La economía argentina en 2014 va a estar sometida a una profunda corrección.
Ello no será sencillo de procesar política y socialmente. El relato prevaleciente ha desfigurado a tal punto los problemas que enfrentamos, que a veces parece que las propias autoridades los ignoran.
A ello se agregan el afán de dilatar la toma de responsabilidades, tratando de rehuir hacerse cargo de las consecuencias de las medidas adoptadas, que tiene el común denominador del ciclo político en las políticas públicas.
En general, los gobiernos, si pueden evitar afrontar un fuerte ajuste, lo hacen, trasladando la carga de tal problema, de un modo agravado, a un futuro sucesor en la administración, con graves costos de bienestar, en términos de posibilidades para el conjunto de la ciudadanía.
La demora en atender los desequilibrios no es posible, entre otras cosas, por la dificultad para endeudarnos como país, por los innumerables problemas judiciales que enfrentamos en el resto del mundo y los riesgos excepcionales de los títulos argentinos, como por el colapso de la infraestructura, evidenciado en los terribles e innumerables apagones, sufridos durante el mes de diciembre.
Por otro lado, el agotamiento de las reservas líquidas disponibles exige una acción muy cercana en el tiempo, con el albur de alcanzar un punto tal de deterioro, que las expectativas de un evento extremo hagan que la demanda de activos financieros adquiera una dinámica propia, autoinducida, como ocurriera varias veces en la historia de nuestro país, en casos de grave faltante de divisas.
Concurre a ello el carácter estructural de la crisis energética, que de por sí genera una visión sombría sobre el panorama futuro.
Sólo basta imaginar los requerimientos de inversión para sobrellevarla, en un estado que exhibe un alto déficit, aun sin realizar las inversiones necesarias, para acompañar el crecimiento de la demanda y aun la misma amortización de los equipos e instalaciones eléctricas, así como gasíferas, y la reposición de las reservas petroleras y gasíferas, dilapidadas en los subsidios energéticos.
Otro factor importante es la extraordinaria alza de la presión tributaria en los últimos diez años, con el carácter heterogéneo de nuestra producción, donde sectores de gran dimensión, en la informalidad, esquivan estos tributos a un costo enorme en materia de productividad.
Ello cierra el camino de pensar en más tributos, cuando la presión efectiva alcanza a casi 80% del valor agregado para los sectores más discriminados.
La situación, por tanto, exige actuar sin demora. Un plan integral, que comprenda, además de los aspectos fiscales y monetarios, los temas regulatorios y de inserción de nuestra economía en el mundo, como las cuestiones que hacen a los contratos y a los derechos de propiedad dañados, minimiza los costos, que afronta nuestra sociedad, movilizando recursos de otra manera ausentes.
La política tiene un gran papel aquí, que es hacer posible lo necesario.
El oficialismo debe reconocer los problemas y obligar a un debate realista sobre los dilemas que enfrentamos.
Nada es tan negativo como la negación de las dificultades y de las responsabilidades.
Ese acto de sinceridad obligará a la oposición a actuar con realismo, dejando de lado un comportamiento oportunista, que sólo enfatiza los síntomas de nuestro grave deterioro, y a animarse a formular una propuesta alternativa.
Esa solidaridad para enfrentar las crisis es lo que permite la cohesión y densidad nacional, insustituibles componentes del progreso social. Esa experiencia es común en países que han afrontado desafíos tan severos y prolongados como los que deberá afrontar nuestro país.
Si el conjunto de la dirigencia percibe el desafío político, social y económico, el problema es abordable antes de que su gravedad nos conduzca a correcciones brutales por no haber actuado a tiempo.
*Ex candidato a presidente de la Nación en 2003 y 2007.