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Leer a la brevedad

Becerra habría tenido más éxito con sus novelas posteriores, pero Toda la verdad es su real obra maestra.

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En qué momento Rayuela y sobre todo los cuentos de Cortázar se convirtieron en libros leídos en la adolescencia y casi nunca en la adultez? No lo sé. Sé, en cambio, que para mí, y para muchos de mi generación (1967), Cortázar significa esa época de la vida en que nos pasan cosas vergonzantes: decir que nos gustaba Cortázar es una de ellas. De hecho, a mí nunca me pasó, pero sí me ocurrió con Roberto Fontanarrosa, que vendría a ser peor. Para mí, y para muchos de mi generación, Rayuela –y el resto de la obra de Cortázar– nació ya cursi, remanida, llena de recursos demagógicos. O dicho en términos levemente sociológicos: encarna –igual que Sabato en otro extremo– el gusto de una clase media urbana argentina que se imaginaba en ascenso social, que suponía que, vía Cortázar, accedía a la alta cultura, a la divulgación de la vanguardia francesa, al más reciente grito de la moda de la novela experimental. También expresa el último estertor en que París se pensaba a sí misma –y las clases medias argentinas lo creían– como la capital cultural del mundo.

Todo eso terminó, y ahora la clase media argentina sueña con ir de compras a Miami. ¿Tiene buenas librerías Miami? Qué sé yo, nunca fui. La mayoría de la gente que lee –o la gente lectora que yo conozco– tampoco fue. Así que no tengo forma de saberlo (al menos hasta diciembre: en esa fecha va una amiga lectora, a su vuelta le voy a preguntar). ¿Por qué me dispersé con Miami? No me acuerdo. Ahora que lo recuerdo, era sobre Cortázar que quería escribir. O mejor dicho, no sobre Cortázar, sino sobre Juan Becerra, que acaba de publicar ¡Felicidades!, novela en la que, según me dicen, el asunto es Córtazar. Curioso, ¿no?

Conozco a Juan Becerra –nacido en 1965– desde hace, al menos, una década y media. Es una de las personas más inteligentes que traté.

Por supuesto había leído sus novelas anteriores y varios de sus libros de no ficción. Ya desde Santo, su primera novela, me pareció un escritor notable. Pero en especial fue Toda la verdad la novela que cambió la ecuación, si eso era posible. Es lisa y llanamente una obra maestra. Según me cuentan también, Becerra habría tenido más éxito con sus novelas posteriores, pero Toda la verdad es su real obra maestra. Novela clave de la literatura argentina contemporánea, narra la historia de un ingeniero millonario que un día deja todo y se marcha a pie al campo. Vive allí, en la soledad y la pobreza, un largo tiempo, hasta que vuelve, publica un libro de autoayuda y se hace famoso (entre muchas otras peripecias). Aunque eso es, casi, lo de menos. Toda la verdad es una magistral reflexión sobre la mutación como problema literario, sobre el continuo, diría Aira (autor al que Becerra admira y del que, por suerte, sale indemne de cualquier influencia trivial, como sí adquiere buena parte de los que admiran a Aira), sobre la reformulación del relato como fuga hacia adelante, cada vez más, más, a máxima velocidad.

Volviendo a ¡Felicidades!, el multipremiado escritor Daniel Guebel –que en varias de sus novelas llevó igualmente lejos la noción de mutación como reconstrucción de la identidad– escribió hace poco en su columna en PERFIL un panegírico absoluto luego de la lectura de ¡Felicidades! ¿Qué debo hacer? ¿Confiar en Guebel o desconfiar de Cortázar? Leer ¡Felicidades!, por supuesto. Cosa que haré a la brevedad.