La escuela ha sido considerada desde sus inicios como una institución a través de la cual influir en el comportamiento no solo de sus alumnos, sino también de los entornos familiares y sociales. En los inicios de la conformación del sistema educativo, su creación estuvo claramente asociada a un propósito civilizatorio, donde los chicos eran los transmisores hacia sus familias de normas sanitarias, de moral y de las costumbres propias de la sociedad moderna, que era el modelo que se pretendía implantar.
En la segunda mitad del siglo pasado, a través de los nuevos talleres escolares, se filtraron los valores propios de la sociedad de consumo asociados a la satisfacción y el disfrute de aprender.
El “progresismo” criollo ha invadido nuevamente la escuela con un conjunto de valores que provienen del pobrismo, que es hoy la filosofía en la que abreva. Ninguna de estas opciones valorativas ha desplazado a las anteriores; coexisten muchas veces en la misma institución e incluso en un docente que echa mano a una u otra de acuerdo a la ocasión o circunstancia que debe tratar (…).
A pesar de esta visión descalificadora, ese núcleo civilizatorio estuvo en la base de la construcción de una sociedad caracterizada por una presencia importante de clases medias, que se constituyeron como tales haciendo propias las enseñanzas de la escuela que predicaba la importancia de estudiar y trabajar para hacer posible un futuro mejor (…) Estos valores tenían que ver con construir sujetos apreciados por sus méritos, medidos por su capacidad de esforzarse para conseguir una vida digna. Falta agregar que en ese escenario había dos personajes inadmisibles: los vagos y los juerguistas, tanto para los hombres como para las mujeres.
La fábula infantil de la cigarra y la hormiga sintetizó magistralmente este mensaje: la hormiguita trabaja todo el verano y el otoño para almacenar provisiones, mientras la cigarra se divierte cantando sin hacer ninguna previsión para el futuro. Llegado el invierno, la hormiga tiene su premio, ya que dispone de abundantes alimentos, mientras que la cigarra sufre el castigo de la privación por su irresponsable abandono al placer del canto.
A partir de los años 60, se produjo una revolución de las costumbres que valorizó a la cigarra y habilitó el placer. Recordemos que fueron los años del Mayo Francés, del prohibido prohibir, de la píldora anticonceptiva que posibilitó la separación de sexo y concepción. Fueron años de valorización del placer, de la penetración cultural del psicoanálisis, del auge de los publicistas que resultaban del avance de la sociedad del consumo. Estos acontecimientos convulsionaron los principios organizadores de la vida (…)
Esta renovación cultural dio origen a un nuevo conjunto de escuelas laicas creadas por los cultores del progresismo de la época, que pusieron el acento en la satisfacción, la creatividad y el respeto de las subjetividades individuales. Estas propuestas trataban de desarmar la relación entre sacrificio y aprendizaje y buscaban –y aún buscan– asociar la enseñanza al placer de aprender.
Las escuelas públicas se mantuvieron firmes y siguieron sosteniendo el mandato del esfuerzo y el mérito, pero abrieron una ventana a la incorporación de las nuevas prácticas y comenzaron a desarrollar talleres extracurriculares en los que el placer y la gratificación fueron y son los principios que ordenan las actividades (…).
En los últimos años, a la luz de las nuevas definiciones del “progresismo criollo”, la escuela pública, que es frecuentada mayoritariamente por los sectores más empobrecidos de la población, está introduciendo un nuevo discurso que pone en jaque el núcleo duro de la escuela del sacrificio. No obstante, lo hace con un sentido casi inverso a lo que se podría esperar para construir una institución donde se aprende con placer mientras se obtienen los recursos necesarios para navegar con éxito en la sociedad contemporánea.
Se trata de un relato que tiene una referencia muy fuerte en el sufrimiento de los pueblos o grupos sometidos por los poderosos. Estos últimos pueden ser tanto los colonizadores como los dueños de explotaciones agrícolas o mineras, o los empresarios. Se trata de un mundo de buenos y malos donde los primeros han perdido en manos de los segundos. (…)
En el ámbito escolar, esta visión del mundo ha dado lugar a lo que podríamos llamar una pedagogía compasionista. Esta se caracteriza por priorizar las condiciones socialmente desfavorables de los alumnos como una dimensión a ser valorada y que los exime de las exigencias del aprendizaje.
Se trata de una vertiente del pobrismo que desecha la idea de progreso individual a través del mérito personal. Esas posiciones conllevan a una valoración de sí y de su origen, pero no ayudan a proyectar posibilidades para el futuro. Lo deseable es ser reconocido en su condición actual y no empeñarse para un reconocimiento futuro, para ser alguien, como postulan las familias de clase media.
En esta filosofía escolar, no hay adónde llegar, no hay futuro que conquistar. Hay un hoy y un reconocimiento de los que sufren, de los que son sometidos a otros o a la necesidad, que en el caso de los chicos más vulnerables son ellos mismos. No hay redención individual a través del camino del progreso, sino solo la búsqueda del reconocimiento y la condena a los responsables de la injusticia (…)
Es un mundo de sufrientes sometidos que, al igual que en el caso de los pecadores de las comunidades religiosas, encuentran consuelo en sus líderes y en el reconocimiento de su valor que ellos hacen. En esta filosofía, la escuela es un espacio de encuentro entre quienes se reconocen como pertenecientes a la misma comunidad de sufrientes.
*El gran simulacro. Editorial Libros del Zorzal (fragmento).