Hace un par de años un editor atento me dijo que el efecto de la crítica literaria había desaparecido a la hora de que un lector se decidiera por la compra de un libro. Ahora, el modo de elección estaba determinado por los algoritmos. El comentario me sorprendió y a la vez recordé algo que ya venía observando: la desaparición o reducción de los espacios dedicados a la crítica literaria en los medios gráficos. Pero lo que no acertaba a advertir era ese efecto de imposición por repetición que propone el algoritmo, tal vez porque no busco libros en las redes sociales; tiendo a elegir los que aún esperan en mi biblioteca o los que encuentro en las ferias de usados.
Sin embargo, tiempo después, de manera lenta y silenciosa, noté lo que pareció una verdadera explosión silenciosa, una expansión geométrica de esos menús. Si alguna vez me encontraba en Facebook, digamos, y durante un rato miraba un combate de boxeo, a la vez siguiente me aparecían veinte o veinticinco propuestas de lo mismo, una detrás de otra. Es difícil resistir. La tentación de esa distracción se convirtió en una pasión sin remisión, con perdón de la rima, y sin descanso. Sobre todo, porque el boxeo nunca me había interesado.
Vivimos una época en que el deseo ya no se experimenta sino como sometimiento a una imposición. Por suerte, puedo huir de esa adicción imaginando las vidas que podría vivir si me mudara a las propiedades ofrecen en alquiler o venta los dueños de casas, quintas, campos, estancias y departamentos.