Acabo de mirar en YouTube nueve filmes de arengas de Horacio González. Valen la pena. El pasado invierno, al calor del conflicto por las retenciones, en su columna de PERFIL, Tabarovsky se refirió a la obra de Horacio González Perón, reflejos de una vida, calificándolo como “un libro extraordinario, cargado de ideas”, aclarando que esas ideas “ponen a su autor en tensión con el universo al que adhiere“. Estoy de acuerdo, aunque me resulta difícil imaginar como un universo a las dispersas constelaciones sociales, afectivas e ideológicas sobre las que el autor gravita. Mi problema es que cualquier intervención de González pone en juego tantas dimensiones y espacios de decisión teórica y vital que mientras trato de discernirlas y analizarlas él ya ha publicado otro libro, emitido nuevas proclamas y varios artículos sobre temas que interpelan cuestiones inesperadas.
Hacia 1994 me propuse escribir un comentario sobre su ensayo La ética picaresca que él mismo, caballerescamente, publicó en su revista El Ojo Mocho. El texto, que todavía circula en una compilación de ensayos, me ocupó varias semanas sólo en la tarea de deslindar todo lo que me enojaba de su proyecto, que sigo considerando original y “extraordinario”. Escribí en 1994 y extraigo ahora de la página 189 de la citada compilación: “Ensayistas como González proceden de dos vertientes que hicieron del concepto de lucha de clases un instrumento básico de la perseverancia en el error: la de los marxistas que lo entendieron como motor de una Historia teleologizada a cuya meta inevitable había que servir y la de los picaresco-populistas que lo utilizaron como resumen interpretativo de una guerra social de posiciones, que –lo vimos con Gelbard, Alfonsín y con la Renovación Peronista– terminan con una victoria íntima que se festeja cínicamente en los pasillos ministeriales y legislativos”.
Alguna vez, en nombre de “la amistad”, Horacio González agregó su firma a una solicitada en defensa del honor de un escritor involucrado en un fraude de la industria editorial. Ahora vuelve al tema en Página/12 en defensa del “honor” de los músicos del séquito oficial afirmando que la difusión de sus cuantiosos honorarios “es una novedad absoluta en estos 25 años de democracia”, y la atribuye a “emboscados” y “agazapados”, “moralistas de alcantarilla” y “dictaminadores de fangal”. ¿Preferiría que no se sepa? ¿Que el público siga ignorando que detrás de cada factura de un “artista” se oculta una trama de agentes, representantes y productores que negocian su nombre con el mejor postor independientemente de sus preferencias personales por Pepsi, Coca, Lopérfido o Cristina K?