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Malas costumbres

Este mecanismo, que el cine mudo ya utilizaba en las primeras décadas del siglo XX, es la clave del éxito de las series.

16-4-2023-Logo Perfil
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Nunca creí en la idea de los placeres culpables, de esos productos culturales sin prestigio que se consumen, aunque no haya argumentos para defenderlos. Por el contrario, pienso que siempre hay buenas razones para el gusto, aun para el mal gusto. Sin ir más lejos, de ser supuestos fabricantes de entretenimientos pueriles, algunos directores de Hollywood se transformaron, con el tiempo, en la referencia perfecta para el cine de autor. Solo hacía falta quien defendiera un placer que se consideraba culpable. Lo mismo ocurrió en el campo de la historieta o de la novela policial. Pero llegó un momento en el que se produjo una curiosa voltereta y la defensa crítica se volvió sospechosa, como si no hubiera otros placeres que los placeres culpables. Se podría decir que en materia de películas y de libros hemos pasado del puritanismo al libertinaje y el goce está en relación directa con el sufrimiento estético.

Creo que el punto de quiebre definitivo fueron las series. Es cierto que con las series se sigue practicando la costumbre, inútil a efectos prácticos, de elogiarlas por sus méritos artísticos, pero los tengan o no (tiendo a suponer que la respuesta es mayoritariamente negativa), se miran porque están hechas para que el espectador no pueda evitar el deseo de pasar al capítulo siguiente. Este mecanismo, que el cine mudo ya utilizaba en las primeras décadas del siglo XX, es la clave del éxito de las series y también de su indiferencia al juicio estético, aunque todavía haya quienes practican ese tipo de antiguallas. Pero tengo la impresión de que quienes dedican sesudos comentarios al género no hacen más que ponerse en ridículo, como si fuesen jueces de comida basura.

De todos modos debo confesar que, después de años de sentirme cómodo con mis preferencias literarias, cinematográficas y musicales, estoy siendo víctima de un mal desconocido: estoy leyendo una serie de novelas a las que solo puedo despreciar. Se trata de la serie del agente Pendergast, obra de los escritores americanos Douglas Preston y Lincoln Child, de las que llevo leídas las primeras dieciséis en un par de semanas. Pendergast es un improbable agente del FBI, enormemente millonario e infinitamente tilingo: se desplaza en un Rolls Royce de época, vive en mansiones suntuosas, se viste en Saville Road, es un especialista en disciplinas orientales y en gastronomía francesa. Pero no es solo el personaje: los autores se regodean nombrando marcas de cuanto objeto esté en venta por el mundo, desde pistolas a Stradivarius, citando clásicos e invocando habilidades esotéricas. El personaje no es demasiado simpático y los crímenes que investiga son de una truculencia nauseabunda. Pero no puedo parar de leer las aventuras de este hijo de puta. A la hora de encontrarles algún mérito, me digo que Preston & Child han hecho un uso ejemplar de la tradición que arranca en Sherlock Holmes, a quien han leído con una inteligencia que obliga a revalorizar a su autor. E incluso a pensar que el arcaico Holmes vuelve y se hace más interesante que el whodunit y que la novela negra, hasta aquí las ramas preponderantes del género. Pero creo que estoy haciendo trampa y justificando lo injustificable. De todos modos, dejaré la reflexión profunda para más adelante. Ahora me espera la novela número diecisiete a medio leer.

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