CULTURA
aniversario

25 años de "Villa", de Luis Gusmán

A veinticinco años de la primera edición, Edhasa reedita –con prólogo de Jorge Panesi– la novela que luego de una literatura escrita en dictadura, fue la primera que amplió las condiciones de posibilidad para narrar y pensar el pasado.

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Gusmán. El escritor argentino en su casa, y a la derecha, la nueva y la primera edición. | cedoc

Fue en 1988, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Beatriz Sarlo dictó un seminario sobre novelas de la dictadura, con un recorrido amplio y diverso (de Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge Asís a Respiración artificial de Ricardo Piglia, de Cuarteles de invierno de Osvaldo Soriano a Cuerpo a cuerpo de David Viñas, de La casa y el viento de Héctor Tizón a Composición de lugar de Juan Martini, del Vuelo del tigre de Daniel Moyano a Glosa de Juan José Saer) y un abordaje crítico tan lúcido y tan riguroso como ella misma.

Al cabo, contábamos con un mapa razonado de las modulaciones posibles entre ficción y política: testimonio o ciframiento, realismo o alegoría, picaresca o radicalidad formal. Y también, por eso mismo, algo así como un panorama de las coordenadas con las que hasta entonces se había podido narrar (es decir, pensar) la dictadura militar argentina, durante su transcurso o inmediatamente después, desde la oscuridad del país o desde el desgarramiento del exilio: las condiciones de posibilidad para narrar (es decir, pensar) que se habían ido dando o generando a través de esas distintas novelas, según las coyunturas, según las perspectivas.

Era el año 88: no había pasado tanto tiempo desde el restablecimiento de la democracia; no obstante, ya habían ocurrido los juicios a las juntas militares y ya luchábamos en las calles contra las subsiguientes leyes de impunidad, pues la primavera democrática iba virando hacia su otoño o hacia su invierno austral. Esas condiciones de posibilidad para narrar y para pensar un pasado van cambiando según las circunstancias de cada presente, pero puede ocurrir también que un texto de excepción aparezca y las transforme. Es lo que ocurrió con Villa de Luis Gusmán en 1995 (no tantos años después, pero en un contexto distinto: el país de los indultos de Menem, la insistente invitación a la amnesia, la pretensión de que la frivolidad nos hiciera invulnerables).

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Gusmán aportó una visión diferente. Por lo pronto, una inscripción cronológica determinante: la muerte de Perón, el imperio del lópezrreguismo, y sólo después el golpe de marzo del 76. Es decir, aquello que, precediendo al terror, ya era el terror, ya fue el terror. Bajo ese encuadre en el tiempo, por demás medular, Villa abrió un campo de interrogación en otra dimensión de la política, no siempre reconocida como tal: la de los dispositivos de poder en el nivel de su capilaridad, en lo más concreto de su microfísica. Villa es una novela que puso el foco en “el sistema jerárquico de dependencias infinitas”, según lo definió Jorge Panesi; en su “máquina burocrática” de jefaturas y subordinaciones, de mandatos y obediencias. Gusmán definió en el texto un concepto decisivo, el de “mosca”: “Un mosca es el que revolotea alrededor de un grande”. Y en función de eso, esta declaración del propio Villa: “No me gusta dirigir, prefiero estar al lado de un grande y ser su hombre de confianza”.

Con Villa, Gusmán propuso una figura compleja y crucial: la del subalterno con poder. La del que, siendo mosca, es decir, siendo sumiso en el acatamiento al que ordena, tiene poder sobre los cuerpos, incluso sobre la vida y la muerte. Es médico y, como tal, detenta un saber sobre los cuerpos; saber muy útil en las torturas, donde es preciso no dejar morir. Pero ese poder lo es siempre en función de “un grande”, de una autoridad; es un poder delimitado por otro poder que puede a su vez tambalear y hasta caer. Por eso a Villa, más de una vez, el mundo se le desmorona: “El mundo se me venía abajo”, “el mundo dejaba de ser un lugar seguro”.

Beatriz Sarlo lo caracterizo con precisión en un artículo que le dedicó a la novela en 1996: “No se trata de los grandes criminales sino de la escoria de los requechos”. Y se detuvo con igual precisión en las opacas cualidades de Villa: no es un inmoral, es un amoral; “los hechos le suceden”, es un indiferente. La suya es “la perspectiva de alguien que entiende poco de lo que ve”. Por eso mismo, lo que Gusmán indaga en Villa es el modo en que se activan y funcionan los dispositivos del miedo, de la represión feroz, de la ilegalidad criminal montada desde las instituciones de la ley. No se trata de culpar o de eximir, de justificar o de repudiar; tampoco de calmarse desbrozando dónde está el bien y dónde está el mal. Esas son las coordenadas de una literatura más lineal y previsible en su relación con la política, la que denuncia o pedagogiza o suministra atendibles mensajes. Lo de Villa es otra cosa, más difícil, más interesante: lo de Villa es tratar de entender cómo es que lo inconcebible sucede, cómo es que lo aberrante se admite y hasta incluso se naturaliza. La pregunta determinante no es entonces qué, sino cómo: cómo es que el anodino Villa llega hasta donde llega, hace lo que hace; cómo es que se involucra, a puros golpes de inercia; cómo es que, desde su inconmovible medianía, alcanza la desmesura.

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El frasquito, publicada en 1973, fue el primer libro de Luis Gusmán. En lo irreductible de su experimentalismo, anidaba una premisa: que lo político, en la literatura, no podía sino estar en el lenguaje, pasar por el lenguaje. Sin desistir de esa convicción, se diría que Gusmán (ya con En el corazón de junio, de 1983) fue ampliando la perspectiva: si el objeto de la narración es político, si lo son también sus materiales, una opción no menos intensa se ofrece para la literatura.

Villa avanza en esa dirección, con una impronta “austera y nítida” (de nuevo, Sarlo), abriendo una perspectiva singular para el abordaje literario de los tiempos del terror, de los años de la represión. Una perspectiva que no solamente mantiene su vigencia, sino que sigue siendo estimulante e inspiradora.