CULTURA
RETRATOS SIN ROSTRO II

El Divino Marqués

Hoy podemos asegurar que el único retrato conocido hasta la fecha del Marqués de Sade, un pequeño dibujo a pluma realizado por el afamado artista francés de retratos y alegorías Charles Amédée Philippe van Loo, no es del Marqués de Sade. De modo que el gran escritor libertino perdió el único rostro que tenía, y todo lo que queda son las descripciones hechas por quienes lo conocieron. Pero aquí también la cosa se complica...

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Una investigación de la Universidad de París concluyó en septiembre de 2012 que el único retrato conocido hasta la fecha del Marqués de Sade, un pequeño dibujo realizado a pluma en 1760 por Charles Amédée Philippe van Loo en el que se ve a un muchacho de veinte años, era en realidad el de otra persona. Se sabía que Van Loo había retratado a algunos de los miembros de la familia Sade, y siempre se había creído –con la desesperada sed para creer que tiene un tiempo como el nuestro cuando le falta lo más preciado: una imagen– que ese muchacho carilindo de mirada un tanto fría y sonrisa más bien sardónica con una peluca rococó era Donatien Alphonse François de Sade, a quien sus contemporáneos más cercanos acabarían conociendo en pocos años por sus excesos libertinos y a quien el mundo tributaría el desprecio que se profesa a quienes se alzan contra las buenas costumbres. Lo cierto, como dirían los italianos, es que se non è vero, è ben trovato: la fina limpidez de los rasgos de ese joven parecían concordar a la perfección con la imagen relativamente romántica con la que se autorretrató en La filosofía en el tocador: “Imperioso, colérico, impulsivo, exagerado en todo, con un desorden en la imaginación, en lo que atañe a las costumbres, como no hubo semejante, ateo hasta el fanatismo, heme aquí en dos palabras y algo más todavía: matadme o aceptadme tal como soy, porque no cambiaré”.
Pero no es infrecuente que los autorretratos sean, si no falsos, no del todo verdaderos. La realidad es que a día de hoy, y a pesar de poseer no uno, sino numerosos retratos de todas las personas que formaron parte de su entorno más cercano, no tenemos ninguna imagen segura del Marqués. Una casualidad verdaderamente inquietante, como si alguien hubiese ido destruyendo sistemáticamente todas y cada una de esas imágenes para no dejar más que el rastro –mucho más diabólico– de la fama de sus excesos.

Del Marqués de Sade existen, eso sí, descripciones físicas desperdigadas aquí y allá a lo largo de los procesos penales y otras obras literarias. Durante el proceso de Marsella en el que Sade es acusado de haber provocado la muerte de dos prostitutas por haberlas envenenado con la supuestamente afrodisíaca “mosca española”, se le describe como alguien “de figura agraciada y rostro pleno, ataviado con un frac gris y calzón de seda color souci, pluma en el sombrero, espada al costado y bastón en la mano”. La figura agraciada y la elegancia están a la altura de su mito, tanto como el aspecto distinguido y la elegancia del porte. Sade encaraba uno de sus primeros encierros, tal vez el más largo y doloroso de todos: en Vincenne. Una imagen muy distinta de esta otra, recogida en un certificado de residencia fechado el 7 de mayo de 1793 a la edad de cincuenta y tres años: “Talla, cinco pies doce pulgadas, cabellos casi blancos, rostro redondo, frente descubierta, ojos azules, nariz común, mentón redondo”. Parece evidente que ya había perdido su “figura agraciada” porque algunos años antes había escrito desde la Bastilla: “He adquirido, por falta de ejercicio, una corpulencia enorme que apenas me permite moverme”. Es esa misma corpulencia la que impresiona a Charles Nodier cuando se cruza con Sade en 1807 en Santa Pelagia: “Una obesidad enorme que entorpecía lo bastante sus movimientos como para impedirle desplegar el resto de la gracia y elegancia, cuyas huellas se descubrían aún en el conjunto de sus maneras. Sus ojos fatigados conservaban sin embargo no sé qué de brillante y de febril que se reanimaba de tanto en tanto como la chispa que expira en la leña apagada”. La decadencia última de Sade, época en la que escribió, todo sea dicho, la inmensa mayoría de sus obras (como si la literatura fuera una lenta memoria de las décadas del exceso) es la de un dandi, una especie de Charlus o de Oscar Wilde escarmentado. “Era cortés hasta la obsequiosidad –sigue diciendo Nodier–, amable hasta la unción… y hablaba respetablemente de todo lo respetable”. Según Angel Pitou la idea de la vejez y de la muerte le causaban horror, “aquel hombre palidecía ante la idea de la muerte y perdía el sentido mirando sus cabellos blancos”. Años después el propio Sade comentó una y mil veces que su vida cambió radicalmente tras su liberación de la Bastilla en pleno estallido de la Revolución Francesa y que nunca se repuso de haber perdido todos los manuscritos que escribió allí. Murió sin saber que se había salvado el rollo de doce metros en el que había redactado con letra minúscula las célebres 120 jornadas de Sodoma, tal vez la más radical de todas sus obras. Sus últimos años los pasó arruinado en el asilo para locos de Charenton gracias a la asistencia de su familia, dando paseos por los jardines y haciendo representar comedias procaces para los enfermos. Murió el 2 de diciembre de 1814, de un paroxismo pulmonar en forma de asma. El funcionario del asilo para locos que cerró el ataúd en el hospicio, un ataúd –habría que añadir– no reclamado por ningún miembro de su familia, fue el último en contemplar los rasgos del Divino Marqués.

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