El 25 de Mayo suele tener un efecto aplacador de las tensiones sociales y políticas. Muy temporariamente, por cierto, pero es algo en una sociedad que vive tensa casi todos los días. Este año la jornada patria transcurrió más tranquila que los días anteriores y los posteriores. El Presidente hizo buen uso de la oportunidad para insistir en su tolerancia a las críticas, y se expuso serenamente al duro mensaje del arzobispo en el tedéum en la Catedral. Ese es Macri en su plenitud. Es cierto que la plaza vallada ponía de relieve las tensiones del momento, que quedaban afuera. Pero en definitiva el carácter festivo del día patrio no se perturbó.
La postura de la Iglesia contiene dos ingredientes: por un lado, reclama ocuparse de la pobreza; por otro lado, pide diálogo genuino entre los sectores políticos. Como es habitual, se trata más bien de exhortaciones morales a los dirigentes antes que de un método para alcanzar esos propósitos. Pero como exhortaciones provenientes de quien provienen, marcan una agenda. Mientras no haya avance en esas direcciones, la política está en falta ante la sociedad.
El día a día que se refleja en la cobertura mediática y los mensajes que circulan en la calle y en las redes no va en esa dirección que reclama la Iglesia. El Gobierno dice que sí, pero su agenda específica no está muy clara. Sin duda, hay algunos hechos que el Gobierno produce –como las medidas de alivio tributario y los beneficios a jubilados–, pero todavía no hay vías claras conducentes a soluciones.
Parte del problema del país actual es que el territorio de la política se ve desdibujado. En la Argentina, como en casi todas partes, la política de partidos cede espacios y la política de candidatos y de la opinión pública los ocupa. Los paradigmas conocidos, las reglas del juego que naturalmente se aplican, fueron creados desde la práctica de la política de partidos; la realidad superó todo eso. No estaba en ningún manual que Donald Trump podría llegar realmente a ser presidente de los Estados Unidos, que los neonazis se convirtiesen en árbitros de los equilibrios políticos en Austria, o Marie Le Pen en Francia, que Podemos y Ciudadanos podrían definir la suerte de España, que la derecha seguiría creciendo en Israel, que Brasil entraría en un caos político sin dirigencia legítima en ningún rincón del sistema; que Venezuela, Perú, Colombia, México… Un signo de estos tiempos es el derrumbe de las prácticas políticas conocidas. En ese contexto, la Argentina no es una excepción, y si el actual proceso interesa tanto al mundo es porque es un caso algo raro de una sociedad que optó por la moderación y el “centro” en el plano de las ideas. (La gran pregunta, por supuesto, es cuán sustentable puede ser esa opción).
Todavía tendemos a pensar la realidad desde los viejos esquemas de la política de partidos, sin aceptar que ella funciona cada vez menos, porque lo que funciona en su lugar escapa a los esquemas conocidos. El peronismo, por ejemplo, parece estar atravesando una conmoción profunda en sus bases sociales; pero la mayoría de la gente sigue viéndolo como si esas bases fuesen siempre iguales a sí mismas. Esa visión oculta el hecho importante de que los doce largos años de protagonismo del kirchnerismo en la política fueron un complejo proceso de lucha de su dirigencia con las bases tradicionales del peronismo. Estas, constituidas principalmente por la población de los estratos más pobres, las clases “bajas”, le fueron muy esquivas a Néstor Kirchner en la elección de 2003 y lo forzaron, después de acceder al gobierno, a respaldarse centralmente en las clases medias.
Recién en 2007, con la candidatura de Cristina, el kirchnerismo aceptó la necesidad de atraer hacia su proyecto a esas clases bajas, y redefinió su identidad como esencialmente peronista. Hasta culminada la elección de 2011 eso siguió siendo así, con las clases medias alejándose progresivamente del gobierno. 2015 marcó el fin de ciclo: el baluarte de las clases bajas vuelve a ser algo más volátil y de ese modo compromete el éxito electoral. De hecho, el candidato que terminó imponiéndose en la segunda vuelta, Mauricio Macri –un candidato no peronista y exponente manifiesto de la “antipolítica”– obtuvo una cantidad sustancial de votos en las clases bajas y sus candidatos se imponen en no pocos municipios del Conurbano y del resto del país. Y en esta oportunidad, a diferencia de 2003, la alternativa que buena parte de ese electorado termina aceptando no es alguna de las otras expresiones de un peronismo fragmentado, sino una nueva opción política.
Duda. Ahora bien, si este peronismo no es más el depositario de la representación casi monopólica de la franja pobre de la Argentina, ¿qué es? ¿Un conglomerado de partidos provinciales, representantes más bien de los statu quo sociales y económicos de sus distritos? ¿Un partido ideológico de izquierda, tan endeble como los otros que compiten por ese espacio? ¿Un brazo político del sindicalismo corporativista, tan rebosante de recursos de poder como es débil en apoyos electorales? Las respuestas a esos interrogantes no las conocemos, pero podemos pensar que serán decisivas para el futuro político de la Argentina.
Y en esa línea, otra pregunta no menos importante para avizorar el futuro: ¿qué es el macrismo? ¿Cuántos de los votos que lo llevaron al gobierno le serán leales establemente? ¿Y cuáles? Ni los macristas lo saben, menos aún los radicales y otros socios de la frágil coalición Cambiemos. ¿Y qué decir en este sentido del tercero en la cancha, el Frente Renovador, al que difícilmente algún ciudadano identifica por su nombre en lugar de pensarlo con el nombre de su jefe, Sergio Massa?
Esta Argentina asediada por problemas sociales y económicos serios y difíciles ha quedado políticamente desestructurada. No sabemos cuándo empezará a reorganizarse de una forma políticamente estable, ni mucho menos cómo será esa reorganización. Ni siquiera sabemos si eso sucederá de una manera más o menos definida o si seguiremos en la misma incertidumbre que está prevaleciendo en tantos otros lugares del mundo democrático.