CULTURA
Entrevista a Michel Nieva

La emergencia del gaucho cyberpunk

Inteligente y especulativa, la literatura de Michel Nieva (Buenos Aires, 1988) se ha abierto camino al más alto nivel imaginando futuros posthumanos donde el frío ya no existe y La Pampa se ha transformado en una versión distorsionada del Caribe. Entrevista en profundidad con uno de los autores de ciencia ficción más destacados del presente.

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Michel Nieva. | MARCELO DUBINI

En Argentina no son tantos los escritores que dedicaron su obra exclusivamente a la ciencia ficción, y menos aún los que lograron traspasar fronteras. Ni siquiera Carlos Gardini tuvo mucho reconocimiento fuera del país –dentro tampoco, en realidad–; y Angélica Gorodischer recién lo logró en los últimos años. 

Por eso –y por otras cosas, claro– el caso del joven Michel Nieva es muy singular. Empezó, como todos, publicando en editoriales independientes –Santiago Arcos, en su caso– y de pronto dio un salto radical del que cuesta encontrar otro precedente. El punto de inflexión se dio a partir de dos hechos: ganó el premio O. Henry en Estados Unidos, y la revista Granta lo eligió como uno de los veinticinco mejores narradores jóvenes en español. 

Desde entonces, se le abrieron todo tipo de puertas y él, por supuesto, supo aprovechar su oportunidad. La novela La infancia del mundo, que acaba de publicar con Anagrama, es un artefacto de precisión que, por suerte, resulta difícil de clasificar. A partir de un registro de fábula tipo Kafka que se rompe todo el tiempo –hay un quiebre constante de la “isotopía estilística” a través de palabras soeces, “vulgares”–, Nieva sitúa la historia en un futuro donde ya no se conoce el frío. La temperatura media de la Tierra es de noventa grados y el derretimiento de los polos terminó por generar un Caribe en el medio de La Pampa. En ese contexto, entonces, la trama se centra en el personaje del “niño dengue”, una especie de híbrido entre humano y mosquito a quien ya de entrada vemos sufrir las burlas de sus compañeros. El primer capítulo –con el que Nieva ganó ese premio O. Henry– podría leerse como una reescritura en clave “vir(o)política” de El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, autor que se suma a los tantísimos otros con los que la novela entreteje distintas modalidades de intertextualidad a partir del humor y el delirio. 

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Nieva, con quien dialogamos –estamos en un pequeño bar de Villa Crespo–, cree que la buena acogida que está teniendo su obra se debe, en parte, a un procedimiento borgeano. Así como Borges, de acuerdo con Piglia, se introduce en las grandes tradiciones desde una mirada “menor”, que es la de la literatura fantástica, él intenta hacer lo propio desde la ciencia ficción, género que le sirve para “dialogar con las grandes tradiciones de la filosofía y de la literatura”, dice. 

Esa astucia borgeana ya se advertía también en su libro anterior, Tecnología y barbarie... (Santiago Arcos, 2020), donde lee el origen de la literatura argentina en clave ciberpunk y, de algún modo, establece las coordenadas desde las que querría –suponemos– que leyeran su propia obra. 

Ahora bien, más allá de estos procedimientos y de los méritos del autor, que son indudables, el hecho de que la literatura de Nieva esté prosperando tanto también tiene que ver con que hoy la ciencia ficción –si bien todavía existen algunos pruritos– ya no es ese género vergonzante del que todos se quieren distanciar. De hecho, últimamente hay cada vez más autores “consagrados”, por así decir, que se aventuran con distopías o novelas cuyas tramas transcurren en mundos posapocalípticos o en escenarios que tienen alguna impronta cyberpunk. 

—¿A qué atribuis esta centralidad que está teniendo la ciencia ficción? 

—Creo que en general vivimos una época en que las corporaciones estetizan sus mercancias a partir de una estética de la ciencia ficción clásica. Hay muchos ejemplos: la idea del metaverso de Zuckerberg surge de una novela de Neal Stephenson, los planes de Elonk Musk de terraformar un planeta tienen que ver con una novela de Kim Stanley Robinson. Estas cosas le dan una centralidad a la ciencia ficción para discutir los temas del presente, y también le dan un interés más comercial. Entonces aparecen autores que no son de la ciencia ficción escribiendo novelas distópicas. O sea, vivimos un tiempo que es proclive a lo distópico, y hay mucha gente que escribe novelas distópicas, aunque la calidad de ese tipo de productos es variable... 

—También existe una especie de giro “posantropocéntrico” del que “La infancia del mundo” en cierto modo participa, ya que hay un personaje que no es del todo humano, y una temporalidad que tampoco lo es. ¿Cómo explicás este giro hacia lo no humano? 

—Sí, como fenómeno de nuestra época, el cambio climático introduce una dimensión no humana, que es la de lo planetario. La cultura humana se mete en un tiempo que es el tiempo de lo geológico, que es algo que va a subsistir cuando desaparezca la humanidad como especie. Es una temporalidad no humana, digamos, y un gran desafío que tuve en mi novela fue cómo narrar una temporalidad no humana a partir de un artefacto que fue pensado para narrar temporalidades humanas, como es la novela moderna. También está el fenómeno de la pandemia, que reproduce los tiempos de los virus, o el de la inteligencia artificial. O sea, vivimos en un tiempo atravesado por agencias no humanas tanto de lo natural como de lo artificial. Al mismo tiempo pienso en una frase de Harold Bloom que dice que Shakespeare es el creador de lo humano. Él está hablando de la literatura europea. Pero, ¿qué pasa en un continente como el nuestro, donde la “cultura” se funda a partir de la conquista de América, que consistió en la deshumanización de poblaciones? Toda la violencia que ocurre en nuestro continente tiene que ver con la deshumanización de cuerpos y territorios. Entonces, pienso que la historia de Latinoamérica es un poco la historia de lo deshumanizado, de lo no humano. 

—De tus influencias literarias ya hablaste en otras entrevistas, donde mencionaste a Osvaldo Lamborghini, Philip Dick, Kafka, entre otros. Pero, teniendo en cuenta que tenés una formación académica más bien filosófica, ¿cuáles son tus influencias dentro de ese campo? ¿Y qué te aporta la filosofía a la hora de escribir literatura? 

—Deleuze tiene una frase que dice que la metafísica es un subgénero de la ciencia ficción. A mí me interesa leer la filosofía como una manera de especulación. Me gusta ese tipo de pensamiento para especular con nuevas antropologías o nuevas metafísicas pero desde la perspectiva de la ciencia ficción. Creo que eso lo permite el género. Ursula K. Le Guin lo llama “la máquina transportadora”, porque transporta cualquier tipo de textualidad al formato de la ciencia ficción. 

—Y la filosofía entonces te aporta esa dimensión especulativa... 

—Sí... mi entrada a la filosofía fue a través de Borges, que tiene una versión muy lúdica de lo filosófico. Él leía a Schopenhauer como si fuera un novelista fantástico. Entonces me gusta mucho esa mirada para pensar la filosofía. También Stanislaw Lem hace esos cruces entre filosofía y ciencia ficción. 

—Hablando de Borges, vos en tu ensayo “Tecnología y barbarie...” lo corrés un poco del centro, y en su lugar ponés a Roberto Arlt . ¿Seguís en esa línea?

—Un poco el juego de ese ensayo era introducir una hipótesis apócrifa, que es que el origen de la literatura argentina es el ciberpunk. La idea era tratar de pensar cómo hubiera sido la literatura argentina si el ciberpunk hubiera sido su origen. Y ahí el juego era pensar que Arlt y Borges eran como autores hermanos por el tema de la paranoia, que en Arlt está muy clara, pero en Borges también está presente. En Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius, en La lotería de Babilonia, siempre hay como grandes complots metafísicos, políticos. 

—Usualmente definís tu narrativa como una literatura “gauchapunk”. ¿Cómo surge eso? 

—Era un poco un chiste que nació a partir de la proliferación de subgéneros como el steampunk, el nanopunk, el dieselpunk, pero también hay algo que me interesa mucho, que es el retrofuturismo, que es pensar el futuro desde una época y desde un lugar. Me interesaba esto de pensar el futuro desde la historia argentina. Me pasó ahora, cuando publiqué este libro, que muchas personas en España me decían furiosas que tenían esta idea de que la ciencia ficción debía ser universal, como lo es la ciencia ficción que se escribe en Estados Unidos, que no suele estar “situada”, y decían que lo mío es una “ciencia ficción provincial”. Pero claro, esto es porque hay una sobreproducción de imaginaciones del futuro que siempre vienen del norte. Entonces ahí se ve la dimensión política que tiene el hecho de pensar futuros desde otros espacios. Y por otra parte, el tema de esta novela también es la violencia como algo que no tiene tiempo, por no haber sido nunca reparada, y por eso se repite permanentemente como una especie de síntoma. Y en ese sentido también me interesaba pensar estos futuros donde hay violencias que no tienen tiempo. 

—Respecto de esa ciencia ficción “situada”, como decís, es cierto que tu obra está profundamente anclada en distintas tradiciones argentinas. No es algo habitual en el género. 

—En realidad, creo que toda la literatura tiene elementos locales, solo que estamos menos acostumbrados a ver los elementos locales de países del sur, pero cada uno lo entenderá como quiera. En el libro en un momento se habla de los “cornalitos”, por ejemplo, y una persona que lo leyó pensó que los “cornalitos” eran otras cosas... De todas maneras, el libro no lo escribí para Anagrama. Digamos que lo escribí y después Anagrama se interesó. Al principio lo estuve editando con Miguel Villafañe. Fue como una novela por entregas que escribí para él, porque yo iba escribiendo capítulo a capítulo y él lo iba leyendo. Y en el medio Miguel falleció y por eso es que le dediqué el libro. 

—¿Y cómo fue pasar de publicar en un sello independiente como Santiago Arcos a publicar en Anagrama? ¿En qué cambiaron las cosas? 

—Fundamentalmente lo que cambió fue la difusión. Eso es lo más distinto. Después yo traté de mantener el trabajo artesanal de la edición independiente, que por suerte en Anagrama me lo respetaron mucho. Pese a ser una editorial muy grande, al haber surgido como una editorial independiente mantienen ese ideal de trabajar de esa manera. Entonces, en ese sentido, me entendí muy bien con las editoras, que me cumplieron todos los caprichos. Sí hubo discusiones lingüísticas, porque es un idioma “argentino” y allá había palabras que por ahí sonaban “anómalas”. 

—¿Tuviste que defender algunas palabras? 

—Sí, las tuve que defender. Pero entendieron que formaban parte del estilo, sobre todo algunos “barbarismos” como la palabra “coger”, que yo estaba empecinado en escribirla con “j”, porque allá “coger” es “agarrar”. Fogwill tiene un texto en el que se inviste de académico y dice que en el ámbito rioplatense esa palabra se escribe con jota. Entonces usé ese argumento para que me dejaran escribirlo así. 

—En tu novela “La infancia del mundo” hay un lenguaje por cierto muy particular. Utilizás una especie de registro de fábula que se “extraña”, por así decir, a partir de palabras “vulgares”. ¿Cómo trabajaste esa dimensión estilística? 

—Ahí hay una tradición que me interesa mucho, que va de Echeverría a Lamborghini, que es introducir lo no literario en lo literario a partir de la lengua oral. La ciencia ficción hace esto a partir de lo científico-técnico. Pero en mi caso me interesa mucho la parábola, la fábula, el estilo Kafka, porque pienso que vivimos en una época en la que hay una inmediatez constante y ya hay muchos géneros del mercado, como la autoficción, que tienden a esa inmediatez. Yo pienso que no se puede entender el presente con la lógica del presente. Y eso es lo que permite la ciencia ficción: exagerar o acelerar a tal punto procesos políticos, sociales, que en un momento incomprensible acaban por coincidir punto con punto con el ahora. Y creo que en mi escritura eso aparece a partir de la oralidad. Digamos que la oralidad es uno de los dispositivos para introducir la violencia. 

—Hace unas semanas dijiste por ahí que estás escribiendo un ensayo nuevo. ¿Se puede adelantar algo? 

—Es un poco sobre estos personajes de Silicon Valley que plantean soluciones hipertecnologizantes para salvarnos de las grandes tramas planetarias como el cambio climático. El libro se llama Ciencia ficción capitalista, que es como una referencia al realismo capitalista de Mark Fisher, y uno de los temas tiene que ver con esa frase que se atribuye a Jameson, o también a Mark Fisher, de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero resulta que vivimos en una época donde el capitalismo ya imaginó cómo va a seguir cuando el mundo no exista. O sea, el mundo y la humanidad son prescindibles para la lógica del capitalismo. Hay proyectos de terraformación de planetas, de trasladar la consciencia a la nube. El libro es un poco sobre las conexiones entre la ciencia ficción y estos emprendimientos de los multimillonarios de Silicon Valley, pero también es una minihistoria de las aplicaciones industriales que surgieron originariamente en la ciencia ficción. Y por otra parte ahora también estoy tratando de escribir una novela que está en relación con La infancia del mundo, donde retomo justamente el mundo de esa novela.

 

‘La infancia del mundo’

Michel Nieva

Nadie quería al niño dengue. No sé si por su largo pico, o por el zumbido constante, insoportable, que producía el roce de sus alas y desconcentraba al resto de la clase, lo cierto es que, en el recreo, cuando los chicos salían disparados al patio y se juntaban a comer un sánguche, conversar y hacer chistes, el pobre niño dengue permanecía solo, adentro del aula, en su banco, con la mirada perdida, fingiendo que revisaba con suma concentración una página de sus apuntes, para disimular el inocultable bochorno que le produciría salir y dejar en evidencia que no tenía ni un solo amigo con quien hablar.

Corrían muchos rumores sobre su origen. Algunos decían que, por las condiciones infectas en que vivía la familia, en un rancho con latas oxidadas y neumáticos en los que se acumulaba agua de lluvia podrida, se había incubado una nueva especie mutante, insecto de proporciones gigantescas, que había violado y preñado a la madre, luego de haber matado a su marido de una forma horrenda; otros, en cambio, sostenían que el insecto gigante habría violado y contagiado al padre, quien, a su vez, al eyacular adentro de la madre, habría engendrado a ese ser inadaptado y siniestro y que, al verlo recién nacido, los abandonó a ambos, desapareciendo para siempre.

Muchas otras teorías, que ahora no vienen al caso, se comentaban sobre el pobre niño. Lo cierto es que cuando sus compañeritos, ya aburridos, reparaban en que el niño dengue se había quedado solo en el aula, simulando que hacía la tarea, lo iban a molestar:

—Che, niño dengue, ¿es cierto que a tu mamá la violó un mosquito?

—Eu, bicho, ¿qué se siente ser hijo de la chele podrida de un insecto?

—Che, mosco inmundo, ¿es cierto que la concha de tu vieja es una zanja rancia de gusanos y cucarachas y otros bichos y que de ahí saliste vos?

Inmediatamente, las antenitas del niño dengue empezaban a temblar de rabia y de indignación, y los pequeños hostigadores se escapaban entre risotadas, dejando de vuelta al niño dengue solo, sorbiendo su dolor.

No era mucho más agradable la vida del niño dengue cuando volvía a su casa. Su madre (él juzgaba) lo consideraba un fardo, una aberración de la naturaleza que la había arruinado para siempre. ¿Una madre sola, con un hijo? Criar un hijo en esa situación siempre es difícil, pero al cabo de los años, el niño dará motivos de dicha a la madre, que justificarán con creces su esfuerzo, y eventualmente el niño será un joven y después un adulto, que podrá acompañar y ayudar y mantener económicamente a la madre, quien, cuando envejezca, recordará con nostalgia el hermoso pasado compartido y se llenará de orgullo por los logros de su primogénito. ¿Pero un hijo mutante, un niño dengue? Este es un monstruo que habrá que alimentar y cargar hasta la tumba. Un extravío de la genética, cruce enfermo de humano e insecto que, frente a la mirada asqueada de propios y ajenos, solo producirá vergüenza, pero que nunca, jamás de los jamases, dará ni un logro, ni una satisfacción a la madre (…).