Encontré un pájaro muerto en mi jardín. No me gusta encontrar pajaritos muertos y menos éste, que era un colibrí. Por suerte es raro que suceda porque en mi jardín hay muchos árboles y lugares donde esconderse y protegerse. Este colibrí ya no se va a enterar de nada: no va a saber cómo le va a Obama en sus primeros días de gobierno, ni si Hilda Molina va a poder ver a sus nietos alguna vez, ni de qué hablaron Raúl Castro y Cristina, si al fin ella terminó diciendo que aaaah ooooh cuánto ha progresado Cuba a pesar del embargo, ni del perro detenido en una comisaría de Esperanza, ni si la plataforma de hielo Wilkins en la península antártica se va a derretir o no, ni de las tasas municipales que en Rosario subieron un 1.500 por ciento, ni de lo que le pasa a la señora de enfrente que tiene que operarse de la vesícula. Es el tiempo, señor, compréndame. Es eso que nadie sabe exactamente qué es, ni si pasa por nosotros o lo llevamos dentro o está suspendido, inmóvil y estricto y nosotros nos hacemos la ilusión de que va pasando. Lo que quiero decir hoy que me he puesto filosófica, oh manes de Heráclito y Parménides, es que no alcanzo a comprender si el tiempo es un castigo o un bienvenido bálsamo. Le pregunto a usted: ¿se puede ser las dos cosas al mismo tiempo? Recuerdo haber leído un cuento no muy bueno en el que la humanidad se dedica a saltar a la cuerda y jugar a la pelota porque no tiene nada que hacer: son inmortales y a la vez, claro, estériles. Entonces termino pensando en los pájaros muertos y en la Comedia humana de Balzac. Y termino aterrizando en la noción de que el tiempo es en efecto un bálsamo y de que nosotros nos adherimos a él como las rémoras al barco impulsado por los condenados a galeras. Amén.