En sus años malos y muy malos de estudiante, el Gordo Víctor se defendía de cualquier acusación materna o docente con el mejor argumento que cualquier alumno deficitario del mundo encontrará alguna vez: decía que no se ocupaba de la bibliografía obligatoria porque aprendía mucho más de las vidas obligatorias. En esos mismos años, el Gordo Víctor sólo respiraba para jugar al fútbol y sólo abría los ojos para ver fútbol y, en especial, el fútbol de los mundiales, por lo que su único lazo con la bibliografía obligatoria consistía en desconocerla. En cambio, su vínculo con lo que llamaba “vidas obligatorias” era pura actividad. Y entre las vidas obligatorias había una que le agitaba el entusiasmo. La de Sócrates.
Como la práctica y la observación del fútbol le llevaban la mayoría de sus horas, el Gordo Víctor resumía su tesis –su única tesis en ese tiempo– en tres frases: “Hay gente que tiene vidas que enseñan y hay gente que, nada más, tiene vidas. No tengo nada contra nadie, pero me interesan las vidas de los que enseñan. Esas son las vidas obligatorias”. Marcadores de punta barriales que privilegiaban la generosidad de un quite semianónimo a las tentaciones de la fama, arqueros retirados que trabajaban para evitar que sus sucesores les copiaran las equivocaciones, maestros de grado que invitaban a pensar aunque nadie les aumentara el salario por hacerlo: esas eran las vidas obligatorias que lo atrapaban. Y la de Sócrates, desde luego, porque el Gordo Víctor estaba convencido y podía convencer al universo de que la vida de Sócrates era, directamente, un manual abierto. Brasileño en su documento, ciudadano de todas las geografías, distribuidor de luces en los mundiales de 1982 y de 1986, Sócrates no jugaba al fútbol como los dioses porque, en verdad, los dioses querían jugar como él: diseñaba goles que parecían esculturas, celebraba con el puño izquierdo erguido, ponía su genio a disposición de las búsquedas colectivas y sabía que el fútbol es un sueño consecutivo de libertad que se ejerce siendo solidario con los otros. En los diciembres en los que una lluvia impertinente de notas bajas inundaba su boletín de calificaciones, el Gordo Víctor no sólo no sufría sino que procuraba evitar que alrededor suyo alguien sufriera. Eso explicaba que durante los exámenes densos en los que lo tomaban por burro, él se fuera reprobado pero indulgente con los profesores que no lograban comprenderlo. Y los saludaba uno por uno con la misma grandeza con la que Sócrates se despedía de sus rivales. Algunos de esos profesores no decodificaban qué tipo de espécimen se les erguía enfrente. Mucho menos dilucidaban por qué en la ceremonia de la reprobación, ese derrotado de las aulas se envolvía la cabellera con una vincha idéntica a las que alumbraban la frente de Sócrates, reclamando por los olvidados de la Tierra en pleno Mundial de México.
Sócrates nunca cruzó una palabra con el Gordo Víctor pero le dio un equipaje de valores en cada partido, en cada gol y en cada córner. Y también, o más, en la forja de la Democracia Corinthiana, esa avalancha de ideas, de transgresiones y de esperanzas que, con una bofetada de dignidad, rompió por un rato la lógica de poder del fútbol y de más que el fútbol. Ocurrió cuando la década del ochenta avanzaba su primera mitad y Brasil transcurría los años finales de su última dictadura. La Democracia Corinthiana no se acababa en el mérito desafiante de reponerle su sitio a la palabra democracia en los lenguajes cotidianos. Además, funcionaba como una democracia participativa y tangible en la que todos los integrantes del Corinthians eran protagonistas y no testigos de su realidad y descubrían el derecho de decidir sobre cómo jugar, cómo concentrarse o cómo entrenarse, sobre cómo hacer al Corinthians de cada día y no cómo esperar a que otros lo hicieran por ellos. Sócrates, por su gravitación deportiva y por su rechazo explícito a dictadores y dictaduras, representaba una referencia mayor de esa iniciativa. Sin embargo, nunca se arrogó protagonismos ni expandió vanidades. Igual que en la cancha, construyó con los demás y para los demás. Lo advirtió el Gordo Víctor, quien fue capaz de exponerle a una escuela entera, con predominio de caras adversas, que la Democracia Corinthiana –o sea: el acto de armar una democracia– volvía a la vida obligatoria de Sócrates todavía más obligatoria.
Las vidas obligatorias no son vidas perfectas y el Gordo Víctor jamás demandó eso de Sócrates. Le admiró su técnica de futbolista de selección, le elogió que los dones de sus pies no lo corrieran de la ruta para ser médico, le reivindicó la determinación de asumirse de izquierda en un medio como el fútbol que induce a no asumirse como nada y le dio pena que, entre tantas victorias, no hallara el modo de vencer al alcoholismo que le desembocó en una cirrosis sin regreso. Sin embargo, la mayor de las mayores enseñanzas de Sócrates la encontró instalada en un escalón más alto: con virtudes y con defectos, con los conflictos que surcan incluso a los individuos más nobles, fue coherente en las palabras y en los actos, proclamó a la alegría como objetivo de la existencia en cada suelo al que no le apunta ni el sol y en cada césped sobre el que se disputaba un mundial, hizo flamear el fútbol como una bandera de la belleza y se comprometió en cada movimiento de su cuerpo extenso a proceder reconociendo que el resto de las personas son tan importantes como uno.
Ninguna de las siembras de la aventura humanísima de Sócrates se le escapó de la memoria al Gordo Víctor ni en los viejos mundiales en los que ese señor cautivó a los públicos humildes e irritó a los gerentes del negocio de la pasión deportiva ni en los mundiales que vinieron después. O ni en aquellos días, ahora distantes, de bibliografía obligatoria abandonada ni en los del presente, en los que otras bibliografías consiguieron cautivarlo para agregarle señales a la existencia y hasta para edificar una tesis formal en una universidad. Cuando se enteró de la muerte apurada de Sócrates, un domingo amanecía. Le dolió como duele la pérdida de los símbolos de los años jóvenes y como también duele el adiós de los grandes tipos. Enseguida evocó entre nostalgias a ese crack de muchas cosas y pensó en cuánto sentido tendría que los futbolistas profesionales, los futbolistas que no son profesionales y hasta la gente que no es futbolista estudiaran y aprendieran sobre Sócrates, sobre su fe incorruptible en tratar con amor a la pelota, sobre su estatura estética e ideológica para ser parte de los mundiales y sobre la experiencia revolucionaria de la Democracia Corinthiana. Quizá suceda o quizás no, se dijo el Gordo Víctor, muy triste al principio, pero no tanto después. Al cabo, Sócrates estará andando, elegante y militante, en los mundiales o cuando corresponda, arriba de los pies que pateen para enaltecer el juego y dentro de cada corazón que lucha para perseguir una justicia que aún no llegó. Así son las vidas obligatorias. Son vidas para siempre.