Luis Gusmán, narrador de vasta trayectoria, creador de personajes con vivencias ancladas en el suceder argentino, es, lo fue siempre, un lector voraz de la literatura universal. Flechazo, su último libro, es el testimonio de esta doble, imprescindible, cualidad inherente en la constitución anímica e intelectual de un escritor: primero se lee, luego se escribe. Con el paso del tiempo, leer y escribir conviven en transparente armonía de lucha y desacato entre la voz propia y las voces fantasmales escondidas en el papel leído, releído, a veces subrayado, casi nunca ignorado, que dan cuenta del confort literario donde habita el buceador de los cuerpos aún invisibles, carentes de tinta sangrante, necesitados de esa expansión imaginaria y material de las palabras inscriptas finalmente en esa devoción, el libro.
Flechazo es el testimonio de un lecto-escritor; no es un manual ni pretende consolidar un modelo o canon estético que aplauda o prescriba determinado estilo o vana misión cultural o política que se quiera adjudicar a la literatura. Son tantas y variadas las voces que transitan en sus más de 200 páginas (Gusmán no vacila, felizmente, en intercalar párrafos extensos de los autores elegidos), que ningún disciplinamiento académico encontrará un lugar donde cavar una estructura dócil a sus requerimientos de orden y majestad administrativa sobre la tumultuosa expansión de lo escrito. En este sentido, Flechazo es un libro para el goce natural, me atrevo a decir que necesario para todo aquel que se inicia en la aventura de leer, acaso también de escribir, con el único propósito de viajar hacia parajes desconocidos donde habita la muchísima variedad de lo humano.
La prosa de Luis Gusmán se comporta en este libro con la respetuosa abstinencia de cualquier exceso, desmesura o vanagloria de estilo. Ha recibido el flechazo, es el hechizado por la magnitud de las voces que forjaron su vida de escritor. Su función es relatar, poner en escena el tránsito de personajes que fueron tomados por el bien, por el mal, por las aventuras y desventuras del amor, por la desgarradura que produce la muerte de un ser querido.
Ni siquiera adjetiva sus momentos de aparición, como en este fragmento inicial de su recorrido: “En la película Kaos, de los hermanos Taviani, basada en un cuento de Pirandello, hay una escena final donde Pirandello vuelve a Sicilia, a su casa natal. Cuando entra, la infancia perdida se le viene encima con todo el peso de la memoria. Su madre, muerta hace años ´se le aparece´. Él abre una ventana. Junto con la luz entra el recuerdo. Mantienen un diálogo. Ella le pregunta si está triste porque ya no piensa en ella. El hijo la mira, y le dice que siempre piensa en ella. ´el problema es que vos ya no me podés pensar´, agrega”.
El relato es ascético, y la emoción, y también la belleza de esa emoción, está únicamente concentrada en el breve diálogo entre Pirandello y su madre ya muerta.
Conmueve pensar en la confesión implícita contenida en este libro. Luis Gusmán, el escritor, es la víctima dignificada por los múltiples, sucesivos, interminables flechazos que le propina su biblioteca. Seguramente, él agradece esta invasión, pero también reacciona y se permite, y reproduzco aquí las lúcidas palabras del autor de la contratapa, proponer “un juego desafiante de memoria e imaginación. ¿Qué pasaría si Oliveira no hallaba a la Maga en las calles de París? ¿Y si Carraway no aceptaba la invitación de su vecino Gatsby? ¿Puede un flechazo empezar con una palabra, como parece ser el caso de Rilke y Tsvetáieva?... ¿Y cuál el último objeto que vio Borges antes de despedirse para siempre de la visión?”
Literatura más literatura, no hay trama previsible ni final necesario para la aventura literaria que Gusmán ha dispuesto para sus lectores en Flechazo. La eternidad, si es que la hay; el vacío, la nada, el sinfín, son abstracciones que nuestro autor puebla de “encuentros, desencuentros, despedidas”, flechazos que van y vienen en encantador murmullo de emociones siempre abiertas a la sorpresa, a la desobediencia, a ese palpitar del mundo que ninguna aberración hará sucumbir, porque el fervor de la literatura, su misteriosa e inclaudicable imaginación, es la osamenta que cuando cae, cae de pie, murmurando alegorías.