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casualidades

La sopa anacrónica

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Dice Roberta Goldmann (Cf. La cocina del neolítico: la sopa. Buenos Aires, Biblos, 1997, pág. 40) que “la fisión del átomo es mucho menos importante que la siembra del primer grano”. ¿Y esto a qué viene si hemos de hablar de la sopa? Pues que hay que empezar por la movilidad de las tribus en el neolítico. Otra vez, ¿qué tiene eso que ver con la sopa? Que a raíz de la desertificación de las tierras, las gentes se movieron hacia las márgenes de las corrientes de agua. Listo. Los tipos salían a cazar y cazaban poco por la razón antedicha, y las señoras hervían agua y le echaban hierbas para que tuviera un poco de gusto a algo, no sólo a agua de río. ¿Y eso era sopa? En fin, no del todo, pero era un poco; era un proyecto de sopa. Y las señoras neolíticas empezaron a hervir granos. Y huesos cuando había. Y como el agua era omnipresente, eso que resultaba y que ya era caldo, se les daba a los enfermos, a las mujeres embarazadas y a los brujos que no estaban embarazados pero que eran personajes importantes. Las sopas eran ya un plato principal en el menú de la humanidad del neolítico. Y hay que decir que eran espesas, fuertes y casi mágicas. Nada que ver con esas mezclas abominables que vienen en sobres y que están llenas de conservantes y colorantes artificiales, químicos y malsanos. De aquéllas derivó con el tiempo la honesta sopa casera de caldos suntuosos capaces de curar una tisis, consolar de una desilusión, dar ánimos para locuras como irse de vacaciones al Polo Sur, casarse, dedicarse al paracaidismo, reformar el cuerpo de policía y apuntalar la economía familiar.
Dicen que fue una sopa de caldo de gallina y fideos entrefinos, o su aroma, lo que convenció a Lázaro de que valía la pena resucitar. Es cierto, a Mafalda no le gusta la sopa. Pero a Guille sí. Hasta no hace mucho la sopa se consideraba comida privilegiada para las madres, las convalecientes, las anémicas, las víctimas del spleen y la depresión. No es casualidad: es la memoria ancestral que nos trae de vuelta aquellos caldos poderosos surgidos del río y el fuego. Y me voy que está por hervir el caldo.