La cosa fue más o menos así: un niño de diez años en Pozo Alcón (Jaén) no quería hacer los deberes, le revoleó una zapatilla a su madre y se encerró en el baño. La madre entró al sagrado recinto, lo agarró del cuello y le dio un sopapo, con tal mala suerte, que el haraganzuelo se golpeó contra el lavabo y le sangró la nariz.
La próxima noticia es que la mamá está presa, condenada en tiempo récord a 67 días de cárcel y a un año y 67 días sin acercarse a su retoño.
La siguiente noticia es que el sistema legal español arde. Los mensajes se multiplican, los lectores dicen que el fallo es un disparate, y que un buen correctivo a tiempo no se le niega a ningún niño. Los derechos de la persona están en la palestra. Las leyes –que son de uso general y no particular, y que se prestan más a los favores de la Historia que a los de los Sujetos– parecen preferir que el niño se eduque sin madre durante un año y 67 días.
Algo en la historia no me cierra. Faltan detalles importantes. De qué era la tarea, por ejemplo. O quién denunció a “mamá”, ya que los maestros declaran que el párvulo era díscolo y desobediente. O por qué llora “mamá” en la Red. ¿Por la condena? ¿O porque lo va a extrañar? Leo con curiosidad la saga de opiniones castizas, semialfabetizadas y bastante fachas: todos hablan de ley, de razón, de conducta, de Zapatero. Y nadie menciona la palabra clave de este entuerto. Amor. Por amor, una madre –con limitaciones– puede querer educar a su hijo. Por amor puede llorar su falta. Por amor a los niños pueden haberla denunciado los maestros. Y por amor al pueblo, teóricamente, se hacen leyes. Nada de esto está funcionando. El concepto universal de “amor” entraña opuestos particulares inconciliables. Por eso es una buena historia. Y un desastre.