En una carta dirigida a una de esas novias, Franz Kafka tejía una de sus inextricables telarañas donde a la vez atrapaba y mantenía a distancia a su ser amado, explayándose acerca de su enorme dificultad vital. No es necesario abundar demasiado acerca del modo paradójico en que hizo obra trabajando como un ciego orfebre lúcido acerca de sus imposibilidades. Nada más fértil que un desierto, considerado a través del instrumento conveniente. En su relato, Kafka lo explicaba precisamente así; era la propia escritura la que lo había erradicado de cualquier otra zona de interés –la familia, el sexo, el amor, el conocimiento, la política, el sionismo, etc., etc.–, esclavizándolo a su propia práctica excluyente.
Esa supresión colectiva de dones en beneficio de uno solo es al mismo tiempo una condena y una bendición. Naturalmente, en el ánimo de los pesimistas, la consideración de la pérdida pesa más en la balanza que el aquilatamiento de la ganancia, aunque ésta se alimente del examen de lo perdido. Sin ánimo de compararme (Kafka está muerto y yo estoy vivo, o quizá sea a la inversa), recuerdo los lejanos días de la infancia en que me acometió esa sensación poderosa, la de una violenta reducción de las perspectivas vitales. De pronto, todo lo posible se reducía a un punto, el punto de la “elección vocacional”, y el resto de los dones desaparecía en la vorágine.
El mundo se convirtió en un enigma y una completa exterioridad, sólo existente si puede ser narrado desde ese punto, también ínfimo y además abstracto, donde se sostiene o más bien flota el escritor.