El pianista inglés saltó a la fama por dos características: su informalidad (chupines, zapatillas Converse) a la hora de dedicarse a la música clásica y una infancia signada por el abuso sexual. Y lo contó todo en Instrumental, este libro que refleja lo que ha sido, hasta ahora, su vida: un milagro. Escabroso, sí, aunque extrañamente optimista, relata cómo Bach lo salvó del alcoholismo, la drogadicción, sus cinco intentos de suicidio e incontables internaciones psiquiátricas. Un rockstar.
Las violaciones –considera que abuso resulta poca palabra– se repitieron sistemáticamente entre sus 5 y 10 años por parte de un profesor de boxeo de la escuela primaria. Nacido en 1975 en el seno de una acomodada familia inglesa de origen judío en Londres, Rhodes es hoy uno de los concertistas de piano más eminentes y un renovador de la música clásica. El abuso sufrido lo llevó a hundirse en uno de los traumas más profundos (otro debe ser ir a la guerra, dice en su libro). La música, “esa medicina para el alma”, como la llama, lo rescató. Y el amor por su hijo.
Instrumental es una larga reflexión sobre la vida, una existencia plagada de episodios traspasados por la psicología. Cada capítulo (temas, los llama) comienza con una pieza musical, pide que sea escuchada y describe todo lo que refiera al respecto. Fanático del Steinway y de los compositores rusos –tiene tatuado Sergei Rachmaninov en su antebrazo–, James Rhodes enfrenta la problemática estructural de este tipo de antihéroes: tiempo y espacio se distorsionan entre tanto exceso.
Dueño de un narcisismo y una autocompasión de manual, según dice en Instrumental, la retórica de rigor era: ¿una autobiografía antes de los 40, de verdad?
—Hice esas memorias porque me lo pidieron, no porque estuviera listo a mis 38. Pero creo que fue una buena oportunidad de escribir una carta de amor a la música y a mi hijo, y para exponer los problemas en el mundo comercial de la música y en la educación musical. También quería hablar de cosas difíciles que son importantes: me prometí a mí mismo que así tuviera apenas a mi alcance un mínimo micrófono, no me quedaría callado en lo que refiriera a enfermedades mentales y abuso de niños. Nos mandaron a callar por mucho tiempo y lo que lo hace peor: nos tomó 18 meses y dos millones de libras en gastos judiciales para que la Corte Suprema inglesa aprobara publicarlo.
Se refiere a la traba judicial de parte de su ex esposa para impedir la publicación del libro, ya que quería preservar al niño, hoy de 11 años, de conocer los detalles de la áspera vida de su padre. Rhodes escribe para The Guardian, concientizando sobre la pedofilia: “Con el corazón roto digo que apenas vemos la punta del iceberg en lo que refiere al abuso de niños. Es terrorífico, un cáncer, verdaderamente, y se desparrama a nivel epidémico industrial. Por eso es tan necesario que sigamos luchando”.
Esta particularidad suya de hablar en sus conciertos, no usar frac y alentar a los aplausos (cuenta en Instrumental que Barenboim aclaró algo con respecto a una de sus piezas, y al otro día toda la prensa especializada se expresó sorprendida y espantada) estará creando precedente: “Lo más importante siempre es la música misma, todo lo demás puede perderse. Me pongo lo que me queda cómodo y presentar las piezas musicales a la audiencia es ponerlos en contexto. Pueden aplaudir cuando quieren, tomarse un trago. Son todos bienvenidos. ¡Sin dudas tiene que ser un servicio a la música más que estas extrañas reglas sobre la vestimenta, los aplausos o si para sentirse bienvenido debe saber sobre la sonata de Beethoven en Viena!”.
—La cultura se ocupa de propagar conocimiento.
—Que propague pasión, mejor. La gente sólo aprende aquello que la emociona, ¿quién mierda recuerda lo que es álgebra?
La narrativa (en una biografía, novela, ensayo) debe tener un núcleo provocador y Rhodes no escapa a este designio. Así, en la primera línea de su libro dice “la música clásica me la pone dura”.
—¡Amo esto! No sé por qué elegí esa frase. Quizá porque el hecho de un libro sobre música clásica y enfermedades mentales sería difícil de vender y habré querido llamar la atención.
En su afán de transmitir su experiencia y las veces que se levantó podría terminar como un ícono de autoayuda: “Joder, no. Creo –espero– hacer lo que hacemos todos: lo mejor para vivir cada día y con suerte, encontrarle sentido y medir la profundidad de este reto que es la vida”.
Amigo de celebridades como Stephen Fry y Benedict Cumberbatch –este despampanante Sherlock Holmes posmoderno–, cuenta con el apoyo de estas voces en sus causas contra la pedofilia.
—¿El hombre que lo destruyó es su Moriarty?
—No me destruyó, así que no. Aunque peor: soy mi propio Moriarty. El tiempo dirá.