CULTURA
Entrevista a Ricardo Romero

El suspenso como experiencia

Es uno de los escritores argentinos con mayor proyección internacional. Ostenta una obra sólida y alucinada en la que los personajes, que tarde o temprano fracasan, se constituyen a partir de una de las pocas cosas en que confían: la intuición. En Yo soy el invierno, su última novela recientemente publicada en nuestro país –primero se editó en Francia–, Romero vuelve a construir un personaje de este tenor y compone una historia policial pura y dura que amenaza con convertirse en una pieza medular dentro del género en nuestro país.

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Ricardo Romero. | Néstor Grassi

Existen pocos autores, en la literatura argentina, que trabajen tan bien los personajes como lo hace Ricardo Romero. De hecho, los trabaja tan bien que muchas veces termina sucediendo lo mismo que en la vida “real”: cuanto más los conocemos, menos los entendemos. Incluso ni ellos mismos se entienden. O hay un momento en que dejan de entenderse. Es lo contrario de lo que planteaba Borges: no se trata de personajes que comprenden de una vez y para siempre quiénes son. Se trata de personajes que, en todo caso, están atravesados por una conciencia más bien socrática: entienden, de una vez o de muchas veces –y quién sabe si para siempre–, que lo que entienden del mundo, de sí mismos, es en realidad muy poco, y eso poco que entienden –la cosa va de Sócrates a Gorgias, de Gorgias a Beckett– ni siquiera lo pueden comunicar.

Por eso fracasan, tarde o temprano, en casi todo tipo de vínculos. En general son personajes solitarios que vienen de familias rotas y avanzan a tientas, sin ayuda de nadie, a partir de una de las pocas cosas en las que confían: la intuición.

Así, en Yo soy el invierno (Random House), novela que ganó el premio del FNA en 2017 y que recién ahora se publica en Argentina –primero se editó en Francia–, Romero vuelve a construir un personaje de este tenor y compone una historia policial pura y dura, sin la hibridez genérica que caracteriza a buena parte de su obra.

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La trama, que pareciera emanar del personaje –y no al revés–, se articula en torno a El Pampa, un joven policía al que mandan a un pequeño pueblo cercano a Trenque Lauquen, donde al poco tiempo ocurre un hecho trágico. Cerca de la laguna, aparece una chica muerta, colgando de un árbol. El Pampa la descubre en uno de sus patrullajes, pero decide no informar el hallazgo y se pone a investigar por su cuenta, no se sabe por qué (ni él mismo parece saberlo).

Desde una de las mesas del fondo del bar Británico, Romero dice que, al momento de escribirla, tenía en mente varios femicidios resonantes, entre ellos el de Ángeles Rawson, y que uno de los elementos que más lo perturbaban era que en un principio había un relato periodístico que buscaba razones dentro del espacio cercano de las chicas.

—Entonces se armaban relatos donde de repente las culpas y las causas eran visibles y estaban ahí cerca. Pero después terminaban siendo mucho más aleatorios, violentos, trágicos, sobre todo por la aparición de esta figura del azar, que anula esos relatos.

—Eso es más terrorífico.

—Sí, porque las explicaciones posibles en general nos tranquilizan. Y me parece que uno de los elementos que el policial tiene que revisar es ese: su relación con la verdad. Si uno va a la novela negra, no es que la novela negra haya renunciado a la verdad. En general, la verdad dramática o argumental del texto el lector puede creerla. Lo que eso no trae es justicia. Pero sigue habiendo una verdad que es tranquilizante. Es decir, el mundo es injusto, el mundo es tremendo, pero yo sé cómo es el mundo. A mí lo que me interesa, y me parece que la ciencia ficción o el terror lo plantean muy bien, es trabajar a partir de una indeterminación: yo no sé cómo es el mundo, no tengo idea. Tengo sensaciones, intuiciones, y hago lo que puedo...

—En muchas de tus novelas esa opacidad se advierte enseguida, y además se nota que hay un gran laburo en la construcción de los personajes. Cuando uno te lee, da la sensación de que el personaje es lo que te surge antes que todo, como pasaba con el escritor belga Simenon, que decía crear primero el personaje y luego añadirle la contingencia. ¿Es así?

—En realidad, a veces pueden aparecer otras cosas. Pero los personajes para mí son la guía que necesito para empezar a recorrer el mundo que la novela va a proponer. Y me interesan mucho los personajes que, desde sus soledades, sus marginalidades, sus impericias para relacionarse con las verdades de este mundo, pueden recorrer el lado oscuro de esas construcciones sociales o culturales que son “las verdades”. Ellos incluso ni siquiera se pelean con las verdades. Simplemente las ignoran o las cuestionan, pero desde su existencia misma. No es que las cuestionan desde una lógica racional. No tienen elementos para creer en casi nada. Hacen lo que pueden, construyen a medida que avanzan, y me parece que eso hace que sean mucho más orgánicos e impredecibles incluso para mí. En la escritura suelen pasar cosas que yo no estoy digitando a partir de un argumento sólido que me lleva a uno u otro lugar. Para mí, ese es otro problema a revisar en los géneros, que es la idea de que los géneros son predominantemente argumentales y los personajes son funcionales a una trama que cuanto más original, mejor.

—También está esa idea de que los géneros no se ocupan mucho del lenguaje, pero en tu caso hay un trabajo muy cuidadoso en ese aspecto, una poética del detalle que no es tan común, y por otra parte también hay un trabajo muy intenso con el suspense, que es un procedimiento que en esta novela llevás al extremo. Uno agarra el libro con la idea de leer dos o tres capítulos y termina leyendo seis o siete para ver si se resuelve algo. ¿Por qué le hacés esto al lector?

—No es que estoy retrasando el suspenso. Es que estoy habitando las escenas y los momentos de cada personaje con mucho detenimiento. Quiero quedarme ahí, ver qué pasa, qué sienten. Y además me parecía importante armar el montaje con el pasado de los personajes...

—Eso hace que tu novela sea una novela lenta, pero “lenta” en el buen sentido, en un sentido faulkneriano. En los últimos años nos acostumbrados a las narraciones aceleradas y usualmente leemos la lentitud como un defecto, cuando no tiene por qué ser así, ¿no? 

—Por supuesto. Además, ¿lentitud respecto a qué? ¿Cuál es la velocidad estándar? Para mí, cada texto propone un ritmo y ese ritmo a quien lee puede parecerle lento, o rápido, y eso tiene que ver con la experiencia de lectura. Para mí el texto es moroso, por eso de habitar mucho las escenas, pero al mismo tiempo el hecho de que esté escrito en capítulos muy cortos también da otro tipo de agilidad. Entonces, son elementos que se equilibran. Pero volviendo a lo de antes, quiero decir que a mí me interesa el suspenso como una puesta en pausa de la verdad. En todo caso, el suspenso es una experiencia que tenemos que transitar y que no nos garantiza que va a haber una resolución. A mí me interesa el suspenso como experiencia, no como parte de un camino hacia la verdad. Si se quiere, la novela tampoco es que te propone una resolución. Hay hechos que se resuelven pero, ¿llegamos a entender realmente qué pasó, o a comprender las motivaciones de los personajes? Los hechos están, pero lo que significan no lo sé. 

—Recién decías que te parecía importante armar el montaje con el pasado, y creo que ese es otro elemento faulkneriano de la novela: la concepción del pasado como aquello que le da forma al presente y que, por lo tanto, se impone todo el tiempo. Esto también tiene que ver con lo que estábamos hablando sobre la lentitud. Kundera, justamente en “La lentitud”, dice que el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria. Supongo que estarás de acuedo con eso.

—Sí, recién te dije que la lentitud siempre se da en relación con otra cosa. Puede darse en relación con una velocidad estándar, pero también se puede pensar en relación con una dirección. ¿Adónde suponemos que está yendo este texto? Si va al futuro, claro, la memoria ralentiza. Pero si el futuro no es la dirección obvia del relato, la memoria también implica un avance. Nos da elementos para entender lo que está pasando en el presente narrativo del texto. Las direcciones obvias y lineales son más bien una trampa. O antes que una trampa, una convención que necesitamos para entender, para convivir, para sobrevivir. Pero esa convención muy rápidamente se transforma en trampa.

—El espacio, el entorno, otra vez vuelve a ser muy importante. Es casi un personaje más, como pasaba también en “Big Rip” o en “La habitación del presidente”, y en este caso pareciera oscilar entre lo bucólico y lo ominoso.

—Sí, la verdad es que también es un punto que me interesa, el clima, la atmósfera, el paisaje...

—Son determinantes para los personajes.

—Es que eso va de la mano. No puedo pensar el personaje aislado de su entorno. Su entorno lo define y él también define su entorno.

—Y el entorno en este caso es un pueblo apócrifo de la región pampeana. Últimamente son muchas las ficciones que transcurren en lugares así. ¿A qué atribuís este interés por lo rural, y más concretamente por la Pampa Húmeda?

—Yo creo que es un poco apropiarse de nuestro territorio. Es más llamativo cuando leés algo de La Pampa pero, ¿cuántas ficciones pasan en Buenos Aires? No contás las que pasan en Buenos Aires.

—Esta novela que se publica ahora la escribiste hace unos años. Lo último que escribiste, si no recuerdo mal, es “Big Rip”. ¿Qué viene después de escribir una novela de mil páginas? ¿Qué más hay luego de eso?

—Ahora estoy laburando lo más parecido a una historia de amor que puedo escribir yo, y no sé qué quiere decir eso. Pero, para responder a tu pregunta, en realidad se juntan varias cosas. La última revisión que yo hice de Big Rip fue el mismo mes que Victoria quedó embarazada. 

Y al tiempo vino Fermín. Entonces, no solo es escribir después de Big Rip, sino que es escribir con Fermín, que me ha implicado toda una relocalización de pulsiones y de energías que estoy todavía descubriendo.

—Supongo que no debe ser casual que lo primero que escribís después del nacimiento de tu hijo sea una historia de amor.

—Por supuesto, los dos tienen mucho que ver, tanto Fermín como Victoria.

—¿Y va a ser otra novela extensa?

—No, no sé si va a llegar a las doscientas páginas.

—Decís doscientas páginas como si fuera algo insignificante. Pero es cierto: en tu literatura vos necesitás la extensión. Tu poética, por así decir, requiere de muchos caracteres.

—Sí, incluso cuando la extensión propone el fragmento. Me interesa, y esto quizá viene de Big Rip, permitir que el texto se contradiga. 

Que no haya una versión definitiva de los personajes, ya sea que estén en primera persona o en tercera, no importa. En primera es más fácil que se contradiga. Es un personaje hablando y a veces piensa una cosa y otras veces, otra.

—Por cierto, pareciera estar de moda la primera persona, ¿no?

—A mí me gusta mucho la tercera, me da mucha libertad para moverme. La primera te permite ir y venir, porque estás en la conciencia del personaje, pero al mismo tiempo te ata a esa conciencia, salvo si hacés una novela coral.

—¿Por qué pensás que últimamente casi todos escriben en primera persona?

—A mí no me genera tanta curiosidad por qué se escribe tanto en primera persona sino por qué se escribe tanto en presente. Es algo que veo mucho en las clases que doy en la UNA [Universidad Nacional de las Artes] y me parece que es un rasgo de época. 

El otro día veía un videíto de Aira hablando mal de la escritura en presente, y a mí no me parece que esté mal.

—¿Y a qué atribuís esa tendencia?

—Creo que hay una sensibilidad de época y una sensibilidad con el pasado. Si uno dice: “Voy a contar una historia”, la contás en pasado. 

Contás una historia que ya terminó. Pero de repente si la contás en presente, lo que estás haciendo no es contar una historia sino transitar una historia. 

Y de alguna manera pareciera que nosotros desconfiamos más de los pasados, de las historias cerradas, y necesitamos más ese tránsito. 

Digamos que es un tipo de experiencia que podemos recorrer con más convicción. Y por otro lado, también está eso de que lo que no es en el presente no existe, que por ahí sí es un rasgo más neurótico de las generaciones que están escribiendo ahora.

—¿Y qué otras cosas ves como profesor de Escritura Creativa en la UNA?

—Yo creo que un elemento muy recurrente es trabajar con materiales autobiográficos.

—Las escrituras del yo...

—Sí, pero no es una escritura del yo “palermitana”. Son recorridos que intentan dar cuenta de determinadas experiencias vitales, muchas atravesadas por preguntas de género o de identidad. Cuando digo “palermitana”, me refiero al que ya sabe quién es. Me parece muy interesante y honesto ese recorrido. 

Y después están quienes se proyectan hacia el trabajo con la imaginación, y esa imaginación en general la veo yendo hacia géneros como el terror, el fantástico o la ciencia ficción, que parecieran brindar más aperturas para pensar ciertas cosas que les preocupan a las personas que escriben.

 

El Pampa

Por Ricardo Romero

Aunque sabe que van a llegar, aunque incluso las busca, las lágrimas siempre son inesperadas. El suboficial ayudante Pampa Asiain se sorprende como si las lágrimas fueran algo ajeno a su cuerpo, y entonces siente un escalofrío y sigue cantando. Toca la guitarra con un rasgueo un poco torpe y sigue cantando.

El lugar elegido es uno de los enormes silos abandonados del viejo Molino Sáez. Un asteroide de metal secreto, de atmósfera secreta, erguido y sostenido por la herrumbre en plena llanura, junto a otros dos. Ahí adentro, el joven suboficial ayudante se mueve con sigilo, como si tuviera miedo de levitar. Ha improvisado en el centro un asiento con escombros y un atril para la revista con las partituras. Dentro de la estructura tubular del silo, la luz es azul siempre, incluso en las noches.

El Pampa Asiain toca la guitarra y canta dentro del silo. No sabe cuándo fue que decidió que quería aprender a tocar la guitarra. Sabe, sí, cuándo empezó a hacerlo. Fue después de salir de la Escuela de Policía, hace unos dos años, pero eso le parece poco cierto. Hay algo en esto de tocar la guitarra que le resulta remoto, y entonces se confunde, se deja confundir. Para él empezó cuando le vinieron las ganas, y eso fue hace mucho. No sabe cuánto. Y nadie podría ayudarlo a recordar, porque nadie sabe que lo hace. Ni siquiera Parra, su compañero del destacamento. Después de salir de la Vucetich de Olavarría, ya de vuelta en el pueblo antes de que lo destinaran a la Patrulla Rural de Monge, compró una revista con instrucciones para aprender a tocar la guitarra y la leyó sin entender, en la soledad del deseo, hasta que los signos empezaron a tener sentido. Cuando estuvo listo, robó de la casa de su madre la vieja guitarra que había sido de su padre, y que desde que podía recordar estaba envuelta en una cobija, apoyada en un rincón. Si alguien supiera esto último podría pensar que se trata de algún intento vano de acercarse a la memoria filial, de recuperar algo de ese padre perdido. Pero el Pampa Asiain tiene bien claro que eso no le interesa. Que su padre está bien donde está, muerto y olvidado. Todo lo olvidado que se puede olvidar a un muerto. Durante mucho tiempo su padre solo fue una forma del miedo que apenas percibía en los ojos de su madre cuando tenía la mirada perdida. Y ahora ella también está muerta. Todo lo muerta que puede estar alguien que no será olvidado.

El Pampa toca y siente cómo le vibra la garganta mientras la voz sube y baja por la melodía. Cuando comenzó a tocar se dio cuenta de que también quería cantar, y eso lo alarmó. Le pareció excesivo. Le pareció mentira. Su voz estaba ahí, surgía como si nunca antes hubiese sido usada. El Pampa es un guitarrista mediocre pero es bastante mejor cantor. Lo sospecha aunque no puede estar seguro, porque es muy difícil escucharse. O al contrario, se escucha demasiado, su voz reverberando en las paredes combadas y altas. Más de una vez estuvo tentado de grabarse, pero no se ha animado todavía, y si se animara tampoco sabría cómo. Y entonces se limita a hacer lo que hace. A tocar las cinco canciones que ha aprendido. A tocarlas y cantarlas en secreto.

El Pampa Asiain toca la guitarra y canta en uno de los silos del viejo Molino Sáez. Viniendo de la ruta desde Trenque Lauquen, pueden verse, hacia el Norte, tres centinelas de metal que arden en el horizonte durante todo el día, y que, por la noche, arden también, pero de otra manera. El Pampa Asiain toca la guitarra y canta en el silo de la izquierda, mirando desde la ruta. Ahí su voz resuena de una manera sobrenatural, y el Pampa Asiain, asustado y conmovido, lagrimea un poco mientras lo hace.

*Extracto de Yo soy el invierno (Random House, 2023).