¿Quién es realmente Rimbaud? ¿Qué es Rimbaud? ¿Por qué desde hace casi un siglo y medio ha atraído y sigue atrayendo con una fuerza sobrenatural a generaciones de poetas, escritores y artistas? Estas preguntas, que parecen fuera de tiempo y lugar en esta época de redes sociales, ligereza y vértigo, han hecho correr regueros de tinta de parte de académicos y críticos. En la piel de un humilde rimbaldiano, dos décadas después de haber peregrinado por primera vez a Charleville, con las manos en el bolsillo agujerado literalmente hablando, el misterio y la atracción permanecen intactos. Porque Rimbaud es el Moby Dick de la literatura y sus discípulos, más o menos talentosos –poco importa llegado el caso, porque nunca seremos como él–, somos el capitán Ahab, al que la gran ballena blanca marcó a fuego. “Lo perseguiré en el Cabo de Buena Esperanza, y en el de Hornos, y en el Maelstrom noruego, y en las llamas de la perdición, antes de dejarlo ir”, parecemos gritar extasiados como Ahab en el inicio de la novela de Melville antes de partir en expedición a esos mares desconocidos en los que habita y nos espera. Sí, Rimbaud es la enigmática bestia de las profundidades: imposible de cazar, imposiblemente libre, único e irrepetible, irresistible tanto por su obra como por su vida.
Rimbaud es Moby Dick y también es Virgilio, y los rimbaldianos pretendemos ser Dante, de pie a su lado frente a ese lugar en el que uno debe abandonar toda esperanza al entrar, como lo hizo él al sentarse a escribir Una temporada en el infierno y cambiar para siempre la poesía y volvernos modernos muy a nuestro pesar. Y es Moby Dick y Virgilio y también Fausto, que vendió su alma al diablo para no sólo cambiar sino convertirse en la poesía misma y después abandonarlo todo, irse a traficar a Africa y morir joven con la pierna amputada en un hospital de Marsella para pagar aquella deuda contraída.
“Nosotros, mi generación turbulenta, no le hicimos el menor de los casos (…) a nadie, salvo a Rimbaud y Lautréamont”, dijo Roberto Bolaño, quizás él mismo un rimbaldiano, un miembro de esa secta o cofradía universal cuyos integrantes se reconocen con pocas palabras y están unidos por un lazo que supera la razón. Hasta quienes no son rimbaldianos reconocen su genio. En una de sus elípticas afirmaciones, Borges escribió una vez que la obra de Rimbaud “es una de las múltiples pruebas, quizá la más brillante de la plenaria falsedad” de la supuesta esterilidad literaria de Francia. También dijo, para poner límites a esa admiración, que “no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg), sino un artista en busca de experiencias que no logró”.
Los rimbaldianos, hombres de fe literaria, queremos creer en cambio que sí lo hizo. Y que, cual Moby Dick, sigue habitando en mares desconocidos a los que partimos una y otra vez en su búsqueda. La gran ballena blanca esquiva, única. Dueña del misterio.
*Periodista del servicio en español de la Agence France-Presse (AFP).