Vuelvo a Buenos Aires después de una estancia más larga de lo deseable en Europa. Seguí, allí, el caso de Diana Quer, una muchacha madrileña desaparecida en Pobla del Caramañal, Galicia, hace dos meses y que fue víctima (no se sabe todavía) del tráfico de personas o de violación y asesinato. En Mar del Plata, por el contrario, se conoce bien la triste suerte de Lucía Pérez que, junto con otros casos igualmente salvajes e igualmente incomprensibles, desencadenaron la protesta mundial (particularmente notable en las ciudades latinoamericanas, impulsada por el colectivo NiUnaMenos de Buenos Aires): el Miércoles Negro y la exigencia de respeto y cuidado hacia la mujer y condena sin dilación de las bestias infames que hacen de sus cuerpos un territorio para sus juegos inmundos. Sea.
Me pregunto cómo, después de los movimientos feministas del siglo XX, después del Flower Power, después de las reinvidicaciones de minorías raciales y sexuales, hemos podido retroceder tan atrás y caer en tales abismos de infamia cuya ignominia nos salpica. Probablemente, el siglo XX entero (con sus protestas, sus revueltas y sus proyectos de revolución) es lo que fue borrado del horizonte mismo de lo pensable y es por eso que nuestras sociedades continúan el trabajo de la sociedad victoriana, donde en cada ciudadano podía habitar un Jack el Destripador y cada mujer podía ser la víctima propiciatoria de una violencia sexista y denigrante.
Hemos tachado la protesta mallarmeana contra “la pequeña razón viril” en Un golpe de dados, hemos tachado el irónico escamoteo de Duchamp de la verga en el mingitorio llamado Fountain (La Fuente), quien no por azar eligió muchas veces vestirse y ser llamado Rrose Sélavy (así es la vida).
Hemos retrocedido hasta los más tenebrosos momentos de la humanidad clásica, cuando el sexo estaba atado no a la alegría precisa de los griegos sino al fascinus (lo que los griegos llamaban phallós, lo que se opone a la mentula, el miembro inerte). Era inevitable que una humanidad así definida desembocara en el fascismo, que no es sino el poder de muerte atado como banderín al miembro erecto, esa ridícula potencia que sólo debería arrancarnos carcajadas.
Eso, nos dicen los investigadores es lo que se ve en los frescos de Pompeya y de Herculano: la melancolía aterrada en la mirada de esas mujeres amenazadas de muerte, violadas sin conmisceración, sometidas a las leyes de la herencia y de la propiedad inmobiliaria.
Para fundar el orden fascista, los funcionarios de Augusto debieron previamente (o al mismo tiempo) reemplazar la moral sexual de los griegos (organizada alrededor de la pederastía como ritual de socialización, como dispositivo de individuación y tecnología de subjetivación) por otra, que condenaba la pasividad sexual (officium) como cosa de esclavos y no de hombres libres, que ponía la potencia del fascinus en el centro de la escena y que universalizaba el obsequium (la obediencia debida por los siervos a sus amos) a toda la ciudadanía.
La percepción romana del mundo sexual pasó casi sin modificación alguna (como la lengua del imperio) a la Iglesia Católica: la fascinatio del fascinus, el lubridium inherente a los espectáculos romanos y a los libros de las satura, la bajeza en el tratamiento discursivo del cuerpo de la mujer, la mueca infame, la prohibición de la felación y de la pasividad. Son todas esas palabras oscuras las que poco a poco se aclaran en el espanto. Los antiguos romanos, a partir del principado de Augusto, optaron por asociar sexo y terror y nos dejaron ese triste legado.
Fue un terremoto, cuya consecuencia fue más importante que la cristianización del Imperio, más importante que las invasiones de los siglos V y VI, que no alteraron fundamentalmente su naturaleza, más importante que el descubrimiento del Nuevo Mundo en el siglo XV. El terror que todavía hoy nos domina (porque hemos olvidado el siglo XX) procede antes de las togas blancas de los Padres del Senado que de las togas negras de los Padres cristianos que los reemplazaron en la curia.
Hay que rehacer el trabajo entero del siglo pasado para que “Ni una menos” deje de ser un grito cotidiano.