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el antiguo régimen

Otros aprendizajes

En el caso de Milei, lo que se asegura a sus posibles votantes es que se limitaría el poder y el peso de las burocracias estatales, sin explicarles que las pensiones, los seguros de salud y la educación no dependen de liquidar o desfinanciar esas estructuras de gobierno. Muchas se han vuelto corruptas e ineficaces, pero borrarlas del mapa no es una solución.

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Milei. Ninguno de sus competidores explica el impacto real que tendrían sus propuestas, como la de eliminar el Banco Central. | Pablo Cuarterolo

Cuando leo las noticias o miro las fotografías y videos de Ucrania, siento que los argentinos vivimos en una zona protegida: han terminado casi todos los intentos militares por gobernar los países que juzgan díscolos; han terminado las aventuras para recuperar islas o peñascos en el Atlántico sur; tenemos buenas relaciones con Brasil, nuestro vecino poderoso; por ahora. A nadie se le ha ocurrido juzgar o provocar a los gobiernos de América del Sur, excepto las justas protestas contra violaciones a derechos en el norte del subcontinente. En política exterior aprendimos bastante. Pero nos faltan otros aprendizajes.

La disidencia que se transforma en conflicto es un rasgo de la actualidad argentina. Se habla permanentemente de la necesidad de dialogar, pero los hipotéticos resultados de ese intercambio de opiniones mantienen la disidencia como si fuera el mejor instrumento o el único que somos capaces de manejar para sentirnos seguros en las propias posiciones.

Es cierto que el acuerdo solo puede surgir de la solución de una disidencia. Pero no es necesario seguir siempre ese camino arriesgado. Pueden recorrerse etapas previas, donde se han buscado puntos en común, sin que su disparidad mereciera el nombre de disidencia.  Por otra parte, las disidencias que observamos o aquellas en las que hoy participamos son, casi siempre, sobre candidaturas o lugares en las listas y no sobre programas. De programas se habla muy poco, excepto en el recitado de títulos atractivos.

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Las disidencias que hoy observamos son casi siempre sobre candidaturas, no sobre programas

Los lectores que tengan tiempo y ganas pueden revisar en la web debates presidenciales en los que se enfrentaron, como en la Argentina, los estilos (el de Trump y Biden, por ejemplo). Pero también quedaron claras posiciones distintas respecto de los problemas que habrá que abordar si se ganan elecciones: cuestiones locales y nacionales que los votantes conocen por experiencia y por acceder a una información que se preocupa por explicar, con cierto detalle, los programas y sus posibles consecuencias si resultan vencedores. El discurso político es más concreto y no solo definido por consignas. Los asesores de discurso no piensan solo en los efectos retóricos y las imágenes. Hay vestuaristas y peinadores, pero no en la mesa de comando. En la Argentina predomina un discurso repleto de consignas, como si los votantes solo pudieran interesarse en el estribillo de las canciones.

Por eso, la campaña electoral es repetitiva hasta el aburrimiento. Y puede interesar solo a aquellos que buscan reforzar sus convicciones o creencias. Por ejemplo, ¿cómo las cambiaría un votante de Milei si ninguno de sus competidores explica en serio cuáles serían las consecuencias de quedarse sin un Banco Central? En el caso de Milei, lo que se asegura a esos posibles votantes es que se limitaría el poder y el peso de las burocracias estatales, sin explicarles que las pensiones, los seguros de salud y la educación no dependen de liquidar o desfinanciar esas estructuras de gobierno. Muchas de ellas se han vuelto corruptas e ineficaces, pero borrarlas del mapa no es una solución. No lo es en ninguno de los países que tienen Estados fuertes administrando lo público y cuidando que lo privado no se presente solo como alternativa o como obstáculo. Basta pensar en Alemania o Dinamarca. No me lo digan: no somos dinamarqueses ni alemanes. Somos los herederos de la política criolla, a la que también denominamos populismo.

Los diarios nos informan del “cansancio y el hartazgo” de Sergio Massa, aspirante en las elecciones primarias. Si ya está harto de los debates, le quedan dos opciones: retirarse para convertirse en un ideólogo moderado o aceptar que esa forma es la actualidad de una política confusa, que se agrava por el desinterés, la quiebra de la educación para quienes viven en la pobreza, y los rasgos culturales de la llamada posmodernidad. Si elige la segunda opción, Massa debería explicar detalladamente lo que es preciso hacer si fuera electo. Si esa explicación superara el consignismo de las generalidades y las frases publicitarias, quizá podría mejorar el clima de ideas y dar bases más solidas para reclamar el voto. Así sucede en otros países. Para mencionar ejemplos locales, eso lo hicieron Alfonsín y Menem. Llenaron plazas o estadios, donde convencieron no solo con el carisma que, sin duda, los iluminaba a ambos.

Cuando lo que diferencia a los partidos se vuelve explícito y razonado, la política se vuelve accesible y el “son todos iguales” que repite Milei ya no expresa del todo a los ciudadanos. Para todos, la política es un aprendizaje, que no la vuelve más compleja sino más sencilla, porque las diferencias, que los votantes intuyen, se muestran en el discurso de los dirigentes que aspiran a representarlos. La política es repetitiva cuando no explica las diferencias, sino que vuelve a lo siempre igual: consignas ampliadas para alcanzar la extensión retórica que suscita el aplauso en vivo ante las cámaras. Por eso, se equivocan quienes eluden las explicaciones, y envuelven todo en el mismo paquete de adjetivos y verbos en tiempo futuro cuyo sustento no aclaran.

El aparato del Estado es el gran botín de estas elecciones. Y lo  seguirá siendo

Massa prefiere que no haya PASO. Teme que Milei le gane al partido o coalición de gobierno que él aspira a encabezar. Este juicio tiene solo validez nacional, porque las provincias no pueden firmar acuerdos ni siquiera en la disputa de una intendencia. El aparato del Estado es el gran botín de estas elecciones. Y lo seguirá siendo. Deberíamos entenderlo de una buena vez. Lo que está en juego son las vacantes de la clase política, no solo en las instituciones legislativas sino en los diferentes y multiplicados niveles del andamiaje gubernamental.

Un descreído agrega: en esos niveles están los lugares donde se ubica a la familia, en todos los sentidos: los parientes, los amigos, los caudillos locales que hicieron posible una victoria movilizando a fuerza de bonos y presiones. El voto se edifica sobre las promesas, que no son las de un país o una provincia mejor, sino del cambio concreto de la situación de quien prueba con su voto que está actuando para hacerse acreedor de lo prometido: casa, trabajo, una ambulancia y una cama de hospital a medianoche. A estos millones de ciudadanos se les expropia todo lo que, en su historia, la política prometió: asegurar la autonomía individual, respetar las autonomías provinciales y también las de pequeñas localidades; crear las condiciones donde sea posible que, si cambian de opinión a la luz de resultados, puedan cambiar de voto sin poner en riesgo lo que recibieron o le prometieron que recibirán. Los argentinos que votan maniatados por esas promesas, cumplidas o todavía incumplidas, no son libres.

Por eso, aunque se la repita demasiado, “feudalismo” es la palabra que, con mayor sencillez, acude a quienes critican al Gobierno. El Presidente responde que está atado a exigencias que le llegan de los estados federales y de una mujer que posee mayor poder simbólico y mayor capacidad para movilizarlo. Algo que, antes de la Revolución Francesa, se llamó “antiguo régimen”. Esto se ha repetido muchas veces, pero la repetición no le quita poder descriptivo.