio, pero también ajeno.
No existe ninguna revolución –por magnífica que sea su propuesta– que autorice a matar a una muchacha inocente.
Los dos demonios. Aunque no debería ser necesario, el autor de este artículo cree que hay que salir al paso de quienes pueden interpretar este texto como una defensa de la “teoría de los dos demonios”.
Gracias al Juicio a las Juntas, a la anulación de la Ley de Obediencia Debida, a los juicios que se llevan a cabo y que van a culminar con la condena de numerosos represores, la sociedad argentina ha accedido a un caudal de información que ha dejado en claro que los delitos cometidos por el Estado terrorista fueron de lesa humanidad y que sólo a ese Estado le cabe la responsabilidad de los miles de crímenes y desapariciones cometidos durante la dictadura.
Quienes defienden la equiparación de esos crímenes con lo actuado por los grupos armados son una minoría insignificante que ha sido derrotada una y otra vez no sólo por la Justicia argentina, sino también por la de otros tribunales del mundo.
La teoría de los dos demonios ha sido derrotada hace tiempo. Jurídica y sobre todo culturalmente. Y quienes todavía la sostienen no son interlocutores con los que haya que debatir. Carecen de entidad para ello.
Paradójicamente, quienes insisten en reflotarla de tanto en tanto son aquellos que se niegan a revisar las acciones de la guerrilla y utilizan esa teoría como escudo protector con el pretexto de que podrían ser equiparadas con el terrorismo de Estado. Pretenden ocultar todo episodio que pueda comprometer el aura de heroísmo cristalizado de quienes participaron en la guerrilla.
El socialismo no es una religión, a pesar de muchos de sus adoradores. Si no se reconocen los errores cometidos en su nombre no podremos avanzar en la necesaria reflexión sobre la relación entre violencia y política, no podremos valorar la inestimable virtud de incluir las diferentes miradas, las infinitas memorias parciales, contradictorias, conflictivas, pero siempre saludables y enriquecedoras sobre una etapa de luchas, esperanzas, aciertos y errores que signaron nuestra historia.
¿Por qué cargar en la memoria de esa muchacha el peso de haber extorsionado a su padre? ¿Para salvar la memoria de quienes la mataron?
La pregunta que puede formularse al autor de estas líneas es fácil de adivinar: ¿Por qué no lo contó antes? ¿Por qué dejó pasar 38 años?
La respuesta es sencilla. Porque le daba vergüenza.
Un buey pesaba sobre su lengua. Ahora, tantos años más tarde, cree que vale la pena contar que Liliana Novakovsky, de 25 años, enterrada como cómplice por el delito de extorsión a su padre, fue una víctima inocente que reflejó, sólo en parte, las consecuencias del aislamiento y la degradación de la política como instrumento revolucionario.
*Periodista y escritor.