DOMINGO
Libro

La basura del mundo

La amenaza ambiental de los desechos.

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Este libro advierte que necesitamos poner en cuestión nuestros hábitos, para construir una alternativa de afirmación que encuentre su anclaje en una dimensión integral del cuidado. | Juan Salatino

Reciclaje”, esa palabra.

Algo que me hace reír bastante son los memes, de los que una colega escribió que pueden ser una bomba semiótica y hasta “una patada ninja de significados”. Y sabemos que hay caras que lucen como total y absoluta carne de meme; por caso ese mohín de poner los ojos en blanco cuando se dice algo tan pavo que ni respuesta amerita. Bien: esa es la cara que me dan ganas de poner junto a la leyenda “yo, automáticamente” cada vez que alguien saca pecho para afirmar que “en su casa recicla”. No es así, ¿sabés? Vos podrás, a lo sumo, separar los reciclables que desde tu domicilio, o desde un contenedor especial ubicado en algún sitio de tu barrio al que previamente los hayas tenido que alcanzar, tendrá que pasar a retirar un camión, que luego los transportará hacia un sitio de acopio en el que, ya sea en forma manual o mecánica, alguien se ocupará de clasificar en varias corrientes –plásticos de diferentes clases, latas, cartones, vidrios, papeles, tetrabrick, etcétera–, cada una de las cuales se enfardará o embolsará por separado para irse una vez más (y en otro camión) hacia la planta donde se acondicionarán, lavarán, triturarán y procesarán según corresponda en cada caso para, ahora sí, convertirse en materiales reciclados capaces –nuevo viaje en camión mediante– de formar parte de nuevos procesos productivos. Pero solamente el último eslabón de esa cadena puede denominarse, propiamente, “reciclado”. Y por eso es que “vos” en tu casa no estás reciclando nada. 

Si de repensar y resolver el problema de la basura se trata, resulta preocupante que el reciclado se presente como “la” solución cuando la verdad es que hablamos de un proceso costoso en lo logístico, oneroso en lo energético y demasiadas veces muy poco eficiente, lo que no quiere decir que no siga estando perfecto que en nuestras casas separemos todo lo que podamos, que las empresas dejen de encogerse de hombros y empiecen a implicarse en el tema con un enfoque realista y que desde sus regulaciones y políticas públicas los Estados creen las condiciones e incentiven la actividad como para que la recuperación de materiales efectivamente suceda y funcione. Los países que hoy muestran mayores tasas de reciclaje alcanzan a aprovechar por esta vía cerca de un 30% de sus residuos, lo cual no es una cifra desdeñable y de verdad permite –y tal vez permita cada vez más– reducir en una parte nuestra dependencia de materiales críticos escasos. No es cierto que una vez que los separamos el camión vuelve a mezclar los reciclables con las basuras comunes, eso es otra leyenda urbana. Una buena parte de los materiales que separamos sí se aprovecha. Pero la etiqueta de “reciclable” estaría requiriendo de un doble clic capaz de dar cuenta del trasfondo de una actividad que presenta sus límites y que –lástima– tampoco será esa bala de plata que nos libere de las montañas de residuos.

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Hay otra acepción de “reciclaje” que merece ponerse en tela de juicio. El llamado “arte reciclado”, que convierte fragmentos de basura en cuadros, muebles y esculturas, puede reportar algún beneficio ambiental en el sentido de que no se consumen –o se consumen menos– materiales nuevos, así como por el hecho de que evita que esos residuos terminen sus días en rellenos sanitarios, basurales o en el ancho mar. Ahora bien: sucede que no solo la contribución “al planeta” de este tipo de acciones resulta ultramarginal, sino que el mensaje no pareciera apuntar tanto a la necesidad de que bajemos nuestros niveles de consumo y presión sobre los recursos, sino más bien a algo así como: “Mirá, si al final con la basura también se pueden crear estas bonitas obras de arte, podemos seguir comprando tranquilos, que igual esos desechos van a tener un buen destino”. A veces se organizan supuestos “talleres de reciclado” para chicos que muy entusiasmados se ponen a producir artesanías con tapitas de gaseosa y kilos de plasticola, lo cual –de nuevo– está bárbaro si nos ahorramos de usar plástico virgen, estiramos un poco el ciclo de vida de esas tapitas y evitamos que terminen en el estómago de las ballenas. Pero no les enseñemos que el reciclado consiste en eso. 

Volver a usar una y otra vez bandejitas, vasitos, muebles viejos, macetas, frascos, bolsas, ropa, cajas, calzado, juguetes y otro sinfín de elementos no podría ser más positivo si lo que queremos es hacer menos basura, pero tampoco eso es reciclar. Reutilizar –que consiste en adaptar ciertos objetos para que adopten nuevas formas y poder seguir usándolos en vez de tirarlos– es algo tan beneficioso que aparece antes que el reciclado en la jerarquía de las “3R”, además de que abre la puerta al ingenio humano y permite ahorrar algo de dinero. La reutilización de ciertos artefactos podría pensarse incluso a un nivel comunitario, creando centros donde se reciban muebles, ropa, herramientas, juguetes, aparatos electrónicos y otros objetos pasibles de ser reparados para darles nueva vida. 

El discurso alrededor del reciclado parece haberse romantizado hasta el punto de desdibujar su significado. “Reciclaje” se volvió una palabra de moda y cool que hasta en los documentos técnicos significa cosas diferentes: 

1. Se puede estar refiriendo a la cantidad de residuos que apenas logran desviarse de la corriente general de basura para ser “potencialmente” reciclados (lo que no equivale a decir que todo eso al final del día se recicle).

2. Puede estar hablando del porcentaje de residuos que se recupera y luego logra realmente incorporarse a un proceso de reciclaje para convertirse en un nuevo material.

Son muchos los países a los que les encanta pavonearse de su gestión de residuos y de sus tasas de reciclaje por las nubes. Pero si en esos números solo cuentan los residuos que llegan a las plantas de separación y no los que efectivamente se reciclan, la cifra podría llegar a ser engañosa, porque no todo aquello presuntamente reciclable logra reciclarse: solo una parte llegará al mercado en forma de nuevos materiales con una calidad competitiva e idealmente comparable a la de los insumos vírgenes. Todo lo demás, lo que por diferentes razones no sirve para reciclar, se da en llamar “rechazo” y casi siempre termina en basurales, rellenos sanitarios o incineradoras. A veces esos presuntos reciclables se “exportan” a otros países donde, se supone, se procesan, por más que esto no siempre ni necesariamente sucede. 

¿Qué límites presenta entonces el reciclaje? Unos cuantos. Uno de los primeros es de orden termodinámico, porque mantener los recursos en un ciclo permanente no es del todo posible. La mayoría de los materiales no pueden ser usados una y otra y otra vez hasta el infinito, ya que se producen pérdidas por abrasión, por desgaste o por corrosión. Uno de los ejemplos más claros en este sentido es el del papel, en cuyo proceso de reciclado las fibras van acortándose y perdiendo cada vez un poco de fuerza, lo que reduce el número de ciclos en los que el material puede aprovecharse.

Pero además hay muchos residuos que no son técnicamente reciclables, o porque no existe tecnología para hacerlo o porque, si existe, resulta carísima, lo que termina haciendo que esos materiales sean poco atractivos y nadie se decida a juntarlos. Otro límite es el de la calidad de los materiales que se obtienen tras el proceso de reciclado, porque no todos los fabricantes aceptan alegremente comprar un insumo proveniente de la basura para alimentar sus procesos productivos, y mucho menos si su precio tampoco termina de resultarles competitivo. Un inconveniente bastante habitual en los procesos de reciclaje es la mezcla de diferentes materiales en un mismo packaging, por caso los envases de cartón y plástico, como los de los cepillos de dientes o las etiquetas autoadhesivas de papel que son parte de infinidad de potes y botellas de plástico. La mecánica para eliminar ese tipo de etiquetas de los envases puede llegar a ser más complicada que el proceso de reciclado, ya que tanto la fibra de papel como el pegamento resisten una temperatura menor y durante el fundido tienen altas chances de quemarse. Otro ejemplo de material difícil es el de los envases doypack (esos en los que mayonesas y salsas se exhiben paraditas) que suelen tener varias capas diferentes y a los que a veces se agrega además un pico de otro tipo de plástico. Todo eso, sumado a que resulta complicado dejarlos limpios, vuelve su reciclado prácticamente imposible. La confusión entre la población respecto de qué residuos separar y cómo hacerlo es otra de las dificultades que persisten en muchas comunidades, más que nada en el caso de los plásticos, con su enorme variedad de polímeros y aditivos. 

El reciclaje presenta también un punto oscuro. El comercio internacional de materiales para su presunto aprovechamiento, casi siempre hacia países en vías de desarrollo, suele encuadrarse en un sistema perverso, irracional e ineficiente que apenas “pasa” la basura a terceros. “Enviar residuos plásticos a otros países es en algunos casos más barato que reciclarlos en la Unión Europea, además de que su comercio está acompañado de falta de transparencia, inconsistencia de los datos de exportación y tráfico ilegal, y no siempre se llega a conocer el destino final de lo exportado”, explica el informe de Greenpeace España titulado “Reciclar no es suficiente”, que advierte que buena parte del plástico que llega a estos países es inservible y termina en los basurales o quemado sin control. 

Uno de los aspectos importantes a la hora de evaluar los beneficios ambientales de reciclar un material tiene que ver con observar qué sucede al final del ciclo con los productos creados a partir de material reciclado, porque si no tienen posibilidad de “volver al círculo” y formar parte de nuevos ciclos, tal vez todo ese esfuerzo no tenga sentido. Usamos papelitos de golosinas para fabricar bancos de plaza, fantástico. Ahora bien, ¿qué caudal de papelitos permite dar tratamiento a esa alternativa?, ¿se trata de una solución escalable y económicamente viable?, ¿son a la vez reciclables esos bancos de plaza?, ¿están previstas la infraestructura y la logística para recogerlos y acopiarlos? Los expertos suelen señalar que las mejores opciones de reciclado son aquellas en las que las bolsas vuelven a ser bolsas y las botellas vuelven a ser botellas: la vía para que los materiales vuelvan al círculo una y otra vez, sin necesidad de extraer nuevos recursos para fabricar otras bolsas y botellas.

Una dificultad del reciclado es la dispersión en cientos de miles de pequeños envases de diferentes clases de material, algo que vuelve costosa e improductiva la tarea de separarlos y concentrarlos. Por eso los recicladores prefieren toda la vida el llamado scrap (desechos derivados de procesos industriales) que suele ser mucho más homogéneo y manejable, por caso grandes embalajes o stretch film. 

De la cuna a la cuna. Rediseñando la forma en que hacemos las cosas es un libro en el que el químico Michael Braungart y el arquitecto William McDonough introdujeron las bases de un paradigma nuevo para la industria. Algo bueno de su filosofía es que sus conceptos, bastante intuitivos, tienen que ver con observar cómo opera la naturaleza, maximizando los recursos disponibles para encontrar la forma de transitar hacia un metabolismo cerrado. Claro que esto tampoco es milagroso y, de hecho, abre la puerta a una catarata de desafíos económicos, técnicos y prácticos no menores. El corazón de la propuesta apunta, más que a ponernos como locos a intentar reciclar todo, a empezar desde más atrás, por “ecodiseñar” los productos y sus envases para su real y efectiva “circularidad”. Hablamos, por ejemplo, de materiales que requieran de menos procesos y que sean capaces de reincorporarse con mayor agilidad a los flujos productivos sin perder valor, así como de productos que puedan desensamblarse en diferentes piezas para reemplazar las que ya no sirven conservando el resto, apuntando siempre a una efectiva reparabilidad. La idea es imitar el funcionamiento de los sistemas naturales que de una forma regenerativa vienen operando desde hace unos 3.850 millones de años, en los cuales el concepto de “basura” prácticamente no existe. Desde este punto de vista, la basura vendría a ser algo así como un “error de diseño”. 

Se me ocurre ir a deambular entre las góndolas de una de las casi 250 sucursales de cierta importante cadena de farmacias: quiero comprobar hasta dónde las ideas que hace dos décadas se tomaron el trabajo de sistematizar Braungart y McDonough hicieron mella en el universo del consumo masivo occidental. Pero doy dos pasos y ya descubro que los estantes rebasan de paquetes superfluos, voluminosos y demasiadas veces hechos de plástico pegado con cartón. Hay cientos de envases plásticos adentro de cajas, y también cosas como esponjas y gorras de baño que inexplicablemente se venden embolsadas en metros de plástico. Se ven filas de pañuelos y toallitas húmedas descartables de todos los tipos y con el más completo menú de fragancias que alguien pudiera concebir y, por supuesto, toneladas de cremas, tónicos y productos para el pelo contenidos en pomos y botellitas de dudosísimo aprovechamiento. Hay máscaras faciales “monodosis” que cuestan menos que un café y se ofrecen en sobres plateados gruesísimos. Pero todo el local aparece además rebosante de cosas inútiles, como un sacador de pelusas que funciona ¡a pila! y un jabón líquido en un dispenser superchiquito en el que, por si fuera poco, flotan unos pétalos de algo que podría ser tela o plástico. Dicen que la economía circular es ahora el paradigma: en la cadena de farmacias más grande de la Argentina parecen no haberse enterado. 

A mi hijo le encanta ir al McDonald’s, a mí, no tanto. Pero alguna vez también fui chica, y entonces con sus colores vivos y sus juguetitos estos restaurantes de comida rápida me fascinaban, con lo cual intento ser empática y, cada tanto, vamos al McDonald’s, donde igual aprovecho para hacer lo mismo que hago en todas partes: meter media cabeza adentro de los tachos para ver qué es lo que la gente tira. Y a primera vista un dato sobresale: los contenidos del cesto de reciclables “limpios y secos” y el de “basura” lucen prácticamente iguales. Pero en el fondo no me llama tanto la atención, basta observar lo que queda sobre la mesa tras consumir alguno de los menús: el papel sobre la bandeja termina por lo general manchado de sal y condimentos; los vasos de cartón encerado, que ni siquiera sabemos si se reciclan, quedan con gotitas de jugo o gaseosa; los papeles y cartones donde vienen las hamburguesas y papas fritas aparecen sucios; los sobrecitos de mayonesa y ketchup no solamente son un enchastre, sino que enchastran todo lo demás; y qué decir de las servilletas de papel arrugadas que nunca tenemos idea de dónde tirar. Es obvio que nadie se pone a revisar cosa por cosa para ver qué, entre todo eso, podría llegar a estar limpio y seco y resultar reciclable, con lo que todo junto y mezclado con restos de comida va a parar casi siempre (e indistintamente) a cualquiera de los dos tachos. Me pregunto qué harán en McDonald’s con esa bolsa verde de reciclables. Me pongo en contacto y consigo agendar un zoom con la gente de sustentabilidad de la compañía, que frente a mis consultas reconoce dos cosas: una, que muchos de sus packagings no resultan atractivos para la industria recicladora; dos, que si bien las cajas y los materiales del área del mostrador hacia adentro sí los entregan a las cooperativas para ser recuperados, cuando los empleados tienen que cambiar las bolsas de los tachos en la zona del comedor hacen primero una rápida inspección de la bolsa verde de reciclables y, si ven que está contaminada, la ponen adentro de otra gris y la mandan junto con la de basura al relleno sanitario. Eso ocurre la mayoría de las veces. También me dicen que incluyeron en varios locales un sector especial para tirar por separado los líquidos; y que vienen haciendo un esfuerzo grande por reducir en todo lo posible los envases y por educar a los consumidores acerca de lo que debería y no debería ir al tacho de reciclables. Me aclaran que por ahora no ven probable un modelo que prescinda de tanto packaging para pasar a otro tipo de vajilla, y en el fondo lo entiendo: parte del plan de la “cajita feliz” que tanto le gusta a mi hijo tiene que ver con ir sacando cada cosa de sus respectivos paquetitos. Me despido de la gente de McDonald’s y sinceramente le agradezco: de verdad valoro su disponibilidad para conversar conmigo de una forma tan abierta. Reconozco también que el problema de los cestos de reciclables “limpios y secos” no es exclusivo de los restaurantes de comida rápida: tanto en parques como en plazas, ferias y estaciones de subte es común ver paquetes de cigarrillos, vasitos, servilletas y yerba dentro de los recipientes en los que solo debería haber recuperables. 

Tenemos que poner el reciclaje en su lugar, así como despejar la palabra de los usos engañosos que se han ido haciendo de ella. Está claro que no se trata de “una mentira”. Y hasta hay que tener cuidado con los argumentos que lo denuestan de plano, porque muchas veces van de la mano de los intereses de las incineradoras que –simplificando– plantean algo así como: “El reciclado no sirve para nada, mejor quemémoslo todo y ya”. El reciclado sirve, pero tiene límites. Y parecería estar exigiendo de parte de los fabricantes un poco más de cabeza, además de un compromiso infinitamente mayor al que hoy están mostrándonos. Tengo en mente un sistema de aprovechamiento de materiales que resulte más eficiente, menos intensivo en carbono, más justo para los actores que participan de él y, sobre todo, muchísimo más simple, claro y transparente para los consumidores. No está mal el reciclado, solo que a veces las cosas se confunden. Y al fin y al cabo, pocas cosas hay tan valiosas y excitantes como la verdad desnuda.

 

☛ Título: Desechos, el drama de la basura

☛ Autora: Verónica Ocvirk

☛ Editorial: Punto de Encuentro y Undav Ediciones.
 

Datos de la autora 

Periodista, colabora con varios medios, entre ellos Le Monde Diplomatique, Página/12 y La Nación. 

Antes lo hizo en Anfibia, Viva, Ñ, Nueva, Playboy y muchísimos otros. 

Escribe desde siempre. Y lo que más le atrae de la profesión es estar en la calle. y hacer entrevistas. Éste es su primer libro.