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Linchadores

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H ay confesiones que no se escapan azarosamente. Salen, impúdicas y atrevidas, de bocas que se abren cuando en verdad debieran cerrarse. Son lo más parecido a esos sonidos racionalmente involuntarios, pero que al emerger demuestran ser profundamente verdaderos, los famosos actos fallidos.

“Cuando nosotros llegamos al país” dijo Cristina en su última cadena, la del martes 23 de julio. ¿Se habrá escuchado? ¿Se dio cuenta de lo que dijo, pero no tuvo el coraje de enmendarse? Tal vez ni siquiera se escuchó. Fascinada con ella y sobre todo con su imagen, es posible que los sonidos de su voz vayan por carriles divergentes a los que laten en su interior.

“¿Llegamos al país”? Traspié aparentemente inocente: omitió las palabras al-gobierno-del, pero no son meros trece caracteres subalternos. En un punto, puede resultar casi evidente que los del Gobierno sienten haber “llegado”.

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¿Explica eso entonces la furibunda y aparentemente irreductible manía de considerarse siempre los primeros, los únicos, los inventores de todo?

En su espléndido ensayo “Chile, ¿reformar o refundar?”, el escritor chileno Carlos Franz recurre (El País, Madrid, 25 de julio de 2013) al concepto de “compulsión fundacional”. Es una herramienta precisa y muy eficaz para definir el disco rígido de los temporales populistas que en estos años han soplado sobre América latina. Esa frase define a la perfección las ansias fundacionales de los regímenes en el poder en Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argentina. Postula la historia como tacho de basura. La peripecia anterior resulta una pesadilla suprimible. La conversión de hoy se traduce en futuro permanente. La reconstrucción del ayer se perpetra para imponer la nueva religión impuesta desde arriba. Es el nuevo comienzo. Son los nuevos nombres. Es la vida como un eterno barajar y dar de nuevo.

Pero los afanosos parteros de esa refundación siempre acuciante se enredan a menudo en las trampas de sus propias memorias y trastabillan. Cristina Kirchner y sus bocinas principales dicen ahora que al general César Gerardo del Santo Corazón de Jesús Milani lo han querido “linchar” los medios destituyentes. El graznido replicante de Aníbal Fernandez batió sus propias marcas: es un linchamiento mediático, dijo. El cadáver estalla de risa ante el vulgar degollado.

En términos amplios, un linchamiento suele ser descripto como una ejecución sin proceso legal, perpetrada por una furiosa multitud, que liquida a un sospechoso o a un reo. Puede haber linchamiento incluso sin que se produzca una muerte inmediata, aunque de eso se trate en esencia, de liquidar a la víctima, elegida para ser denunciada como victimario. Como el Estado preserva el uso monopólico de la fuerza (o sea, el ejercicio del derecho a castigar, el ius puniendi), el linchamiento es un crimen. Parece que la palabra proviene del inglés lynching, vocablo que a su vez derivaría del apellido irlandés Lynch. Se habla de un James Lynch Fitzstephen, intendente de Galway (Irlanda), célebre porque en 1493 hizo colgar en la horca a su propio hijo, acusado de haber asesinado a un visitante español. También se menciona a un tal Charles Lynch, un juez de la Virginia esclavista del siglo XVIII, quien en 1780 ordenó la ejecución a varias personas sin juicio.

En estos últimos años, con el nacimiento de una Bolivia “plurinacional” gobernada por sus pueblos originarios, se han cometido innumerables linchamientos en poblados indígenas donde rige la “justicia comunitaria”, una práctica nativa muy habitual. Sin disponerse de cifras precisas, en los últimos años hubo numerosos linchamientos en Cochabamba, La Paz y Santa Cruz. Según el Defensor del Pueblo de Bolivia, 57 personas fueron linchadas sólo en 2007.

¿Quién linchó en la Argentina al pobre general Milani? Nadie, claro, pero el kirchnerismo ha resuelto quejarse lastimeramente de un tratamiento que sus gobiernos aplicaron a voluntad y con deleite desde 2003. Primero lo hicieron respecto de sus predecesores, todos ellos condenados por los Kirchner a la hoguera mediática, sin remisión ni tregua. En la mirada de los Kirchner, antes de ellos era el infierno. Con ellos advino la tierra prometida. Pero, ¿qué fue sino un linchamiento, y de los más abyectos, lo que le hicieron a Marcela y Felipe, los hijos de Ernestina Herrera de Noble, culpables eternos sin que haya mediado condena ni prueba alguna?

Cuando el grupo gobernante habla ahora de “linchamientos”, sólo consigue hacer recordar su método preferido. Nadie se ha salvado: Béliz, Righi, Scioli, Lousteau, Massa, Cobos y Lavagna fueron algunos de los linchados de adentro, gente masacrada por esa retórica hiriente y vulgar que caracteriza a la agitación dialéctica oficial. Los linchados de afuera fueron muchos, incontables.

Sucede que lo de Milani dolió mucho porque impactó en la línea de flotación de un régimen que privilegia la narrativa a los hechos, la retórica a la realidad, los enunciados virtuosos a las efectividades tangibles. Tal vez una Cristina más centrada o, en todo caso, al menos más astuta, debiera haber recelado de usar la palabra linchamiento, porque –ya que estamos en el oficio de los verdugos– equivale a mentar la soga en la casa del ahorcado. O al linchado en la casa de la linchadora.