Jorge Carrión es un escritor y crítico cultural español que ha adquirido un justificado prestigio basado en opiniones certeras y documentadas. Hace poco más de un mes, publicó en The New York Times una columna que los lectores de PERFIL merecen conocer, al menos en sus tramos salientes. ¿Por qué? Porque es bueno salir de la grieta siempre, y más cuando ella contamina tanto cada información vinculada con temas polémicos y controversiales, en particular los de los espacios judicial y político. Forensing Architecture es una agencia de investigación multidisciplinaria. El autor del artículo la considera el “proyecto intelectual y artistico más significativo de nuestra época”, y se sumerge luego en “un diálogo entre antropólogos forenses, periodistas, programadores y artistas”, un equipo que “examina y representa crímenes a través de los macrodatos, la cartografía y la inteligencia artificial”. Agrega: “En un momento en que domina la subjetividad y la opinión, ellos analizan grandes problemas, como la violencia policial durante las protestas del BlackLivesMatter (las vidas de los negros importan) o el uso de herbicidas israelíes en Gaza, a partir solo de los hechos. En sus manos, la información puede generar belleza y justicia”.
Lo que Carrión desarrolla es una actualización, un retorno a las fuentes y una revalorización de lo forense en estos tiempos de posverdad. “La palabra forense –explica– proviene del latín y remite al foro, es decir, al espacio central de la vida pública. Durante cerca de 1.500 años, las prácticas forenses se han limitado al ámbito de la medicina y la criminología”. El nuevo siglo le está devolviendo su centralidad perdida, afirma: “Nos estamos acostumbrando a desconfiar de todo, a la necesidad de constantes autopsias, tanto de las víctimas de la violencia criminal o institucional como de los discursos políticos y transmedia. Nunca antes habían sido tan importantes las herramientas de lectura crítica”.
La lógica de lo forense, plantea, “se ha contagiado al periodismo de la verificación de datos, porque ha cristalizado la idea de que solo tras la interpretación rigurosa de un cuerpo –biológico, tecnológico, social o informativo– podemos llegar a la difícil verdad”. Un enfoque inquietante, por cierto, sobre todo para quienes ejercemos esta profesión y para los destinatarios de ella: audiencias, lectores y lectoras.
Carrión presenta algunas de las situaciones en las que la aplicación de lógica forense ayuda a la opinión pública a separar paja de trigo: “Desde los filtros con que manipulamos las fotos hasta las estadísticas oficiales sobre las víctimas del Covid-19, la posverdad afecta a todas las capas de nuestra realidad. La nueva obsesión forense, por tanto, además de una necesidad legal o mediática, es también una estrategia de supervivencia. Las deepfakes, esas falsificaciones realistas producidas con sistemas de aprendizaje profundo, son cada vez más perfectas. Indican que –durante la década que comienza– no solo va a aumentar la cantidad de noticias falsas, va a hacerlo también su calidad. Van a poner todavía más a prueba tanto las ciencias forenses físicas como las digitales”. Ejemplifica: “El populismo y los presidentes adictos a Twitter han dejado claro que es mucho más viral lo que apela a las bajas pasiones y al odio que lo que es, sencillamente, cierto. En los buscadores y las redes sociales, el éxito o el fracaso de la propagación de un contenido no depende de su calidad o de su autenticidad, sino de su carga viral. Por eso las deepfakes no van a hacer más que propagarse”.
Una mirada inquietante sobre este universo en cambio, que genera nuevos desafíos para los medios de comunicación que se pretenden serios, independientes y prevenidos.