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llantos

Un recuerdo fúnebre

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El primer cortejo fúnebre al que me tocó asistir en mi vida fue el del General Perón. Acaban de cumplirse 45 años de eso. Mis padres me llevaron; no al Congreso, sino hasta la Avenida Lugones, por donde el cortejo pasaría. Vi el féretro, vi la bandera, vi las flores; llovía o lloviznaba y yo tenía, a mis siete años, la intuición certera de estar asistiendo a un hecho de la historia.

No fue eso, sin embargo, lo que iba a grabarse en mi recuerdo. Lo que se me grabó, y para siempre, fue haber visto a un soldado llorando. Un soldado, la figura que más poderosamente expresaba para mí la idea de fortaleza, el paradigma de lo inconmovible, lloraba y lloraba: bajo el casco severo y aferrado al fusil, dejaba que las lágrimas (o no podía evitar que las lágrimas) le corrieran por la cara.

Con el paso del tiempo, di en comprender que ese hombre no era en verdad más que un pibe, que no debía tener más de veinte años. Y que pasaba circunstancialmente por la vida de las armas y los uniformes, cumpliendo su año de servicio militar obligatorio. Recuerdo perfectamente su cara, infiero ahora su condición humilde. El llanto que aquel día me desconcertó, por desprenderse de lo que, por convención, se asocia con la virilidad intransigente, correspondía en realidad a otro orden: era la expresión del dolor popular en su autenticidad más plena.

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Se había muerto Perón. Nunca leo ni escucho nada acerca del peronismo, sin que vuelva a mí la imagen de aquel soldado que lloraba.