Lo que se corta no se toca. Lo que se cierra, no se abre. Lo que se bloquea, no se libera. País de facto, pero no importa. Dice un gobernador: “Total, los únicos que se quejan son los que se apuran por llegar a Punta del Este”.
Es obvio, explican desde Buenos Aires, no tiene sentido impedir que subsista la ilegalidad, porque peor sería hacerles frente en serio a los que insisten en seguir perpetrando esa infracción.
Tanto en la frontera clausurada, como en una manzana de la ciudad ya consagrada como nuevo territorio casi siempre vedado de la Capital Federal, la zona de la escuela Carlos Pellegrini, lo que acontece responde al mismo patrón: la ley es lo que yo digo que es la ley, insubordinarse es legítimo, desobedecer es sagrado, transgredir es maravilloso, violar es enternecedor.
¿Por qué se manifestarían de manera diferente los taxistas y camioneros que cargaron contra la Legislatura porteña, ofuscados porque los representantes populares quieren sancionar una norma mucho más estricta para poner en caja el vale todo vial que reina en Buenos Aires?
Al alegar que se debe comenzar por el combate a las grandes ilegalidades, antes que confrontar las supuestamente menores, sectores determinantes de la sociedad argentina reposan plácidamente en un aval sistemático a la micro-ilegalidad.
La furia sindical contra una norma que pretende sacar de la calle a esos infractores seriales protegidos por ser transportistas de personas, revela de manera luminosa el corazón de un serio problema cultural: la norma irrita, la restricción enfurece, la idea de que no todo es posible es asimilada a la fantasía de “represión” y el concepto de punir aquello que viola la ley se presenta como una exótica pretensión “represiva”.
El gobernador de Entre Ríos, Jorge Busti, por ejemplo, opera de este modo: en definitiva, cerrar una frontera no es “tan” grave, porque los que quieren cruzarla son… “privilegiados”, tipos ansiosos por llegar a su coto de caza en una comarca de millonarios.
No es legal, admiten, claro está, pero tampoco es tan terrible, o –en todo caso– lo es menos que el apocalíptico final fantaseado ante los hipotéticos resultados de una fábrica productora de pasta de celulosa.
En el escenario ideológico prevaleciente hoy en la Argentina, siempre habrá algo peor y siempre existirá algún razonamiento para justificar males a los que no se ven como tales.
El caso de los ensoberbecidos sindicatos, con los que el Gobierno nacional tiene un aceitado modus vivendi, es revelador. Cuando tomó estado público que la Legislatura porteña aprobaría una ley consensuada por todas las bancadas para imponer el eficaz sistema de puntaje que califica la conducta de los conductores de vehículos en países más civilizados, la primera reacción de los capitostes gremiales fue amenazar, sin medias tintas, a los legisladores: no se metan con nosotros porque van a tener problemas. Dicho y hecho.
Es un caso prominente y ejemplar: toda pretensión de hacer cumplir la ley es transformada en propósito represivo, ya sea encarar el tema de la gente que duerme en la calle, la calesita ilegal en la Plaza del Congreso, los niños mendigos, los jóvenes lavavidrios, los manteros que tapizan veredas y plazas con sus productos, obliterando el espacio público y, en general, quienes viven en espacios públicos, cualquier actividad que se realice fuera del marco existente y pretenda legitimarse como resultado de una necesidad mayor e impostergable.
Por eso, la escuela Carlos Pellegrini es el epicentro de un disgusto permanente. Calles cortadas todas las semanas, clases suspendidas, amenazas de bombas: un incordio irreparable con el cual el poder coexiste en amable promiscuidad, como si nunca fuese demasiado grave esta micro-ilegalidad, a la que se pretende eternamente menoscabar porque habría otras, supuestamente más graves, las únicas verdaderas a combatir.
Si algo caracteriza a la Argentina de estos años sojeros y productivos es esa fuerte impresión que surge de observarla, la idea de que es inevitable convivir pasivamente con injusticias y desórdenes variados, sólo porque, si no, se viene el infierno. Por eso, hay que aceptar lo irregular e incluso lo clamorosamente prohibido como peaje a pagar para que no se incendie el país.
El Gobierno les ha sugerido a los activistas de Gualeguaychú que ya deberían abrir la frontera clausurada, pero también ha aclarado que nada hará para que tal medida sea concretada, ni tampoco ha advertido que –en todo caso– deberán exponerse a que la frontera sea reabierta por las fuerzas de seguridad. No, ni los activistas, ni el Gobierno quieren que se permita el libre cruce de la frontera, así de simple.
Pero es que ni siquiera se puede transitar por la calle Bartolomé Mitre entre Ecuador y Jean Jaurés, donde estaba Cromañón hasta su incendio, la noche del 30 de diciembre de 2004. La cuadra está cortada desde entonces, convertida en un bizarro “santuario” pagano, sin que el Gobierno de la Ciudad (Ibarra antes, Telerman ahora, ¿Macri después?) se anime a ordenar su reapertura. ¿Alguien imagina que la estación madrileña de Atocha hubiese quedado “ocupada” desde que el terrorismo islámico produjo allí 191 asesinatos el 11 de marzo de 2004?
Es una enorme batalla cultural y lo más probable es que su desenlace no sea positivo para quienes así pensamos. Hunde sus raíces en dilemas de insondable proyección: la verdad, la legalidad, lo establecido, ese universo de los valores sólidos y confiables, versus la cultura de las relatividades y las excusas, el “sí, pero”, el mundo de la vida líquida e imprevisible, donde nunca no es no, y donde tampoco sí es sí. ¿Rigidez dogmática versus adaptabilidad sabia? Me niego.
¿Con qué prisma se evalúa el apartamiento de la ley y cuándo se debe tolerar la infracción abierta? Por ejemplo, el 13 de julio de 1989 fueron fusilados en La Habana cuatro altos oficiales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, el general Arnaldo Ochoa, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón Trujillo y el capitán Jorge Martínez Valdés, todos ellos convictos por cargos de narcotráfico y traición a la patria. ¿Era necesario matarlos? Claro que no, pero Cuba dijo que ésa era la ley y Fidel Castro, que los quería muertos, la hizo cumplir.
¿Por qué en la Argentina la ley siempre es sospechosa y violarla es tan popular que no hay gobierno que se atreva a hacerla respetar?