DOMINGO
Libro

El límite que nadie ve

Historias donde conviven el delito y lo cotidiano.

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En Fronteras de editorial Leamos la periodista Lucía Salinas relata, a través de diferentes testimonios y vivencias, cómo es la vida de los lugareños en esos sitios donde lo ilegal, el narcotráfico y los crímenes son moneda corriente. | Juan Salatino

¿Existen los límites?

¿Para qué sirven las fronteras?

En la escuela nos enseñaron que las fronteras, junto con los límites, son elementos fundamentales en la conformación del territorio del Estado nacional. Esos límites que veíamos en los mapas delimitan, muestran dónde empieza y termina nuestro país.

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Pero cuando nos acercamos al lugar y pisamos esa frontera, vemos que es un territorio más complejo. Transitar, explorar parte de la extensión de ese límite nos devuelve una idea muy distinta respecto a aquella primigenia de las fronteras como un espacio de diferenciación.

Se constituye así, en un territorio de contacto entre dos sociedades. Son zonas conflictivas. Espacios donde la tensión es marcada por el tipo de delito: contrabando o narcotráfico crearán situaciones diferentes. Pero a la vez son zonas con relaciones en lo cotidiano, pacíficas, son espacios de intercambios.

Pisar ese territorio representa un desafío para las ideas preliminares que se puedan tener sobre lo que allí ocurre y lo que deja de ocurrir.

El primer impacto es conceptual. Es complejo delimitar la zona, entender dónde comienza y dónde finaliza la frontera. A tal punto que muchas veces no se tiene total claridad sobre dónde estamos pisando porque esa frontera es difusa en diversos aspectos.

El recorrido que Fronteras propone es, en primer término, una invitación a alejarnos de los principales centros urbanos, que es desde donde solemos pensar aquellas zonas de cercanía con otros países, para así poder aproximarnos a un territorio que expone facetas muy diferentes a las de otras partes del país. Un territorio con su propia idiosincrasia.

Un alambrado volcado sobre la tierra árida separa un país de otro. El camino está signado por el paso permanente de personas que se postulan como el primer eslabón de una organización que no se detiene, que se diversifica y gana territorio en el país: el crimen organizado.

Una frontera de agua que diluye divisiones, que habilita a que el agua lleve y traiga sin distinción. Un río que nuclea puntos claves y se vuelve ingobernable y un caudal de oportunidades para el contrabando y el narcotráfico.Una frontera urbana donde es difícil dilucidar qué territorio se está pisando.

Las historias se entrelazan sobre un territorio tan extenso como complejo.

“Las particularidades de los territorios fronterizos entre los países permiten entender las dinámicas que allí determinan las características del crimen organizado”, explicó el economista de la Universidad Católica Boliviana José Carlos Campero Núñez del Prado.

En la región, las organizaciones criminales adoptan estructuras más pequeña denominadas “clanes familiares”. Estos clanes son el germen del crimen de la región fronteriza. Pensemos en la Triple Frontera. Allí estas estructuras trabajan por el fuerte alcance local. Dice Santiago Yunan, abogado e investigador de la Universidad Nacional de La Plata: “La mayoría de estos clanes circunscriben su accionar a la zona en la cual tienen cierto control sobre la comunidad, e incluso sobre las autoridades, permitiéndoles ejercer un alto nivel de fiscalización”.

Los clanes familiares han modelado el mapa criminal en Argentina. Pero la expansión del mercado de consumo de estupefacientes, la corrupción carcelaria y la falta de coordinación entre autoridades para enfrentar estos grupos están creando el ecosistema perfecto para que prosperen. Todo nace allí, en nuestras fronteras.

Pero esos territorios exponen una complejidad más profunda. La frontera norte de nuestro país es, quizá, la más difusa de nuestras fronteras y, lejos de separar, parece ser un lugar donde todo confluye. Por un lado las familias, que convierten esa zona en el escenario de la vida cotidiana, y así forjan otro tipo de comunidades que crecen ahí, al límite, en ese territorio limítrofe. Pero es también un lugar donde el delito gana terreno. Ahí la frontera es una línea imaginaria. El crimen organizado encontró una tierra fértil donde sentar bases y expandirse.

En los últimos años la frontera se quebró. Hoy la frontera se vuelve porosa. La población hormiga, que avanza con prisa, a diario sortea el límite y sin ninguna respuesta institucional. Es una tierra de nadie, sin control, sin respuestas institucionales, es un vacío absoluto. 

Cuando comencé con esta investigación, mi idea de lo que significaba la frontera era otra.

Desde la distancia podemos opinar, teorizar, juzgar, responder convencidos los dilemas que atraviesan quienes están en otro territorio.

Pero ¿cómo se interactúa con la frontera cuando está a tan solo unos pasos? ¿Cuál es la manera de vivirla? ¿Cómo rige la vida cotidiana de quienes están ahí?

El factor geográfico es inherente a la complejidad del territorio, como también moldea el tipo de problemática que caracteriza cada límite fronterizo. Porque las particularidades de la frontera de agua, de la frontera seca, como de aquella netamente urbana, son utilizadas por las organizaciones criminales. El delito no conoce, finalmente, de restricciones limítrofes. Eso abre la puerta a otros interrogantes que aún buscan responder las instituciones. Una batalla que se viene perdiendo desde hace demasiado tiempo.

El delito delinea sus propios caminos, que se transitan incansablemente todos los días. Qué llevan, qué traen, determina el ritmo de estas fronteras. La pregunta que se formulan quienes viven de estas actividades no es si es legal o no, sino cuánto cobrarán al final del día. El dilema se discute en los despachos de los juzgados federales de la zona: se acumulan miles de expedientes al año sobre lo que los propios funcionarios califican como los “eslabones más débiles” de una cadena mucho más grande y, una vez más, compleja.

Estamos ante una zona con su propio sistema de leyes donde la idea de lo que es un delito se vuelve borrosa. Esta circunstancia es aprovechada por las organizaciones criminales, porque saben que lo que es un delito a la luz del Código Penal se encuentra naturalizado.

Los límites no parecen estar tan claros para algunos: en las zonas calientes de Orán (Salta) o de Itatí (Corrientes), los jueces federales terminaron presos y condenados por favorecer con sus resoluciones a líderes narcos. Las causas judiciales incluyen a intendentes, funcionarios de las fuerzas provinciales y federales.

Vamos más allá. Pensemos en el territorio en el que un mismo río separa a tres países tan distintos en sus raíces, pero que en muchos puntos geográficos se encuentran vinculados.

La Triple Frontera es el punto donde conviven Argentina, Brasil y Paraguay. Un lugar donde confluyen tres ciudades muy distintas, pero muy relacionadas entre sí e igualmente signadas por el delito.

Esta zona abarca una superficie de unos 2.500 kilómetros cuadrados, conformada por Puerto Iguazú en Argentina, Ciudad del Este en Paraguay y Foz do Iguaçu en Brasil. Cada una con su idiosincrasia, coexisten en un territorio álgido donde el crimen organizado encontró diversas versiones y esquemas para cumplir con sus objetivos. Rara vez fracasan.

Ciudad del Este es epicentro de las mayores organizaciones criminales, una tierra donde confluyen los peores delitos que parecen irradiarse a la región vecina. La Triple Frontera aparece como un refugio geográfico, económico, social y político para un crimen organizado que crece año tras año.

La Justicia paraguaya y la argentina concuerdan en un criterio: es este punto de confluencia geográfico el escenario donde conviven el terrorismo, las mafias, el tráfico de todo tipo de productos. Esta región es considerada por las autoridades judiciales de Argentina y Paraguay como una de las mayores economías ilegales del hemisferio occidental.

Estas ciudades cobran importancia dado su vigoroso crecimiento ligado a tres obras de infraestructura: el Puente Internacional de la Amistad, el puente internacional Tancredo Neves y la represa hidroeléctrica de Itaipú.

Se conforma un corredor geopolítico que beneficia a grandes bloques económicos como el Mercosur, donde confluyen países de la región en sus relaciones comerciales. Lo cierto es que los esfuerzos nacionales de las fuerzas de seguridad de Paraguay, Brasil y Argentina para combatir las actividades ilícitas lograron restringirlas, pero de ninguna manera erradicarlas.

Según los informes policiales, la Triple Frontera es una ruta para el contrabando de algunas drogas que atraviesan la región para terminar en destinos europeos.

Una vez más la frontera trasciende la idea de lo meramente geográfico.

En el extremo norte del país hay comunidades que no dirimen la cotidianidad desde la idea de lo extranjero, desde lo distinto a ellos. Son vecinos de una tierra que les resulta más cohesiva de lo que los libros enseñan. Allí se vive una suerte de “binacionalidad”, donde la idea del límite que separa con otro país no prevalece.

Cruzar al país vecino, esa escena que a cualquiera de nosotros supondría recorrer, por tierra o aire, miles de kilómetros es para ellos un acto tan simple como atravesar una calle, utilizar un paso no habilitado como el patio de una casa que culmina en territorio boliviano o subirse a una precaria embarcación. Demanda pocos minutos y es una cronología que rige la vida diaria. Está naturalizado ese recorrido diario que usan miles de personas, y que marca el ritmo de quienes habitan en esa frontera.

¿Cuál es entonces la definición de frontera? ¿Existe una frontera para quien se ha familiarizado tanto con ella?

La frontera cobra importancia en la medida en que hay movimiento a través del límite internacional y control sobre este movimiento. Si no fuera así, se trataría solo de un límite informado, una marca o un cartel.

Las zonas limítrofes se convierten en puntos de interconexión donde el delito, las organizaciones criminales, han encontrado un contexto favorable para consolidar importantes estructuras y donde el control estatal es completamente desafiado.

Adentrarnos en las historias de frontera, en las características de esos puntos claves de nuestro país que son una puerta a negocios ilegales para muchos, desnuda la complejidad de un tema no resuelto por las autoridades políticas. (…)

El baqueano del agua 

“Conocedores de las más indómitas geografías, los baqueanos fueron guía y referencia sin más brújula que su propia sabiduría. Leguas y leguas, a diestra y siniestra, en el horizonte y a nuestras espaldas. ¿Que si hay caminos delineados o señalización alguna? Nada de eso. Tampoco un mapa capaz de develarnos la topografía que aguarda en un periplo cuando menos temerario para cualquier mortal. ¡Menos mal que están ellos! Dueños de un olfato privilegiado para orientar nuestros pasos aun en medio de la nada… Llanos, bosques, esteros, montañas… nada parece estar fuera de radar para los baqueanos, hombres a quienes cualquier signo de la naturaleza parece oficiar de inequívoca brújula”. (Rocío Areal).

A la frontera de agua no se le puede aplicar el término “invisible” o “borrosa”. Allí está, imponente, el río Paraná marcando lo contrario. Es hipnótico de a momentos, su corriente es el sonido ambiente que convoca de forma inmediata cuando se está cerca. Todo en ese canal fluvial es palpable, concreto, visible. Navegarlo requiere de expertos que conozcan su movimiento, sus sinuosidades, el cambio de su profundidad según por dónde se lo recorra. También las zonas donde hay más rocas, aquellos puntos donde se torna peligroso y desafiarlo puede convertirse en algo de vida o muerte. 

El río cuenta con sus expertos, con los conocedores de todo lo que en él sucede. La destreza se observa en un cruce de costa a costa en pocos minutos, a veces con una carga excesiva para la precariedad de sus embarcaciones. Viven de desafiar los controles de las fuerzas de seguridad y de las variaciones del propio Paraná. 

De color verde, desgastado por el sol y esa combinación de tierra que arrastra las aguas del río, el bote se acerca a la orilla de la extensa costa de Paso de la Patria. El punto es estratégico: está alejado del campo visual de Prefectura y en esa zona la distancia con Paraguay es más estrecha. A remo podrá llegar en menos tiempo, pero también cuenta con un motor que reduce los minutos que demanda arribar al otro lado. 

Waldemar se relaciona a diario con el Paraná. Conoce esa costa de arena fina y el agua que va mutando su color según por donde se la navega. Pero fue durante 2020 cuando convirtió los recorridos diarios hacia la costa paraguaya en “una fuente de trabajo, en un ingreso para poder llevar un plato de comida”, como describe él. 

Es un hombre de más de 45 años. Es vigoroso y de sonrisa constante. Su piel acumula horas al sol cruzando el río. Tiene una vida ecléctica: cuando no tiene personas para cruzar o mercadería que cargar en su bote, atiende una verdulería sobre la ruta de acceso a Itatí. Pero además, los fines de semana es jockey y corre carreras. Todo un contexto de apuestas ilegales. “Todo suma, un poco acá, un poco allá”, dice mientras mueve los remos y sonríe. 

El hombre usa el remo como una suerte de freno para arrimar su bote a la orilla. Elige una zona alejada, con poca corriente. El sol acompaña, la hora igual: recién son las dos de la tarde y el río solo devuelve quietud. “Es un buen momento para navegar”, dice mientras invita a subir. El objetivo es acercarnos a la costa de Paraguay: solo tres kilómetros nos separan.

Al inicio, aunque hay algo absolutamente natural en cómo utiliza los remos, cómo anticipa las corrientes y sabe meterse en ellas o sortearlas, hay cierto nerviosismo en sus palabras. Pero el mismo se va disipando a medida que nos adentramos en el Paraná. El río le proporciona a Waldemar seguridad, conoce todo lo que transcurre allí. Allí el hombre juega de local. 

No está desatento nunca al agua, pero sus acciones parecen completamente escindidas. Rema con fuerza, a un ritmo firme y constante, pero nunca mira sus manos, curtidas, fuertes, dañadas por las astillas de la madera que roza todo el tiempo para recorrer el Paraná. Su concentración está en la corriente, en los distintos movimientos que confluyen en esa frontera fluvial. Después de varios minutos de ese accionar casi automatizado por supervivencia pura, ya que admite que no es sencillo recorrer ese canal, la costa argentina se ve lejana, tan solo como una línea dibujada sobre el agua.

Nos encontramos, posiblemente, en un punto más equidistante. Waldemar detiene el bote y señala una isla que sobresale en el camino. Es una isla con una vegetación frondosa, propia de la región. Es un ícono de las cosas inexplicables en el lugar, “la mitad de esa isla pertenece a Paraguay y la otra mitad a Argentina”, dice Waldemar y ríe. Pero esa peculiaridad es bien aprovechada por los narcotraficantes y contrabandistas: “El bote o lancha llega hasta ahí, deja la mercadería en la isla y otra lancha va de la costa argentina y la busca”. 

Es una pequeña avivada conocida por las autoridades judiciales y muchas veces terminan decomisando mercadería detectada en una isla abandonada, sin responsable. “Lo que se arregla es que ellos te lo alcanzan hasta ahí, vos vas a buscar y nadie corre riesgo. Quizás el argentino sí por traer mercadería que no está facturada por Aduana, la mayoría es contrabando”. 

En un silencio que no expresa tensión a esta altura, sino más bien algo a lo que invita el Paraná, Waldemar le devuelve acción a su bote, al que se le filtra agua a medida que la profundidad del río aumenta. Los remos recuperan rápidamente su velocidad inicial. La precaria embarcación avanza en paralelo a la corriente y de a momentos la corta para acercarse a Paraguay.

“La vida de un pasero corre mucho riesgo, pero muchas veces es por necesidad. Está la familia y acá no hay mucho trabajo. Suele haber trabajo pero cuando hay turistas, muchos venden choripanes, panchos y así. Y cuando no hay nada de turistas está medio parado el pueblo. La mayoría se dedica a la pesca y lo que pescan lo venden del otro lado, en Paraguay. Obviamente que está prohibido pero muchos lo hacen por necesidad”, relata Waldemar.

Waldemar empezó durante la pandemia a darles más preponderancia a los cruces hacia Paraguay y su explicación una vez más responde a la situación económica de la zona. “Lo hice por necesidad, tengo un hijo y me junté con la madre, porque no soy de acá. Ahora tengo documentos, ya soy de acá de Itatí. Con esta chica que me junté, tenía dos hijos chiquitos, después vino el tercero, que es el mío, y entonces había que trabajar. Vino el tema de la pandemia, donde no se podía hacer nada. Había muchas personas que venían de Buenos Aires y querían pasar al otro lado y les hacía precio porque me servía. No se podía hacer otra cosa, no había otro trabajo, y entonces me arriesgaba para poder llevarle un plato de comida a mi hijo”. 

A mediados del año 2023, Waldemar cobraba 15 mil pesos argentinos para cruzar, en un día de semana, a las personas. El valor varía si es un fin de semana o un día feriado. Si lo que debe trasladar es mucha mercadería, también fija otro costo. Todo está sujeto a la demanda, pero por día puede llegar a tocar la costa paraguaya más de cuatro veces. A remo puede tardar más de dos horas en cruzar, pero consiguió un pequeño motor que le coloca a su bote y reduce en un tercio el tiempo. Esto le permite realizar más cruces en una misma tarde. 

La mercadería que suele trasladar es variada: harina, azúcar, fideos. “Son cosas que allá (Paraguay) valen más que acá. La plata de allá se valoriza más que acá”, detalla. No se muestra curioso, él no hace preguntas, no indaga sobre la persona que tiene enfrente, pero le gusta hablar y parece divertirse cuando cuenta anécdotas, cuando repasa sus experiencias cruzando el Paraná, cuando reconstruye su vida de pasero. “Me contratan para trasladar lo que sea, yo hago el viaje y con lo pequeño que tengo me muevo. No me muevo rápido pero me muevo”. 

La Justicia Federal determinó que la metodología de traslado de droga e ingreso de la misma a nuestro país –en esta zona– es la utilización de los paseros. La necesidad de un diferencial económico vuelve a resonar en las charlas con los fiscales y jueces que, entienden, son los eslabones más pequeños de una gran cadena de comercialización de estupefacientes.

En ese ir y venir de Paraguay con su embarcación, Waldemar hace una aclaración que desdibuja por unos instantes esa sonrisa que parecía permanente. “Claro que acá se cruza droga, todos lo sabemos, lo escuchamos, lo vemos. Este es un lugar de alerta roja. Acá se trabaja muy seguido con eso pero yo no me meto, ni pincho ahí porque es un peligro. Por plata de hoy no voy a ir a parar a la cárcel por cuatro o cinco años o más sin ver a mi familia”. Y allí expone su conocimiento de la acción así como sus consecuencias. “Yo traslado todo menos droga y cigarrillos”, remarca.

Pese a la convicción de lo que entiende es su fuente de ingreso, como muchos otros paseros, admite convivir con el temor. Sobre todo cuando se dan cuenta de que hay operativos en cruces cercanos a los que ellos suelen utilizar. Cuentan con la ductilidad para elegir otros sectores de la costa de Itatí, la adrenalina es protagonista en esos momentos. “Siempre da miedo, me suelen agarrar y me preguntan si veo o no las cosas y que llame si me entero de algo. Prácticamente de día no se ve nada, cuando más se ve es a la noche”, detalla Waldemar y no pierde la oportunidad para contar las veces que cayó detenido, solo algunas horas que ocasionalmente se convirtieron en un día, por mercadería no declarada. Pero no conocía al dueño de la misma, “yo solo la estaba cruzando, es un poco la vida del pasero”.

El riesgo también lo impone el río mismo. No mantiene siempre el mismo caudal, son aguas de diversas corrientes internas, de poderío. Todo el Paraná solo expone su inmensidad y poderío. “Es peligroso cuando hay viento. Siempre hay que estar con salvavidas, lo que más te pide la Prefectura”, dice mientras sonríe por las propias medidas básicas de seguridad que su embarcación no garantiza. Pero son baqueanos del agua, conocen ese límite de agua que los separa de Paraguay, saben qué día es menos conveniente para lanzarse a la travesía del cruce ilegal, reconocen en su movimiento dónde puede presentarse el peligro, entienden sus cauces y por dónde sortear los tramos más complejos. 

Del otro lado de la frontera, en el país vecino, la situación no difiere tanto. Los paraguayos también son paseros, “casi la mayoría en esta zona hacen lo mismo que nosotros, cruzar todos los días, pero ellos (los paraguayos) se arriesgan menos, no llegan a nuestra costa sino que llegan hasta la isla para evitar terminar presos en Argentina y que le secuestren la embarcación. A uno muchas veces le cuesta tener eso y apenas lo tiene no es para arriesgar por un poquito, es muy complicado”. 

No hay un número específico respecto a cuántas personas viven de esta actividad, pero incluso el intendente de Itatí entiende que es inherente a la zona y a su geografía. “Somos muchos los que hacemos esto, hay otros muchos que compran las cosas en Paraguay y las traen para acá. Los que tienen puestos de mesa, jugueterías, zapatillas”, indica en referencia a la gran feria. Waldemar recuerda un viaje que tuvo que hacer con 98 pares de zapatillas, un cruce fallido porque a mitad de camino fue interceptado por la Prefectura, “estaba llegando a la costa y me agarraron, ya no me podía escapar, lo primero que pensaron era que traía marihuana o cigarrillos. Les digo: ‘Es calzado que traigo de la isla porque como no hay Aduana, no están abiertos los pasos’. La señora que me pidió que traiga esos paquetes me pagó cinco mil pesos y al final me detuvieron dos horas hasta que me soltaron. No era mucho, pero a mí me servía, quise aprovechar el viaje pero casi pierdo todo”. 

El río es testigo de esos incansables viajes. De la cantidad de mercadería que circula de costa a costa, de esos paseros que desafían todos los límites como también todo lo impuesto por la ley. La tarea es cruzar sin distinción de lo que hay en el interior de los paquetes, “de allá para estos lados ahora se cruzan muchas cubiertas, como subió el dólar acá (en Argentina) se fueron a las nubes y mucha gente busca poder hacer una diferencia porque el peso está muy bajo”, cuenta Waldemar y asegura que en su bote puede cruzar hasta ocho cubiertas de auto. “También más, pero como el motor mío es chiquito más no puedo”, y mientras expresa estos detalles propios de la física, saca su mano derecha del remo y señala a una embarcación que se ve a unos cien metros, “ese está llevando combustible y en Paraguay lo vende a un mejor precio, y así cada uno se la rebusca. No llevan mucho, 100 litros, 200 litros pero le sacás para poder alimentar a tu familia, quizá para pagar algunas cuentas”.

Su explicación medular no varía durante el recorrido: la necesidad y la precaria situación económica de la zona, como la escasez de ofertas laborales, lo llevaron a ver en el Paraná una fuente más de ingreso. Pero cuando el bote descansa en la orilla argentina, Waldemar obtiene ganancias a través de los caballos de carrera. Su relato es sorprendente si no fuera porque lo cuenta mientras navega el río al que le atribuye una de sus facetas: “Soy pasero porque paso gente y jockey porque corro”. Rememora sus días en el Hipódromo de Buenos Aires y aún lamenta no haber podido entrar a la escuela de jockey que lo condujo a correr en Tandil, por ejemplo. Es otro capítulo de su vida, ahora la misma transita entre el río Paraná y las carreras clandestinas de Itatí. Su bote, con unos centímetros de agua en su interior, se acerca a la costa. Su sobrino, con el que atiende la verdulería, lo aguarda para asistirlo y ayudarlo a guardar la embarcación. Cuando descendemos de la misma, hacemos unos pasos sobre la arena humedecida por el oleaje que una lancha produjo y, un poco taciturno, desliza su último comentario: “Hay que andar en el agua pero con mucho cuidado siempre. Todos sabemos que es ilegal lo que estamos haciendo pero muchas veces lo hacemos por necesidad, porque la necesidad es grande”.

 

☛ Título: Fronteras

☛ Autora: Lucía Salinas

☛ Editorial: Leamos
 

Datos  de la autora

Lucía Salinas nació  en Río Gallegos, provincia de Santa Cruz. Obtuvo su título de licenciada en Comunicación Social con Orientación en Periodismo en la Facultad de Periodismo de la UNLP en 2006.

Desde 2012 fue corresponsal de Clarín hasta sumarse al diario como redactora permanente desde 2013. Fue acreditada en la Casa Rosada hasta diciembre de 2015. Desde entonces integra el equipo de Judiciales e Investigaciones del diario Clarín.

Desde 2019 se sumó al canal Todo Noticias (TN), donde en la actualidad se desempeña como columnista del programa Solo una vuelta más.