DOMINGO
Libro

Intrigas en el Vaticano

Conspiraciones contra las reformas del papa Francisco.

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Este libro denuncia la existencia de una conspiración del influyente sector conservador de la Iglesia Católica y la ultraderecha, con el apoyo del poder financiero internacional, contra el papa Francisco. | Juan Salatino

Cuando empezaron a salir a la luz los casos de abusos se­xuales en el mundo, durante el pontificado del papa Juan Pa­blo II, el que hoy es santo de la Iglesia católica los ignoró y siguió encubriendo a los pederastas. El caso del amigo de Wojtyla, el sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de la congregación ultraconservadora Legionarios de Cristo, es lo suficientemente elocuente. Con Benedicto XVI no cambiaron demasiado las cosas, mientras se masificaban las denuncias internacionales. Sí declararía la “tolerancia cero” respecto de los abusos, pero poca cosa más hizo. Los sectores que daban apoyo a estos dos pontificados callaban. No se oyó voz alguna desde la ultraderecha política y de la tradición eclesial que condenase una práctica criminal que poco a poco se extende­ría como una mancha de aceite en toda la Iglesia universal. Cuando Francisco fue elegido papa, todo cambió. Estos secto­res, hasta entonces mudos y defensores de los pederastas en la Iglesia, empezarían a hacer campañas con una grave acusa­ción: “Bergoglio es el encubridor de los abusos”.

Como siempre, hacían una política en la que todo valía para desacreditar y erosionar al pontífice argentino, el primer jefe de la Iglesia que se ha puesto manos a la obra para erra­dicar este cáncer con metástasis que padece la institución.

Si una cosa me ha sorprendido de las entrevistas que les he hecho a numerosos sacerdotes católicos abusadores sexua­les a lo largo de mi trayectoria profesional es que estos per­sonajes no solo no muestran arrepentimiento alguno por sus actos criminales, sino que, además, consideran sus acciones dentro del ámbito de la normalidad. Muchos argumentan, sin rubor alguno, que esas relaciones no se pueden calificar si­quiera de pecado. 

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Vayamos por partes. El abusador sexual obedece a un im­pulso “irrefrenable”, y a la vez es muy consciente de la perso­nalidad vulnerable de la víctima y del poder que ejerce sobre ella. Conoce también el encubrimiento y la impunidad que tradicionalmente tienen estas prácticas en el entorno en el que se producen. Actúa premeditadamente, pero siempre en el ámbito privado, sin buscar el escándalo, con una seguridad absoluta. El arrepentimiento, pues, no lo puede contemplar. Cuando lo descubren, su pecado es la soberbia. El sentirse poderoso, impune y por encima de los demás. 

Que los depredadores de criaturas y adultos vulnerables consideren un hecho “normal” este abuso de poder y abuso sexual no puede entenderse sin tener claro que esa persona forma parte de una institución, la Iglesia católica, en la que es­tas prácticas son parte importante de la tradición, de la vida cotidiana y, por tanto, de una cultura arraigada a lo largo de los siglos. Si todo el que quiere lo hace…, ¿por qué no voy a hacerlo yo? Finalmente, un argumento bastante sólido y que estos individuos con trastornos mentales muy contrastados suelen esgrimir es el de que sus acciones con niños y jóvenes de un mismo sexo no son pecado. Si la Iglesia ha defendido tradicionalmente que solo se pueden considerar relaciones sexuales las que se practican entre un hombre y una mu­jer, en consecuencia, si lo hacen con niños o jóvenes del sexo masculino, “no hay sexo ni se viola la ley del celibato”. 

Estos seres enfermos, que al mismo tiempo son muy conscientes de que en el mundo laico su manera de actuar se considera aberrante y punible, saben muy bien dónde se mueven. Se refugian en parroquias, seminarios, conventos, escuelas o centros deportivos de propiedad religiosa, recintos todos ellos envueltos en el aura de protección que la sociedad les ha concedido de manera secular. La prudencia, no propiciar el escándalo que puede hacer daño a la institución, preservar su buen nombre, son los argumentos avalados por la jerarquía durante siglos para encubrir a los clérigos pedófilos y a los abusadores de jóvenes y también de adultos vulnerables. La ley del silencio (una especie de omertà mafiosa) impera como consecuencia de un clericalismo dominante e impune. La mayoría de los religiosos que viven la vida consagrada de acuerdo con los principios de la fe, aun así, si conocen casos de abusos por parte de sus compañeros o sus subordinados, optan por apartar la vista y callar. Una actitud que no se pue­de calificar de otra manera que de complicidad puertas aden­tro de la Iglesia, y que también afecta a toda la sociedad por el miedo de las víctimas a ser señaladas y enfrentarse a un poder al que todavía muchos temen. 

Cuando hablamos, pues, de “cultura y tradición” de la Iglesia en el ámbito de los abusos, tanto económicos como se­xuales, lo hacemos con unos argumentos que son demostra­bles, difícilmente rebatibles. El mismo papa Francisco, el 4 de noviembre de 2021, afirmaba que hacía falta que la Iglesia lu­chara para “erradicar la cultura de la muerte que comporta toda forma de abuso sexual, de conciencia o de poder”. En una car­ta de mayo de 2018 a todos los católicos de Chile (después de decapitar a toda la cúpula de la Iglesia chilena por abusos), el Sumo Pontífice ya había utilizado el término “cultura” para hablar de los casos de pederastia. “La cultura del abuso y el encubri­miento es incompatible con la lógica del Evangelio”. 

Lamentablemente, no todo el mundo en el interior del Va­ticano y de la Iglesia lo ve con los mismos ojos. 

La “cadena” de violaciones 

Conozco de buena fuente el caso de un seminario de la Le­gión de Cristo en México donde ingresaron dos jóvenes, Emi­liano y Santiago, en 2009. Emiliano era un chico tímido, poco sociable, perteneciente a una familia acomodada de D.F.; aun­que era estudiante y buen trabajador, sus padres y todo su círculo familiar lo rechazaban por ser homosexual. Ingresó en el seminario consciente de que en ese entorno reservado a los hombres dejaría atrás la tortura de los que se burlaban de él y lo vejaban hasta extremos inhumanos. Abandonaba el mundo de los chistes homófobos sobre “puñales” (homo­sexuales), las preguntas incómodas y a menudo con retranca de los que le interrogaban sobre si tenía novia y la persisten­cia insoportable de los que le presentaban a chicas solteras y de buen ver. Él, atemorizado, a veces simulaba que mantenía relaciones con alguna chica. Incluso una tía, hermana de su madre, que en una ocasión se le insinuó, conocedora de que el sobrino era homosexual, intentaría en vano protegerlo. 

Santiago, el otro chico, era de Puebla y tenía una persona­lidad muy distinta. Hijo de una familia trabajadora con pocos recursos, jamás había prestado demasiada atención a la escue­la. Su futuro pintaba muy negro, en el paro, vagando por las calles y siendo presa de todo tipo de gangs y narcotrafican­tes que controlaban el barrio donde vivía, en una casa muy modesta. Sus padres, muy religiosos, consiguieron, gracias a la amistad que tenían con un sacerdote de la parroquia, que Santiago ingresara en el seminario. Allí estudiaría y se haría un hueco en la sociedad. 

Dos casos de personas con orígenes muy distintos, pero que acabaron por seguir, dentro de los muros del seminario, caminos paralelos. Tanto Santiago como Emiliano sufrieron abusos sexuales por parte de los responsables de la institución y de los alumnos más veteranos. Un abuso reiterado, a menu­do salvaje, que marcaría su adolescencia y su futuro. Un calva­rio que les ha dejado un trauma de por vida difícil de superar. 

En 2016, ambos fueron ordenados sacerdotes, y a los dos les ofrecieron un cargo en el seminario en el que se habían re­fugiado. La “cultura” de abusos que vivieron cuando eran se­minaristas los llevó a convertirse en los depredadores de los más jovencitos cuando ellos se hicieron veteranos. Aquella “cultura” no se detendría en el momento de acceder a ser responsables de la dirección del centro. Empezaron a abusar de los más débiles y vulnerables. Se habían transformado de víctimas en verdugos. Nunca denunciaron nada y nunca fue­ron denunciados. Participaban de lo que se ha denominado “cadena de abusos”. Después de muchos años, continúan li­bres y sin haber acabado ante los tribunales. Jamás nadie se ha atrevido a dar el paso. La congregación ultraconservadora católica Legionarios de Cristo o Regnum Christi, presente en parroquias, escuelas y seminarios de América Latina, Europa y África, reconoció en 2019 la existencia de esa “cadena”: más de ciento setenta y cinco casos, once de los cuales habían sido víctimas de abusos por parte del mismo fundador de la congregación, Marcial Maciel. El sector más reaccionario del mundo de la política o del interior de la Iglesia católica nunca ha querido denunciar tales prácticas. Siempre han protegido a los abusadores y lo continúan haciendo. 

Un espantoso caso de adultos vulnerables 

Podemos tomar una sentencia de abril de 2019 dictada por la Audiencia Provincial de Lugo contra el fraile franciscano José Quintela Arias, de la localidad gallega de Pedrafita do Cebrei­ro, como un ejemplo claro de cómo un sacerdote depredador se encarniza con dos adolescentes. No solo abusaría de Pené­lope, de dieciséis años y con discapacidad intelectual, sino que obligaría a participar en juegos sexuales y sesiones de foto­grafía pornográfica al primo de la chica, Emiliano, de veinte años y también con una importante discapacidad psíquica. 

La Sala II del Tribunal Supremo, en octubre de 2021, desestimaba el recurso de casación interpuesto por la defensa del acusado, que acabaría condenado a doce años de prisión. El franciscano, con cuarenta años de diferencia de edad con la chi­ca, utilizó todo su poder para manipular a la menor, que fre­cuentaba el santuario de O Cebreiro, en la montaña de Lugo, donde el fraile se encargaba de atender a los peregrinos del Camino de Santiago. Era un religioso que se había hecho muy popular por ayudar a los caminantes y que solía fotografiarse con políticos y famosos. Cuando se hizo público el escándalo, vecinos y peregrinos no se lo podían creer. Muchos “famosos” hicieron desaparecer de sus móviles y de sus redes sociales esas fotos en las que aparecían acompañados por el franciscano. 

La sentencia deja claro que el condenado se valió “de una situación de superioridad manifiesta que le otorgaba su con­dición de religioso y la precaria situación personal, familiar y económica de la menor”. Le llegó a dar hasta ochocientos euros, procedentes del dinero que recogía en las colectas del santuario destinadas a los pobres, teóricamente para ayudar­la, pero con la intención clara de que guardase silencio so­bre esos encuentros sexuales que se producían en la misma sacristía del santuario o en la casa del sacerdote. Allí, según se recoge en la redacción de la sentencia a la que he teni­do acceso, se hacían las sesiones fotográficas de la chica “con billetes de veinte euros entre los labios vaginales, con una botella de Coca-Cola de plástico parcialmente introducida en la vagina, desnuda con el pectoral del fraile en torno al cuello y con la decoración de flores de Pascua y bolas de Navidad que había en el santuario colocados entre sus pechos y ge­nitales, y haciendo una felación”. El sacerdote también se hacía fotografiar desnudo por la chica, y organizaba sesiones fotográficas para plasmar las relaciones sexuales de Penélope con su primo Emiliano. 

La Conferencia Episcopal Española y el superior en Gali­cia de la congregación de los Padres Franciscanos informaron del caso al papa Francisco, que siguió de cerca el proceso ju­dicial. El caso es paradigmático para contemplar cómo preva­lece el poder de un religioso considerado un ejemplo para la comunidad del entorno donde vive, y que en privado utiliza esta autoridad para manipular y violar a una menor y a un adulto, los dos afectados por una discapacidad psíquica y con problemas económicos. El fraile murió en abril de 2022. 

Las víctimas de los abusos de la Iglesia se han organizado mundialmente. Muchos han perdido el miedo, ayudan a otras víctimas y conciencian a la sociedad. Con Francisco, la Santa Sede empieza a actuar como nunca lo había hecho. Pero son muchos los que dentro de la Iglesia y en todo el mundo siguen practicando abusos, porque todavía sienten que car­gos importantes en la institución los protegen. Cardenales y obispos de los cinco continentes, como de dentro del Vaticano, encubren a los criminales, mientras atacan con contundencia a Jorge Mario Bergoglio. Nunca había visto llorar a prelados con cargos importantes en una reunión del Vaticano como pude hacerlo durante la Cumbre sobre los Abusos convocada por el Papa en 2019. Vi muchas lágrimas en los ojos de pur­purados y monseñores mientras escuchaban los espantosos testimonios de las víctimas de abusos. ¿Acaso no sabían qué había sucedido? ¿Es posible que solo entonces descubrieran el horror que se vivía en su propia casa? 

(…)

Código Canónico: la vía severa contra los abusos 

Además de la imprescindible reforma de la curia de la que ya hemos hablado, y que representa para muchas congregacio­nes e institutos religiosos de tipo tradicionalista una auténtica amenaza, el papa Francisco ha puesto en marcha cambios de un calado extraordinario. En primer lugar, la modificación del Código de Derecho Canónico, que pretende no dejar ninguna grieta legal en la Santa Sede que impida que se puedan juzgar con la severidad necesaria los abusos económicos y sexuales. Una revisión que endurece las normas para intentar evitar y castigar los escándalos que contaminan la institución y que le han provocado un fuerte desgaste de credibilidad. 

En la Iglesia católica hay ejemplos terribles, a lo largo de la historia, de eclesiásticos que han traicionado su juramento de castidad y han dado un ejemplo de mala praxis de cara a la comunidad de la que ellos forman parte como jerarquía. Los Borgia son una muestra bien clara, como lo fue el pontífice Juan XII, a quien muchos recuerdan con el infame apelativo del “papa Fornicario” (el papa fornicador). Durante su reinado, entre los años 955 y 964, convirtió el palacio de Letrán en un prostíbulo, hasta que tuvo que huir de Roma, acusado de los peores vicios. Juan XII, según dice la historia, sería asesinado de un martillazo en la cabeza por un marido que había sor­prendido al pontífice en la cama con su mujer. Pero también hay una segunda versión que afirma que murió de una apople­jía en pleno acto sexual. 

Papas, cardenales, obispos y clérigos a lo largo de la his­toria han disfrutado de la impunidad necesaria para come­ter todo tipo de abusos sexuales contra menores y adultos vulnerables. Asimismo, han podido perpetrar sin castigo todo tipo de corruptelas y abusos económicos. Se han protegido y encubierto entre ellos, con la excusa de no armar escándalo, refugiándose al mismo tiempo en un ordenamiento jurídico muchas veces tildado de blando y ambiguo. Las leyes canóni­cas parecían diseñadas para que nunca tuviesen que enfren­tarse a ningún tipo de proceso penal que los pudiese conducir a ser castigados. 

“Había que acabar con esta impunidad. La Santa Sede no podía seguir protegiendo a muchos de sus representantes que han cometido crímenes aberrantes, que merecen una conde­na firme de los tribunales eclesiásticos”, me dijo en 2021 un importante jurista que ha colaborado con el Vaticano para in­troducir cambios importantes en el Código Canónico, la ley de leyes que rige en la Santa Sede. Él encontró “trampas” en muchos artículos que permitían que los abusadores fue­sen exonerados. Localizó contradicciones en diversos capítu­los que permitían que la Justicia se ejerciese prácticamente al gusto del consumidor. 

El papa Francisco introdujo en junio de 2021 unas modifi­caciones importantes en el Código Canónico, que es el corpus legislativo principal de la Santa Sede. Benedicto XVI ya ha­bía intentado poner en marcha una reforma, pero renunció al pontificado antes de concluir los cambios. En resumen, las modificaciones al Libro IV, y en concreto al capítulo VI, con­tienen la definición de la pederastia como “un delito contra la dignidad humana” que puede acabar con la expulsión del es­tado clerical del criminal. Hasta ahora esta expulsión, que rei­vindicaban las víctimas desde hacía décadas, no formaba parte del articulado. El documento equipara el abuso de menores con el de determinados mayores de edad vulnerables a causa del uso arbitrario del poder por parte de sus depredadores. La reforma, como ha pasado con otras decisiones de Francisco en los últimos tiempos, limita un grado más el poder y la discre­cionalidad de los obispos a la hora de tomar decisiones, ya sean exculpatorias, ya sean de castigo, pero también reduce la dis­crecionalidad de la autoridad con criterios claros y objetivos a la hora de valorar situaciones o imponer sanciones. Finalmen­te, y este aspecto es importante y también nuevo, contempla la condena no solo para el abusador, sino también para los miembros de la jerarquía que encubran un delito sexual. 

Todo lo que hemos dicho hasta ahora se refería a abusos de poder de carácter sexual, pero el nuevo Código de Derecho Canónico incluye también delitos económicos derivados del abuso de autoridad, la malversación, la corrupción y la mala gestión del patrimonio de la Iglesia. Ahora ya no hay excusa para no hacer justicia, para abstenerse de sancionar a los que transgreden las normas. Hay claridad, y el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el organismo encargado de la disciplina en la Santa Sede, tiene a su alcance las herramientas legales necesarias para actuar con justicia y rigor.

 

Título: Vaticangate

Autor: Vicens Lozano

Editorial: Roca Editorial
 

Datos del autor

Periodista e historiador, especialista en Italia y el Vaticano.

Ha sido redactor de la sección Internacional de TV3 de 1984 a 2019.

Ha cubierto acontecimientos de gran alcance, como los macrojuicios a la mafia de 1986, la independencia de las repúblicas bálticas de 1991 y el tsunami asiático de 2004.