Ahora que hay señales de que el problema del transporte público se ha instalado como prioritario (parece que no es sólo la letra lo que entra con sangre, lamentablemente), vale la pena recordar lo que escribió Augusto Monterroso (1921-2003) sobre los ferrocarriles: “Después del libro, probablemente lo mejor que ha inventado el hombre sean los trenes. Tengo una teoría: a partir de este invento, la economía, el estado general de un país corren paralelos a la velocidad y la organización de su sistema ferroviario. Como son sus trenes, como marchen sus trenes, marchará todo lo demás”.
¿Qué vemos al aplicar este dictum al transporte suburbano? ¿Qué dice sobre nuestro país el estado de sus trenes? Para muestra, la que conozco como usuario: una fotografía de un día tipo en el tren Sarmiento, que hace el recorrido Moreno-Once. Si los lectores no lo conocen, tal vez resuene sí la alarmante frecuencia (tal vez la única regularidad del servicio) con la que por los medios avisan demoras de 15 minutos en promedio prácticamente todos los días. Demoras de formaciones más cortas, con servicios más espaciados, que sólo presentan la novedad de una cartelería electrónica que se ríe de los usuarios. A medida que van cambiando los horarios de arribo y la frecuencia, funcionan más como un cronómetro que como una ayuda para planificar el regreso a casa. En realidad, no hay nada que planificar, sino aceptar: 15 minutos de demora en hora pico implican la violencia moral del apiñamiento, de compartir alientos, sudores y olores con desconocidos, o de sentirse escarnecidos por vagones que supuestamente no deberían poder partir con las puertas abiertas debido a un mecanismo de seguridad, pero que todos los días arrancan con racimos de seres humanos colgados literalmente de las uñas de sus puertas abiertas. O ahora que empiezan los calores, extrañar las viejas ventanillas sin vidrios que por lo menos dejaban correr el aire, mientras que las nuevas de acrílico, fijas y cerradas, deberían garantizar el flujo de un aire acondicionado que no funciona.
Pasajeros humillados por la extorsión del boleto barato o gratis (los recurrentes carteles en las boleterías de Demoras-Viaje sin boleto), o a la inversa, por la sensación de ser los únicos y perfectos imbéciles que pagan su viaje. Sometidos a caminar entre las inmundicias de veredas abarrotadas de puestos ambulantes en Liniers, en Once, donde quieran, transformados en comedores y baños públicos de millares de personas que se ganan la vida en sus alrededores. Discriminados: hay viajeros de primera, de segunda y de tercera. El que puede, para evitar demoras (literalmente, además, para no arriesgar su vida), se paga un chárter (hay variedad: desde los habilitados, hasta los descangallados herederos de los remises “0,50” de 2001). El que no, apela a los colectivos y al subte, más caros e igualmente atiborrados según la hora, sobrecargados por el abandono del tren. Expoliados, gastan más por día, pero los subtes y el colectivo no garantizan viajar mejor: sólo llegar (eso tan básico). Los pasajeros de tercera son los que ni siquiera pueden optar por otros medios de transporte público, sea por sus ingresos, sea por el lugar en el que viven.
El principal responsable político de los transportes, Florencio Randazzo, señaló hace poco: “Si saco el transporte público adelante, me anoto en cualquier pelea”, en alusión a las candidaturas para 2015. Antes de eso, su gestión se había ocupado de darles una lavada de cara a las estaciones, comprar vagones por contratación directa y, más recientemente, estigmatizar a los trabajadores del tren. En algunos casos, vale decirlo, con fundamento. Más allá de la lamentable y buchona elusión de responsabilidades señalando a los trabajadores, así como muchos de ellos también son víctimas del sistema, esto no justifica las conductas desaprensivas e irresponsables que se evidenciaron en el último accidente. Y hablar de “último” implica una regularidad siniestra, que en sí es una política ferroviaria: subsidiar un sistema obsoleto y corrupto hasta que éste estalló, el 22 de febrero de 2011.
El Sarmiento como fotografía de un país, como propuso Monterroso, muestra la degradación, el oportunismo, la estafa y el cinismo, llevados al extremo de la muerte por una masacre y otros accidentes graves. Eso sí, con wi-fi ilimitada en las estaciones, según fue anunciado esta semana. Los viajeros podrán matizar las esperas con la banda ancha. Monterroso también escribió que el humorismo es la forma extrema del realismo; es probable que en el Ministerio del Interior y Transporte haya bizarros seguidores de esta idea.
Tal vez sólo pueda “sacar el transporte público adelante” alguien “dotado de gran fortaleza para soportar los males que aquejan a los demás”. Según el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, ésa es la definición de un “insensible”.
*Historiador.