Mohamed Mrabet, publicitado como “el que no sabe leer ni escribir”, es un narrador oral de prodigiosa imaginación. Publicó doce libros con la transcripción de sus grabaciones y la traducción al inglés que realizó Paul Bowles, otrora el mayor puente entre la cultura de Tánger y occidente. Es más, por este la ciudad fue una fiesta y refugio de la Generación Beat, donde tuvieron acceso al hachís y otras drogas, así como a experiencias sexuales de todo tipo con jóvenes del lugar. En términos actuales, para las décadas de 1950-60, Tánger se convirtió en una meca de la creación literaria, comparable con la ciudad de Los Angeles que acaba de retratar Tarantino en su reciente Erase una vez en Hollywood.
Si algo inventó Bowles fue el concepto de influencer, hoy utilizado con cierta alegría social: siempre estuvo con la persona correcta y de esto sacó clara ventaja para sí. Como compositor musical fue discípulo de Aaron Copland, al que siguió a París y por su intermedio conoció a Gertrude Stein, quien lo alejó de la poesía y le recomendó Marruecos. Allí fue con Copland por primera vez, en 1931. En Nueva York trabajó en teatro con Orson Welles, Leonard Bernstein, Tennessee Williams, y hasta en una obra decorada por Dalí. En 1937 se casa con Jane Auer, escritora en ciernes, conformando una pareja abierta donde cada uno asumía su homosexualidad. Fue crítico musical en New York Herald Tribune y en 1947 migró con su esposa a Marruecos, desde donde viajará por el mundo, publicando varias novelas en Estados Unidos. También consiguió una beca de la Fundación Rockefeller para grabar los relatos orales del norte de Africa, proyecto que financiaba su paraíso en la tierra. Entre quienes lo visitaban y contarían con su guía para medrar en la región: Tennessee Williams, Allen Ginsberg, William S. Burroughs, Jack Kerouac, Gore Vidal, Patricia Highsmith. Una fuente de relaciones tanto políticas como de prensa.
En el último número de la revista cooperativa española La Marea (www.lamarea.com) publicaron un reportaje a Mrabet, hoy de 83 años, donde prodiga varios insultos: “Yo odio a Paul Bowles. Es un pedazo de mierda. [...] Bowles ni siquiera era escritor. Así se lo digo. Era músico, no escritor. Los últimos libros que escribió eran historias mías. Me robó centenares de historias. Y de los libros que firmamos juntos nunca recibí ni un duro. Todo se lo quedó Bowles. Me arruinó la vida”. Y recuerda a los asiduos visitantes de su círculo: “Tennessee Williams era el mejor. William Burroughs también era un gran tipo. Brion Gysin era una mierda. Gregory Corso era un hombre fantástico. Truman Capote era muy pesado y muy sobón, pero daba igual”.
Las diferencias resultan más que culturales, también marcan una asimetría económica, según Mrabet: “Tenían dinero en el banco y solo con los intereses que les daban podían vivir como reyes. Yo vivía en una casa alquilada de dos habitaciones con cocina por 50 pesetas al mes. Imagínese cómo vivían ellos. Compraron hasta palacios”. Vale decir: a espaldas de ese mundo de libertad para extranjeros se ocultaba el privilegio de clase y, tal vez, un racismo del que se desentendían. En el mismo medio se publica una carta del heredero de los derechos de Bowles, el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, quien desmiente los dichos del entrevistado.
En sí, Tánger ya no es una fiesta; la especulación inmobiliaria, a caballo de esa diferencia entre lo autóctono y la riqueza invasora, la llevó a una explosión demográfica y cierta decadencia que el artista plástico Abdelatif Bouziane explica con crudeza en su blog Tanger Express: “La ciudad se ha convertido en un santuario y un peregrinaje constante de miles de enfermos mentales, toxicómanos y alcohólicos salidos de todas partes. Por las calles deambulan sucios, descalzos, con la mirada perdida, los rostros desfigurados, de mal humor e imprevisibles en sus conductas”. Por esto es que Mrabet acusa a ese turismo cultural hippie de arruinar todo en la ciudad que fue faro de libertad y pluralidad cultural.
Edgardo Cozarinsky estrenó en 1998 el documental Fantômes de Tanger, donde participa Paul Bowles. Allí existe un paralelo entre la vida de un marroquí y la de un intelectual, dos vidas que no se tocan, dos vidas que no pueden ocuparse entre sí. Hoy Mrabet tiene más fortuna como pintor, uno de sus clientes es Mick Jagger, pero lo persigue la falta de reconocimiento en su propia tierra, algo que la pobreza no permite, o el pasado, como un estigma insalvable.