Poco y nada sabemos del teatro sirio, de sus modos de representación, sus tabúes o sus mecanismos de supervivencia. Es probable –como ha pasado en Palestina– que las acciones teatrales, que pueden capturar lo real de manera inmediata, manualmente, ofrezcan información más verdadera que los noticieros.
Pero si hubiera teatro en Siria en llamas, si existiera entre las bombas de Putin el lujo del biodrama, si por milagro los tocara la varita álgida de lo posdramático, la historia de Jihad Diyab, hoy a punto de morir en Uruguay en huelga de hambre, sería más compleja y desgarradora que dos mil años de dramaturgia.
En 2000, Jihad huyó de Siria a Pakistán en busca de trabajo con su mujer embarazada y sus tres hijos. Pero en Pakistán los trabajadores árabes son perseguidos, así que decidió emigrar a Afganistán. Como trabajador ilegal fue detenido en Kabul, sin cargos, y encerrado en una cárcel de la CIA. Lo trasladaron a Guantánamo. Fue torturado de manera estándar junto al resto de los presos que Estados Unidos mantiene en suelo cubano. Hace dos años, cuando Obama decidió limpiar la mala imagen electoral de esta prisión, tras largas huelgas de hambre, Jihad fue extraditado al Uruguay, donde se negó a firmar el acuerdo que le exigió el gobierno de Mujica: cuidar su salud, aprender español y aceptar capacitación laboral. ¿Imponer el español al prisionero es una manera de hacer justicia? Jihad sigue preso sin cargos y a nadie importa. Su drama no es legible. Sólo su decisión de morir parece conferirle identidad y singularidad. Esto es terrible. El Estado uruguayo, pese a la solicitud de artistas y personalidades, le niega el derecho mínimo de ver a su familia.
La industria de la distorsión es demasiado grande. Los EE.UU. imponen en los países chicos, como Uruguay o como Grecia (donde Syriza encierra refugiados en campos de concentración) su injusticia estructural a cambio de chirolas.
Somos espectadores de un drama espantoso nunca escrito: el delito de ser obrero.