Mi madre tenía un sentido del humor exacerbado. Según contó, en cuanto pude hablar me regaló un libro que tenía en cada página un dibujo y una frase. Me hizo memorizarlas y les dijo a sus amigos que a pesar de mi tierna edad sabía leer. Los reunía, me pedía que fuera de página en página fingiendo leer los textos, ellos se entusiasmaban, me daban golosinas y así, antes de saber leer, empezó mi carrera de intelectual. Entre las brumas de mis primeros recuerdos están escenas placenteras asociadas al libro El perrito Cascabel, que todavía ocupa un lugar en mi biblioteca.
Cuando cumplí 6 años mi padre me puso un escritorio en su enorme biblioteca y me regaló seis libros de la Colección Cadete: Corazón de Edmondo De Amicis, dos libros de Salgari, dos de Julio Verne y algún otro. Me dijo que solo se podía pensar leyendo sin ningún límite. Me explicó que en su biblioteca había una sección de libros que no se podían leer porque estaban en el Indice de la Iglesia. Yo podía hacerlo en casa, pero no debía llevarlos a la escuela porque los curas se podían asustar y causarme problemas. Dijo también que los que tienen miedo a cualquier libro son personas ignorantes que no pueden progresar. Así aprendí a rechazar la censura y el fanatismo.
Lo prohibido es atractivo. Revisé los estantes pecaminosos y encontré un libro de poesía que debía aterrorizar a mis maestros: Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud. Lo revisé, no entendí nada pero me fascinó. Permaneció en mi mesa luz hasta que, siendo adolescente, apasionado por la poesía, pude recitar entusiasmado “He bebido un enorme trago de veneno. ¡Bendito tres veces el consejo que llegó hasta mí! Me queman las entrañas”… Era un libro satánico, que había que cuidar. Por las contradicciones propias de la psicología humana produjo resultados inesperados: inspiró el libro pío de un católico radical como Paul Claudel, El libro de Cristóbal Colón, la paloma portadora de Cristo.
Los libros fueron el centro de mi universo, justamente porque me demostraron que todo fluye y no existen centros de nada. Heráclito es el rey de mi biblioteca. Aprendí también que sin escribir es difícil ordenar los pensamientos. Me enamoré de las palabras porque eran subversivas, permitían reflexionar y llegar a lo contrafáctico, estimulaban el ánimo crítico.
Del otro lado siempre hubo poderosos y fanáticos que odiaban los libros porque desnudaban sus flaquezas o limitaban sus delirios de grandeza. Pretendían ser dueños de la historia y querían ser eternos. Acamãpichtli, el primer tlatoani de los mexicas, hizo quemar todos los textos que existían cuando subió al trono, para que la historia de la humanidad empezara con él. En lengua náhuatl tlatoani significa “dueño de la palabra”, y al destruir la memoria escrita, Acamãpichtli se hizo dueño del tiempo. Hizo lo mismo el emperador Qin Shi Huang, fundador de China, cuando ordenó la destrucción de todos los documentos históricos anteriores a su reinado que iniciaba una nueva etapa de la historia de la humanidad. Quienes no obedecieron esta orden fueron enterrados vivos.
Con la aparición de la imprenta algunos tuvieron pánico de que la difusión de los libros atentara contra la fe, las buenas costumbres y el buen gobierno. León X prohibió que se puedan imprimir libros sin la autorización del obispo; en 1559 la Santa Inquisición creó el Index Librorun Prohibitorum, una lista de libros cuya lectura se prohibía por herejía, inmoralidad, voluptuosidad o incorrección política. El Indice se actualizó y creció hasta que fue suspendido por el Concilio Vaticano II en 1966.
Más allá de la Iglesia, los políticos totalitarios y los pensadores cavernícolas combatieron los libros por las mismas razones. El 10 de mayo de 1933, las juventudes hitlerianas, comandadas por Goebbels, quemaron en la Bebelplatz unos 40 mil libros cuyas ideas contradecían al nazismo. Este acto pasó a la historia como un símbolo de la brutalidad y el fanatismo. Desde 1922 se armó una enorme polémica por la publicación del Ulises de James Joyce, una novela larga, extraña, que consta de 18 capítulos escritos en distinto estilo, que pueden leerse en cualquier orden. Su tratamiento abierto de temas sexuales aterró a los conservadores de la época, que quemaron una y otra vez las ediciones. La quema de ejemplares en la aduana norteamericana provocó protestas de intelectuales indignados por el atropello.
En ese contexto, Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451, una novela cuyo nombre señala la temperatura a la que llegan los papeles cuando se queman. Dice Bradbury que, paseando por el campus de UCLA, escuchó el ruido de máquinas de escribir en el subsuelo de la biblioteca. Descubrió un salón donde alquilaban máquinas de escribir por 10 centavos la media hora. Logró juntar 9,80 dólares con los que logró escribir en nueve días la primera versión de Fahrenheit. “¿Cómo pude escribir tantas palabras tan rápido? Gracias a la biblioteca. Todos mis amigos, los más queridos, estaban en los estantes y me pedían que fuera creativo. Se pueden imaginar cuán emocionante fue escribir un libro sobre la quema de libros, en presencia de tantos amados textos en los estantes”. La primera versión del libro se publicó en la revista Playboy porque los editores serios se negaron a publicar algo tan anticonformista y políticamente incorrecto. El protagonista de la historia es el bombero Guy Montag, que vive en una sociedad distópica en la que los bomberos provocan incendios usando lanzallamas, persiguen a quienes quieren leer, los libros están prohibidos por ser un arma peligrosa que difunde ideas subversivas y “reaccionarias”. Cuando se queman se convierten en mariposas negras que vuelan, llevándose consigo a filósofos, críticos, “fabulantes”, y se anula la historia. Sin libros y gente fanática la distopía es total.
En nuestros países hubo episodios en los que se hizo presente la ignorancia. En 1953 se quemó la Casa del Pueblo, sede del Partido Socialista, y con ella la Biblioteca Obrera Juan B. Justo. En diciembre pasado los descendientes ideológicos de esas hordas destruyeron la casa de Justo cerca del Congreso. Detestan todo lo que tiene que ver con la justicia. Durante la dictadura de Pinochet algunos militares allanaron la casa de Pablo Neruda buscando textos subversivos para quemarlos. Incautaron varios libros sobre el cubismo suponiendo que tenían que ver con la Revolución Cubana. Terminaron en el fuego. En Córdoba, en 1976, se quemó una buena cantidad de libros por orden del general Luciano Benjamín Menéndez. Según dijo, pretendía impedir “que se siga engañando a nuestros hijos” y “destruir por el fuego” una “documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana”. Entre los libros subversivos estaban los de Marcel Proust, Julio Cortázar, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez. No he podido averiguar si estuvo Joyce.
En democracia todos debemos tener la libertad de pensar y hablar lo que se nos ocurra y respetar los libros de todo tipo, no solo los que confirman nuestras supersticiones. En el mundo las ideas arcaicas sobre el sexo están en retirada. En todo lado se aceptan el divorcio, los anticonceptivos, la diversidad sexual. Apenas queda una discusión sobre la penalización del aborto en países de América Latina y Africa. En lo político, Occidente reconoce el valor del pluralismo. Es por eso llamativo que en círculos universitarios y docentes de una ciudad como Buenos Aires existan grupos que siguen la tradición del general Menéndez. Hace pocos años impidieron que hablara en la Feria del Libro Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, exquisito autor de varias de las novelas más interesantes escritas en castellano. Esta semana, personas que parecían profesores y estudiantes de algún plantel irrumpieron en el acto de inauguración de la Feria e impidieron que hablara el ministro de Cultura de la Nación, Pablo Avelluto. Es difícil imaginar que podamos tener una educación de calidad con profesores que en vez de leer atacan los libros. Felizmente, la mayoría de los docentes no son así y el país está transitando del dogmatismo a una sociedad más abierta.
*Profesor de la GWU.Miembro del Club Político Argentino.