En una época en que la pornografía ya no circula de modo clandestino o censurada sino se consume como un producto más de la economía digital de mercado a través de los canales de internet, al menos en las democracias occidentales, la obra de Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814), más conocido como el marqués de Sade, no debería despertar ningún malestar moral. Después de todo, la industria pornográfica ha superado –extraño honor– las peores escenas imaginadas por el marqués en el Siglo de las Luces. Sin embargo, no es así. Todavía el nombre de Sade, quizá porque ha inspirado el término psiquiátrico “sadismo” que designa un trastorno mental, resulta para muchos temible, símbolo de desenfreno sexual, locura, crueldad, violencia y crimen. A decir verdad, quienes tienen esa imagen de la literatura sadeana (no “sádica”) y del propio Sade no están tan errados, solo que confunden al narrador con el autor y a este con sus escritos y, más todavía, a los personajes de ficción con la personalidad del escritor. Es cierto que existe una filosofía materialista y atea del marqués, expuesta sobre todo en La filosofía en el tocador (1795), pero que en principio no difiere de los grandes filósofos del materialismo francés del siglo XVIII –La Mettrie, Helvecio, Diderot y d’Holbach– que influyeron en su pensamiento.
Por otra parte, la obra sicalíptica de Sade, ya que escribió otros libros y piezas de teatro que carecen de esa particularidad, pertenece a un fenómeno literario de su época: la novela libertina. Este movimiento literario, que el marqués lleva a su cumbre, se extiende por Francia aproximadamente desde la muerte de Luis XIV (“el rey Sol”), en 1715, hasta la Revolución Francesa, después de la cual decae. En este período prerrevolucionario del Ancien Régime la aristocracia se entrega al hedonismo y al lujo más ostentoso y, con ello, a todo tipo de excesos y licencias, incluyendo el libertinaje sexual. La novela libertina relata esa libertad voluptuosa y fuertemente inmoral que adopta la nobleza tras su concepción estética de la vida y los códigos galantes. Entre estos novelistas anticlericales y antimonárquicos, exponentes de la Ilustración, se incluyen muchos hoy olvidados: entre otros, Diderot, Choderlos de Laclos, Restif de la Bretonne, Gervaise de Latouche, Andrea de Nerciat, el marqués d’Argens, el conde de Mirabeau, Claude de Crébillon, Guillard de Servigné, Fougeret de Monbron, Pidansat de Mairobert, Pigault-Lebrun, etc.
Respecto de la biografía sexual de Sade, por lo demás, hay más leyendas que pruebas documentales, sin que eso signifique desconocer sus aventuras libertinas, conforme al contexto de libertinaje de la aristocracia de su tiempo. La familia era de una de las más antiguas de la Provenza y la madre era descendiente de los Borbones. En términos generales, se admite que a los diez años el marqués ingresó al liceo Louis-le-Grand y a los catorce a la caballería y, luego, al regimiento del rey. Durante la guerra de los Siete Años alcanzó el grado de capitán de carabineros. De regreso a París, en 1763, cedió, a pesar suyo, a un matrimonio de conveniencia con Renée-Pélagie de Montreuil pactado por las familias. A partir de aquí se supone que inició una vida lujuriosa porque, cuatro meses después de la boda, se lo encarceló en la fortaleza de Vincennes por dos semanas. En 1768 una prostituta lo acusó de haberla flagelado y fue nuevamente encerrado y puesto en libertad al cabo de un mes. Pero en 1772, en Marsella, delatado por varias prostitutas por intento de envenenamiento, el Parlamento de Provenza lo condenó a muerte.
Sade huyó a Italia con la hermana de su esposa. En un breve lapso volvió a Francia, pero fue arrestado y confinado en un castillo, de donde se evadió con ayuda de Renée. Después de un período, consiguió regresar a su castillo de La Coste, y en uno de sus viajes a París, en 1777, fue detenido y encarcelado en Vincennes y trasladado a Provenza. Allí se anuló la sentencia a muerte del Parlamento y se lo condenó por libertinaje a no ir a Marsella por tres años y se lo multó. En el trayecto de retorno a Vincennes el marqués escapó, de nuevo asistido por su mujer, y se instaló en el castillo, donde fue apresado y devuelto a Vincennes en 1779. Tras permanecer allí durante cinco años, se lo encarceló en la Bastilla hasta el 4 de julio de 1789, unos días antes de la toma de la prisión (ya casi vacía) por la muchedumbre. Se cree que el marqués de algún modo provocó el evento. El 2 de julio había gritado por una ventana, a través de un tubo que le servía de orinal, que en la Bastilla se degollaba a los prisioneros. Por ese motivo fue reubicado en el manicomio de Charenton.
En los diez años siguientes Sade recuperó la libertad. Debido a un decreto de la Revolución, que abolió los edictos monárquicos, fue liberado de Charenton en 1790. Libre, debió afrontar severos problemas financieros. Publicó sus obras escritas en la Bastilla, estrenó algunas piezas de teatro en París y participó de la sociedad revolucionaria de la sección de Piques. Posiblemente a causa de oponerse a la pena de muerte en pleno terror jacobino o por la publicación de forma anónima (aunque se le adjudicó de inmediato) en 1791 de la escabrosa novela Justine o los infortunios de la virtud (o por las dos cosas), en 1793 fue encarcelado por un año. Bajo el Directorio se alejó de la actividad política y en 1800 publicó Zoloé y sus dos acólitos, una novela que satirizaba a Napoleón y Josefina. El marqués fue arrestado en la casa del editor en 1801 y encerrado en la cárcel de Sainte-Pélagie, transferido como demente al Hospital de la Pitié-Salpêtrière y finalmente al manicomio de Charenton, en el cual murió luego de haber sufrido prisión durante veintisiete años por delitos inciertos.
La reivindicación de Sade comienza con la reedición de su obra por parte del poeta y crítico Guillaume Apollinaire, quien lo bautizó como el “divino marqués”, a principios del siglo XX y después se continua –aparte de la celebración de los surrealistas– hacia los años 50 a través de los estudios, ya clásicos, de Pierre Klossowski, Georges Bataille, Maurice Blanchot, Roland Barthes y Simone de Beauvoir. También Jacques Lacan, Octavio Paz y Michel Foucault consideraron la obra sadeana como uno de los hitos de la modernidad. Sin duda, el marqués constituye uno de los grandes ilustrados del siglo XVIII (de ahí el écrit de Lacan que lo relaciona con Kant) tanto por el racionalismo como por la crítica absoluta que ejerce sobre la religión en la mayoría de sus obras. Mejor dicho, para Sade, el cristianismo es la antípoda de la filosofía materialista en que se inspira y, en consecuencia, una ilusión funesta, una falsedad, la negación más extrema del placer sexual y de la libertad política. Sin embargo, no propone un humanismo al modo de la Ilustración, sino la naturaleza como fundamento del mundo y respecto de la cual los hombres no son más que juguetes sexuales, agentes de una fuerza ciega y destructiva.
En La filosofía en el tocador –una novela escrita en diálogo– el filósofo libertino Dolmancé –un experto en placeres y perversiones sexuales– encarna un monstruo que aparece cuando se derrumban todas las normas y prohibiciones impuestas por la moral y la religión, y sólo se mantiene en pie la razón dirigiendo la orgía. La apatía del libertino sadeano (rasgo que remite al cinismo y estoicismo antiguo) ante las escenas eróticas y crueldades que organiza, como si se tratara de una representación teatral, impide el desenfreno sin límites y, a la vez, exasperando el deseo y los cuerpos, los conduce hasta el clímax en el puro crimen. Por supuesto, el placer y el dolor se tornan indiscernibles, un vértigo donde se precipita cualquier pudor. Con todo, el meollo no está en ese artificio pornográfico sino en el logos de Dolmancé que lo envuelve para darle sentido a partir de una filosofía de la naturaleza, contraria a toda convención o ley, sobre la que se funda el sistema del libertinaje. Aún más, en el panfleto “Franceses, un esfuerzo más si quieren ser republicanos”, incluido en la novela y leído por Dolmancé, se ofrece este orden natural-racional del libertinaje como programa para profundizar la libertad creada por la Revolución. ¿Sade creía en ello o empleaba la literatura libertina como Platón los mitos para decir indirectamente otra cosa?
La pregunta es difícil de responder si se tiene en cuenta Las 120 jornadas de Sodoma, novela inconclusa que el marqués perdió cuando lo trasladaron de la Bastilla a Charenton y que se recuperó en el siglo XX. Aquí las orgías, siempre racionales y apolíneas, se celebran en el imaginario castillo de Silling, en una escenografía mucho más teatral y fantasmagórica. Se dice que no eran infrecuente que la aristocracia libertina organizara las bacanales en sitios como el narrado por Sade. En cualquier caso, para no entrar en detalles de las depravaciones y reglamentos sexuales, los libertinos y prostitutas que gobiernan el régimen del castillo, aislado entre montañas y por un muro, se describen como monstruos inhumanos, incluso como esperpentos y adefesios, que superan holgadamente la monstruosidad de Dolmancé. Como tal, la novela no parece una exaltación del libertinaje sino más bien –algo que Pier Paolo Pasolini registró en su adaptación de la obra, el film Saló (1975)– un desarrollo de las consecuencias de los principios libertinos elevados a ordenamiento político.
En este sentido, Giorgio Agamben ha definido al panfleto leído por Dolmacé en el tocador sadeano como el más radical manifiesto biopolítico de la modernidad y las 120 journées como el teatro donde, por medio de la sexualidad, el cuerpo fisiológico se expone como elemento político puro. Con esta afirmación, claro, sigue de cerca a Foucault. No obstante, también el “divino marqués” se adelanta a la modernidad en otro aspecto tan importante como la administración y gestión de la vida y sin el cual el biopoder no sería posible. Porque en esa representación del deseo sexual (mejor: en los bordes de ella), sucede que Sade se anticipa a la representación moderna de la “sexualidad” en una época que desconocía esta noción y específicamente la de patología sexual. En realidad, los primeros investigadores de la obra sadeana se orientaron partiendo de esta especialidad psiquiátrica. Se trata, desde luego, de una reducción, y una de las peores. El sistema sadeano no reposa en la locura sino en la razón.
*Doctor en filosofía, escritor y periodista
@riosrubenh
Blog: https://riosrubenh.wixsite.com/rubenhriosblog