CULTURA
Esttica profana

Néstor Perlongher

Conocido mayormente por su labor como poeta, Perlongher fue también un lúcido ensayista. La reedición de “Prosa plebeya” es un acontecimiento que permite rescatar textos centrales de un pensador notable. Pájaro que flota en el aire del deseo.

Con la reedición de sus textos críticos se subsana una grandísima laguna.
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Nunca terminó de abandonar la zona sur: nació en Avellaneda, en 1949. Néstor Osvaldo Perlongher hizo una filosofía del cuerpo a cuerpo. Su barroco barrial, su “barroso”, siempre tuvo un eje esquivo en la tradición del ensayo local. Quienes lo cultivaron saben que aquí las aguas fluyen hacia el Estado y su problemática, el sesgo político marcó todo un linaje desde Sarmiento en adelante. Por otra parte, el discurso del deseo en Buenos Aires fue cooptado por el psicoanálisis y sus sucursales. Sin embargo, o por ello, los flujos deseantes, el placer, el cuerpo, los temas perlongherianos, están a salvo junto a otros escritores que los pensaron (algunos escorzos nietzscheanos de Martínez Estrada en sus frescos monumentales, el freudomarxismo porteño de Sebreli, Osvaldo Lamborghini en su poética pornográfica) siempre de modo paralelo, como calle lateral; en fin, de modo suburbano, jamás articulador del juego. Decía Perlongher: “Argentina es un paraíso policial en el cual la única sexualidad posible es triste o impostada, cuando no sórdida”. 

La reedición de Prosa plebeya por Editorial Excursiones es un acontecimiento mayor. Antología compilada por Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria en 1997, contiene un abanico potente y visceral de un pensamiento que aún reclama mayor atención. Una forma posible de entrada: Ramón Alcalde llamó a Perlongher “anarquista estetizante” y la definición tiene tino. Christian Ferrer señala que su “escama” literaria se metía en el “espinazo” argumental: implacable imagen. Lo cubano, lo rioplatense, lo brasileño, todo lo fuera de situación estaba en sus ensayos de modo enérgico y nunca violento. Corpus: seis libros de poesía, dos ensayos (sobre la prostitución masculina en San Pablo y el sida) y centenares de artículos publicados en revistas diversas (literarias, feministas, anarquistas, trotskistas) hicieron de la obra de Perlongher una cosa seria. Quienes más lo han estudiado o lo conocieron –Roberto Echavarren (su albacea literario), Adrián Cangi, Reynaldo Jiménez, Osvaldo Baigorria, el mencionado Ferrer–, marcan el sesgo plebeyo. Pero la plebeyez en rigor no es la cultura popular, aunque la supone, ni tampoco la cultura de masas, que la da por descontada. Lo plebeyo en Perlongher adquiere vuelo, brillantina, lentejuela y todo el arsenal amanerado. Lo plebeyo es la bastardía (Evita fue símbolo de esa libidinización), que pensó Juan José Sebreli con mucha agudeza: la zona de indefinición entre la ciudad y el arrabal, lo refractario al orden, el obrero libre y el rechazo a la integración falaz. 

Resulta evidente: el tema de Néstor Perlongher nunca fue lo “gay” –algo que despreciaba– sino el deseo, lo único que le interesa. Siempre evadió la normalización del corset identitario, el derecho que avala pero que opaca el deseo liberado y potencialmente perverso. Señalan Ferrer y Baigorria: “La demanda gay de reconocimiento social le parecía una solución demasiado cómoda. Un asunto de mercado: a cada minoría su góndola. Néstor percibió agudamente que el ciclo de las políticas sobre el deseo originadas en pulsiones revolucionarias estaba clausurándose como un homeopático tema de derechos humanos: otra victimología más, otro azulejo en la pared”. 

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Juan José Sebreli define a Perlongher, así lo marca en sus Cuadernos, como un “personaje de culto”. Integrado al Frente de Liberación Homosexual, canalizó esa energía del suburbio para enfrentarse a todos pero también para dar un acabado fino a su moral estética. Dice Sebreli: “Regresar del centro a su casa cubierto por un tapado de piel sintética de color blanco y cruzar por la madrugada el puente de Avellaneda sobre el lodoso Riachuelo. Así satisfacía su vocación de hacer de su vida una obra de arte, de comportarse como un personaje novelesco, a la manera de los románticos o los surrealistas”. De su militancia inicial en el Partido Obrero, Néstor luego activó con vigor a través del FLH. Pero su espíritu dionisíaco y orgiástico nunca calzó en estructuras paquidérmicas y dogmáticas, de gueto. Tanto la izquierda trotskista como el peronismo veían en la “marica” que se asumía algo problemático, leve, frívolo y hasta burgués. Lo subversivo que Perlongher encontró en la literatura de Osvaldo Lamborghini, con quien dialogó para constituir su propia obra, fugó hacia un anarquismo inorgánico y luego a la mística final en Brasil, donde participó activamente en el culto de Santo Daimé y la experimentación con ayahuasca. En gran medida, la filosofía política de Néstor Perlongher fundó una izquierda libertaria en la Argentina, prácticamente inexistente, frente al fascismo de las izquierdas locales y el reformismo peronista, pero también esquivó las versiones del anarquismo local, vía Martínez Estrada o incluso Borges. 

La prosa de Perlongher es un lujo embarrado, algo conocido en el sur del Gran Buenos Aires. En un ensayo extraordinario como La prostitución masculina en San Pablo (1987) lee a Gilles Deleuze y Félix Guattari bajados a la figura del miché (chongo, homosexual masculino) brasileño. Allí, en ese verdín callejero, el fango, lo movedizo, encastra ese doble registro de la ensayística perlongheriana: la prosa clásica y certera junto al preciosismo neobarroco. Perlongher comenta en una entrevista: “A partir del momento en que salgo de Argentina, noto que me voy artificializando, entrando más en un barroco más barroco”. La fuga también es una forma de combate, decía Deleuze, y en Perlongher ello es palpable a través de las vigas porosas y húmedas de su estilo alambicado, otra forma de guerra interna y externa. 

Fue Perlongher un hijo de mayo del ’68, de esa nueva izquierda, crítica con el totalitarismo normalizador del stalinismo y el castrismo: homofóbicos, familiaristas y puritanos. De la matriz de Literal, aquella revista de Lamborghini, García y Gusmán, podemos ver su épica mugrienta y brillosa e intelectualmente impecable. Por un lado, la segunda recepción, post-psicoanálisis lacaniano, es decir, las lecturas de Néstor de Foucault, Deleuze y Guattari, y, por otro, los movimientos de contestación contraculturales. El ensayismo en Prosa plebeya es el pasaje de ese “eros violento” que hay en Lamborghini a un pensamiento más amoroso y epidérmico. Esa pulsión enceguece del mismo modo que enloquece la lengua. Esa escritura desestabilizada por el deseo hace el enchastre, el menjunje de jerga lumpen y construcción psicológica, alta filosofía y referencia de “loca”. Es en Perlongher donde por primera vez en el plano local se pasa de la concepción de deseo psicoanalítica (como carencia) al deseo deleuziano (como producción, exceso, desborde). Por ello su ensayo es de un vitalismo estético que, como él decía, buscaba “captar intensidades”. Esa escritura descolocada, en devenir, nos remite a las hablas prostibularias del Plata, a lo bajo que se ensambla con lo complejo.

En ese sentido, si Lamborghini “transexualizó” la escritura, Perlongher le dio manierismo en –por usar un concepto de Gilles Deleuze– su “devenir-mujer”. El fin de la homosexualidad que el poeta neobarroco explayó era, en rigor, el arribo de la normalidad. O bien: la integración que siempre rehusó. Por ello, Perlongher puede ser visto como el primer pensador queer en Argentina. Los nuevos modos de vida, la anormalidad buceada es lo que hizo de su enclave predilecto a la figura poética de la travesti. Lo exagerado, el discurso marica como escarapela frente a la homosexualidad light, vulgar, consumista, capitalista. Desde las Indias, el travestismo fue una fuerza crítica y de contraconquista a los europeos, así lo marcaba Severo Sarduy. 

El ethos barroco de Perlongher, está visto en sus ensayos, es de una energía desbordante. Ese frenesí (título de un poema) es la producción deseante del neobarroso rioplatense, no sólo como poética sino como pensamiento del sur, ontología desprolija. Encalla en esa acumulación blanda y sucia, culta y coloquial, esa mixtura bastarda del negro, el indio, el groncho, el grasa, el “cabeza”, el español, el italiano. Ese pasaje también se ve en la fuga de Néstor hacia una política “negra”: de su trotskismo inicial al anarquismo místico y nómada del candomblé, el éxtasis. Esas micropolíticas hicieron de Perlongher el emblema de la posición radical del ensayo sobre el deseo en la Argentina. No se puede escribir sobre el cuerpo y los márgenes institucionales sin dialogar con Néstor. Esas políticas contraacadémicas implicaron una filiación que aún reclama mayor construcción. En su instancia poética están a salvo, pero en su pensamiento filosófico y antropológico aún permanecen deshilachadas, sin tantos interlocutores con ganas de reinventarlas en estos tiempos. Vale decir, el ensayo callejero de Perlongher aún tiene cierta orfandad local, no así en Brasil, donde adquiere mayor reconocimiento. Acá es el gran poeta neobarroco, pero no tanto el enorme ensayista que salta a la vista que es. Las razones: aquí todo discurso que evada la victimización o la demanda estatista parece entrar en un agujero negro, una incorrección, un desvarío, un limbo, en la banquina canónica. Quizá es mejor, lo paralelo es donde fluye con fortaleza una ensayística sobre el hedonismo y el cuerpo celebrado con alegría. 

En diálogo con Félix Guattari en Brasil, Perlongher daba cuenta de la “negritud” que atraviesa todas las razas o la “homosexualidad” que enlaza todos los sexos. En cierto modo esa expresión daba cuenta de reproducir o no determinaciones subjetivas dominantes. Es lo que procuró en su breve y fulgurante vida: 43 años. La analítica de las formulaciones del deseo en el campo social es el legado del Perlongher conceptual. Esa forma adquiere su transcripción en un estilo juguetón, vital, sin costuras, pero con breteles (palabra remanida en sus poemas) caídos. El ensayo desde Perlongher le da ese tono: “A medias entre Florida y Boedo, nos situaremos”, declaración de principios de ese borgismo plebeyo, esa superficie del pliegue que toma armas de varios mencionados, como Osvaldo Lamborghini. Acá fue lo vibrante libertario en sus gamas y su estilo: el derroche de palabras de modo impune, el placer de patearlas, manotearlas, escupirlas, libarlas, penetrarlas. Ningún populismo: ni el realismo quejoso tanguero ni la derecha liberal de Sur. El Riachuelo glam, entonces. Ese linaje del sur, que Perlongher abrió, dio luz a muchos. 

Cito de Austria - Hungría: “Por qué seremos tan despatarradas, tan obesas/ sorbiendo en lentas aspiraciones el zumo de las noches/ peligrosas/ tan entregadas, tan masoquistas, tan/ –hedonísticamente hablando–/ por qué seremos tan gozosas, tan gustosas”. Esa presunta interrogación siempre queda abierta y es lógico: su homenaje, como todo barroco desde Quevedo, fue a la rosca del ano como máquina política –tal como decía Guy Hocquenghem. Perlongher chapotea en ese río color león; ese chorreo, que le gustaba, hizo de su ensayística algo único y que amerita ver su búsqueda de placer como lo que siempre es: lo amoroso que desactiva el poder.