CULTURA
Ideas y creencias II

Cioran y el breve fulgor del rayo

La reciente edición española de los diarios completos de Cioran permite volver a la mirada al gran maestro rumano del pesimismo, imbatible esteta que no sólo enriqueció la lengua francesa con un estilo delicado y original, sino también enseñó que, pese a nuestra triste condición mortal y falible, también somos susceptibles de encarnar la lucidez y la belleza.

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Desencanto que hierve. Como escritor del pesimismo porfiado, Cioran representa el agobio existencial de la posguerra. | cedoc

El rey Midas se interna en el bosque. Quiere cazar, no a un animal sino a la sabiduría. Persigue al sabio Sileno, el acompañante de Dioniso, dios griego del éxtasis y el desenfreno. A él quiere preguntarle qué es lo mejor para el ser humano. Sileno, al fin atrapado, contesta la pregunta: lo mejor para ti es no haber nacido. No ser. Ser nada. La llamada “sabiduría del Sileno” en el capítulo III de El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche. Matriz de una idea que exhala desazón, como los aforismos de Emil Cioran.   

 En 1952, hace setenta años, Cioran publicó Silogismos de la amargura, ejemplo de su obra en la que siempre vuelve sobre un tema único, expresado en las variaciones de sus aforismos: la maldición de existir, del haber nacido.   

Desencanto que hierve también en Breviario de la podredumbre (1949); La tentación de existir (1972); Del inconveniente de haber nacido (1973); La caída en el tiempo (1977); o Ese maldito yo (1986).   

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Para Cioran, más allá de la imagen bíblica, la caída es conciencia de la falsedad de las grandes promesas de la religión o la filosofía optimista. Así asegura que “todos los seres mueren, sólo el hombre está llamado a caer”.   

Como escritor del pesimismo porfiado, Cioran representa el agobio existencial de la posguerra. En 1946, en El existencialismo es un humanismo, Sartre pretendía esculpir la propia persona mediante la libertad como obligación de elegir, como superación del sinsentido de la existencia. Mientras tanto, el rumano Cioran, llegado a París en 1937, denunció el vacío del existir; y se consagró a la escritura desde una vida de austeridad espartana, y el desinterés por el eco de sus propias palabras. Por largos años, vivió en una modesta habitación cerca del teatro Odeón.   

Cioran nació en una aldea de Transilvania, en 1911. Hijo de un padre cristiano ortodoxo, en su infancia convivió feliz con montañas y ríos salvajes, y vientos impregnados con el sabor a hierbas y rocas. Solo en sus recuerdos infantiles las nubes oscuras no acribillaron la luz.    

Una de las fuentes de su pesimismo brotó del insomnio. La privación del sueño llevó a Borges a imaginar Las ruinas circulares; y para el rumano, que terminó escribiendo en francés, y que admiraba al argentino, y lo mismo que para él: “la vida sólo es posible si hay olvido”.  La vida es soportable por el sueño porque “cada mañana, tras una interrupción, comienza una nueva aventura”; pero “el insomnio, sin embargo, suprime la inconsciencia, obliga a 24 horas diarias de lucidez”, dijo en una conversación con el filósofo también rumano Gabriel Liiceanu. 

La lucidez sin sueño es la que ve los reptiles de la nada inyectando su veneno por doquier. Desde allí, el pesimista incansable, a su vez voraz lector, afinó parentescos intelectuales con Nietzsche, Schopenhauer, Dostoievski, León Chestov,  sin despreciar a Bergson, Hegel y Husserl, o Shakespeare; y otros a quienes rinde homenaje exquisito en Ejercicios de admiración y otros textos (1986). Y Cioran como los estoicos o los epicúreos, valoró la filia, la amistad, que sostuvo especialmente con sus compatriotas Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones, y Eugène Ionesco, el dramaturgo de Rinoceronte y La cantante calva.   

En su juventud, en su paso por Bucarest y Berlín, alguna ráfaga fascista rozó sus hombros, pero solo como una creencia fugaz, espuria. De ahí su afirmación de que, en su madurez, ya estaba “inmunizado contra todos los credos pasados, contra todos los credos futuros”.    

Y si nacer es un error, lo mejor es la negación de la reproducción. Su creencia gnóstica en El aciago demiurgo (1974). El demiurgo es el falso dios, identificado con el Yahvé bíblico,  denunciado por los gnósticos, religión del siglo I dc. El demiurgo es el que, desde su maldad, aprisiona al alma humana en el fango de la materia y el cuerpo, a diferencia del Dios gnóstico que concede el conocimiento (gnosis) para liberarse de este mundo de engaños y dolor.    

Desde la mentalidad gnóstica, Cioran incentivó su antinatalismo, la postura filosófica, demográfica y política renuente a la procreación y nacimiento de nuevos seres humanos destinados, según está posición, al sufrimiento y la confusión.   

Para Cioran, el pensar lúcido es la pesadilla que no canta paraísos. Por eso, su deber es proferir “silogismos de la amargura”. Lo silogístico aquí no es rigor lógico aristotélico; no es el enlace deductivo de premisas a conclusiones, sino aforismos que destruyen las ilusiones cómodas.   

La amargura que piensa es la que no pasa de largo ante lo absurdo que horada la vida. Desde esa actitud, Camus apeló a Sísifo. El griego del mito intenta subir por una cuesta una roca que siempre se le escapa; y, entonces, debe empezar de nuevo su escalada. El personaje mítico continúa, no claudica, aunque esa insistencia sea absurda.     

Por su parte, como pensador de su tiempo, Cioran representa el cansancio ante los viejos ídolos, los de la fe y la iglesia, o los del culto moderno y secular de la “diosa razón”. Se empecinó en exaltar la caída. Las ruinas. La asfixia. Ante esto, la única salida sería el suicidio. Pero lo que lo libró de esa decisión final fue la paradoja de que su descreimiento nihilista no le impidió creer en la expresión artística de la palabra, y en la seducción irresistible de la música. Por esto último, en Silogismos de la amargura, Cioran le dedica una sección a los bellos sonidos.   

Pasolini increpaba la sociedad materialista del consumo, pero desde el deseo de una espiritualidad perdida. En su caso, Cioran, gritaba contra el vacío y la nada. Pero al mismo tiempo percibía que alguna forma de lo espiritual subsiste en el poder musical: “Si alguien debe todo a Bach es sin duda Dios”; o “¿para qué releer a Platón cuando un saxofón puede hacernos entrever igualmente otro mundo?    

El hechizo de lo musical no suprime el sentimiento de vivir en pérdida, o encerrado en nuestro lenguaje y sus límites; pero devuelve al ensayístico rumano una sensación de lo eterno, y de olvido del miedo a la muerte. Por eso “hubo un tiempo en el que no logrando concebir una eternidad que pudiera separarme de Mozart, no temía la muerte. Lo mismo me sucedió con cada músico, con toda la música”.   

Las alas de la música no se quiebran aun para el existencialista desesperanzado. La duda es sospecha de las supuestas verdades, pero cuando esa duda mancha el vuelo del sonido es culpa a redimir aun por la muerte; de ahí que Cioran exclame: “¡cuánto me gustaría morir por la música, por haber dudado de la soberanía de sus hechizos!”.   

La idea de la soberanía musical, su ser libre de la nada o de la desesperación. Y aun cuando hoy la música pueda ser compuesta y ejecutada por inteligencia artificial en la sociedad de la cuarta revolución industrial de la digitalización y la automatización, el sonido conserva su fuerza otra. Que ayudó a Cioran a soportar su amargura, expresada por pensamientos breves e intensos, como el fulgor del rayo.