Todo discurso político define un adversario. No solamente lo designa, sino que también plantea, aunque sea implícitamente, la naturaleza del antagonismo. Los dos mensajes presidenciales han sido muy ilustrativos en tal sentido. El primero de ellos trazó la ya célebre oposición entre “los piquetes de la abundancia” y “los piquetes de la miseria y la tragedia de los argentinos”. A través de una cadena de asociaciones, la Presidenta insinuó el vínculo entre una minoría (que quiere “volver al país de unos poquitos”), privilegiada (“el sector de mayor rentabilidad”), expoliadora (“las vaquitas para ellos y las penitas para los demás”), prepotente (“que hoy amenazan, no al Gobierno, sino a la sociedad con el desabastecimiento de comida”) y recalcitrante frente al cambio social (“que insisten con las mismas prácticas de siempre”) con el uso de la violencia y el pasado dictatorial. Cristina Kirchner abrió su discurso refiriéndose a la coincidencia –calificada por ella como “casualidad” pero al mismo tiempo asignándole un valor de “señal”– entre las fechas del golpe del ’76 y la protesta rural. Si semejante paralelo podía parecer excesivo e injusto, había que esperar al cierre de su alocución para comprender en toda su magnitud la lectura presidencial de la situación. Lo que tomaba en principio la forma de un entendible llamado a la tolerancia y la moderación llevaba rápidamente al reconocimiento expreso de una realidad que raramente los políticos admiten públicamente: “Siempre las pujas distributivas y los enfrentamientos con sectores generan, en definitiva, violencia”. Es decir que el cambio social implica necesariamente un cierto nivel de violencia, pues “hay que tocar intereses que muchas veces son muy poderosos”. Sería muy difícil encontrar en un discurso presidencial argentino desde la transición democrática un enunciado similar. Más aún, al dar a entender que hay diversos tipos de violencia política, con diferentes grados de legitimidad (“cuando uno tiene una determinada holgura económica, la violencia es mucho más incomprensible y mucho más insostenible”), la Presidenta ingresó en un terreno retórico que no tiene paralelos desde el último gobierno de Juan Domingo Perón.
En ese contexto, el mensaje de Parque Norte pretendió bajar los decibeles con “un llamado al diálogo” y “una mano tendida”, ya que el tono fue de menor combatividad y mayor apertura. La Presidenta empleó 7 veces la palabra “dialogar” y 6 veces la palabra “diálogo”. Más aún, se sintió obligada a subrayar su identidad peronista (sobre la cual no había insistido demasiado anteriormente) y a argumentar que “el peronismo nunca planteó la lucha de clases, el peronismo nunca planteó la guerra entre los pobres y los ricos”. Sin embargo, los ejes centrales de su visión siguen presentes: los términos “popular”, “distribución” e “intereses” se repiten (cada uno de ellos entre 9 y 11 veces) a lo largo de un discurso que dibuja el antagonismo entre la caricatura de las “paquetas señora vecinas de donde yo vivo” –en desafortunada resonancia con los comentarios de D’Elía sobre los “blancos de Barrio Norte”– y sectores que toman “medidas contra el pueblo”. Un estudio informático nos permitió verificar que la expresión “contra el pueblo” que Cristina Kirchner utilizó dos veces en su mensaje del 27 de marzo no fue jamás pronunciada por su esposo en sus declaraciones oficiales entre 2003 y 2007. Es posible que el enfoque político sea el mismo, pero su retórica es netamente más radicalizada.
Si bien, como candidata, Cristina había demostrado una clara afinidad con el vocabulario de su esposo, ya se venían observando cambios importantes en su discurso desde que asumió. Palabras como patria, trabajo, dignidad y autoestima, características de una retórica kirchnerista, han cedido el lugar a una terminología mucho más centrada en lo que la jefa del Estado llama “el modelo” y la cuestión estructural de la “distribución del ingreso”. Los análisis confirman otra serie de contrastes sumamente interesantes entre los dos presidentes K: Cristina emplea el pronombre “yo” mucho más frecuentemente que Néstor y casi nunca invoca el nombre de Dios, como acostumbraba hacerlo su marido. Por supuesto, estos datos no nos indican mayor o menor egocentrismo o religiosidad, sino una manera de posicionarse ante la opinión pública. En el caso de la actual presidenta, es claro el deseo de afirmarse como una dirigente autónoma, con voluntad propia y capacidad de decisión: no se encomienda a poderes divinos ni seculares. Pero esa actitud de firmeza e independencia tiene un costo pues, como bien lo saben las mujeres en política, el riesgo es mostrarse como calculadora, soberbia e incluso agresiva. En su reacción a la protesta rural, Cristina Kirchner llevó al extremo esa postura. Algunos considerarán que lo que dijo revela su verdadero pensamiento. Otros juzgarán que su extraordinaria dureza retórica es mera estrategia. Pero en cualquier caso ha contribuido a atizar una conflictividad discursiva que no le hace ningún bien a la sociedad argentina.
*Profesor de la Universidad de Québec (Canadá).