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Moral ferroviaria

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Un tren corre sin frenos. Más adelante hay cinco personas atadas a las vías. El tren pasa bajo un puente. En el puente hay una palanca que hace que el tren cambie de vía hacia otra en la que, más adelante, hay una persona atada a la vía. Usted está en el puente, la mano sobre la palanca. Cinco por uno. ¿Qué hace? La mayoría de la gente consultada en base a este problema dice que accionaría la palanca.
Un tren corre sin frenos. Más adelante hay cinco personas atadas a las vías. El tren pasa bajo un puente. En el puente hay un extraño de gran tamaño. La única manera de frenar el tren y evitar la muerte de las cinco personas es empujar al extraño a las vías. Usted está en el puente, las manos sobre el extraño. Cinco por uno. ¿Qué hace? La mayoría de la gente consultada en base a este nuevo problema dice que dejaría que el tren corriera hacia su destino trágico.
La primera formulación del problema es de Philippa Foot (1967), la reformulación es de Judith Thomson (1976). ¿Qué cambia realmente en el problema que lleva a cambiar la decisión?
La respuesta racionalista y fría (la del antihéroe de película que deja atrás al compañero irremediablemente herido para no comprometer la misión) es utilitarista, al estilo de Stuart Mill y Bentham: cinco por uno es el mal menor, matar al uno maximiza la suma del bienestar. La respuesta más emotiva (la del antihéroe de película que tiene una chance de salvar la vida de los rehenes pero es incapaz de matar al villano) es kantiana, en la medida en que se basa en un imperativo moral: no matarás.
De acuerdo al filósofo devenido psicólogo Joshua Greene, la diferencia entre ambas respuestas tiene una raíz genética asociada a la “distancia” entre acto y efecto: en el primer caso acciono una palanca que salva a cinco personas, al costo de una; en el segundo, mato a una persona, aunque cinco se salvan. La primera muerte, colateral, nos hace dudar, pero despierta una reacción débil en nuestro lado kantiano, y el utilitarismo manda. Con la segunda muerte, más explícita, sucede lo contrario: nos tiembla el pulso, nos late el corazón, bajamos el arma resignados, mueren cinco.
Una cosa es dejar morir y otra presionar el gatillo.
En la misma dirección apunta el célebre problema de Peter Singer, que resumo en adaptación libre: si vemos a un niño ahogándose en un río, saltamos a rescatarlo arruinando nuestro traje de 5 mil pesos, pero no se nos ocurre donar esos 5 mil pesos para salvar del hambre a diez niños en Africa. Podríamos trazar una métrica del distanciamiento moral que uniendo los puntos entre el chico que pide en el semáforo de Recoleta al chico con hambre (pero vivo) en la villa del Gran Buenos Aires al chico que muere de hambre en el Chaco al chico que mueren de hambre en Africa, etc. ¿Dónde está la frontera de nuestro involucramiento? (Singer, utilitarista extremo para quien la convivencia de lujo y pobreza en el mundo es amoral, resuelve su dilema personal imponiéndose un límite arbitrario: dona un tercio de sus ingresos.)
Podríamos adaptar el problema de Singer, por ejemplo, para hablar del acceso a los servicios públicos de la ciudad rica: ¿deben los hospitales de Buenos Aires atender a los habitantes del Conurbano, a los argentinos, a los residentes, a la población del Mercosur, al resto del mundo? Naturalmente, dados los recursos, cuanto mayor la apertura más diluida será la mejora individual. Pero el problema de Singer no es económico (distribución de recursos escasos) sino moral: cuánto nos preocupa el prójimo, hasta dónde llega la “projimidad”.
Greene sugiere que nuestras elecciones morales están condicionadas biológicamente, como lo indica la huella tomográfica: si la opción es empujar al extraño, la zona del cerebro asociada a la emoción muestra actividad intensa; no así si la opción es accionar la palanca. Somos máquinas adaptativas, dice Greene, evolucionamos por razones históricas: no empujamos a un extraño a su muerte porque las tribus cazadoras-recolectoras donde los conflictos se dirimían a muerte se extinguieron antes. Más tarde, significamos esta práctica dándole su carácter moral.
Desaparecidas las necesidades históricas que las motivaron, nuestras morales se revelan como racionalizaciones a posteriori, dogmas funcionales. Cada cultura con los suyos, como marcas de fábrica.

*Economista y escritor.

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