DOMINGO
LIBRO

Raíces de un estallido

Un análisis profundo de la inequidad chilena.

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El Programa para el Desarrollo de Naciones Unidas elaboró en 2017 un informe que aporta datos reveladores sobre las frustraciones, desencantos y necesidades que se esconden detrás de las violentas protestas que atraviesan la sociedad chilena. | ilustración juan salatino

Abordar las dimensiones, las expresiones y los canales de reproducción o modificación de la desigualdad en Chile es una tarea exigente. Requiere sustentar el trabajo en definiciones teóricas y analíticas que guíen la investigación y la lectura de sus resultados. Y dada la amplitud del fenómeno, requiere sobre todo acotar la tarea.

Lo primero es describir y acotar el tipo de desigualdad que es objeto de estudio en este volumen, la desigualdad socioeconómica. Luego explicar las razones que hacen de la desigualdad un tema en disputa; hablar de sus orígenes, consecuencias y mecanismos de reproducción, y de su importancia frente a otros problemas sociales.

¿Desigualdad de qué?

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Este libro versa sobre las desigualdades que tienen su origen en las diferencias socioeconómicas, esto es, en las distintas cantidades de recursos de que disponen las personas en la forma de ingresos, riqueza, empleos, educación, salud, vivienda y otros aspectos que permiten funcionar efectivamente en la sociedad.

El acceso y la tenencia de estos recursos conforman la base material del nivel de vida y el bienestar de las personas en todos los grupos sociales. Además, ciertos bienes materiales, ocupaciones y credenciales educativas aportan estatus o prestigio, que las personas saben reconocer. Las diferencias de estatus o prestigio muchas veces se traducen en desigualdades en la forma de tratar a las personas, es decir, en el respeto y dignidad que se les reconoce en el espacio social. Por otra parte, las jerarquías laborales y la propiedad de los medios de producción conceden poder, en distintos grados, tanto en el espacio de las interacciones cotidianas como en el de las decisiones públicas.

Las desigualdades que se estudian en este trabajo no se agotan, por tanto, en las diferencias de ingresos. Esta amplitud de criterio tiene implicaciones metodológicas, porque significa que el análisis no puede restringirse al uso de encuestas de ingresos o presupuestos, especialmente cuando la tenencia de recursos genera desigualdades que producen asimetrías y desventajas en otras dimensiones de la vida social.

Dos de estas desventajas, que no suelen incluirse en la discusión sobre la desigualdad socioeconómica, son especialmente destacables: la disparidad en el trato y la desigualdad en el plano político.

Las desigualdades socioeconómicas se relacionan muy notoriamente en Chile con el trato y la valoración de las personas en las interacciones cotidianas. Como se verá, la desigualdad de trato social no se restringe a que algunos carezcan de los ingresos y recursos necesarios para vivir con dignidad, sino que implica, también, que dada su posición en el orden socioeconómico muchas veces se las considere personas de menor valor, que pueden ser “pasadas a llevar”, discriminadas o menoscabadas. En el extremo opuesto, implica que quienes gozan de mayor riqueza, poder o estatus se consideren personas con mayor valor intrínseco, a las cuales se rinde un trato preferencial o especialmente deferente.

Por otra parte, grandes diferencias en el plano de los recursos socioeconómicos pueden generar desigualdades en el espacio político si es que facilitan diferencias en la capacidad de influir, de ser escuchados y representados en las decisiones públicas. La reducción de las desigualdades políticas es uno de los principales desafíos de la democracia, no solo porque atentan contra el principio de igualdad ciudadana, sino también, y muy centralmente, porque la población percibe estas diferencias como un déficit democrático, lo que acentúa la pérdida de confianza en las instituciones públicas que ha caracterizado al país en los últimos años.

Aún falta precisar qué se entiende por desigualdad. Esta definición dista de ser simple, entre otras razones porque es un tema disputado en los planos político e intelectual.

Disputas ideológicas y políticas El tema de la desigualdad ha sido protagonista de gran parte de las disputas ideológicas y políticas que han tenido lugar en las sociedades contemporáneas. Desde la Revolución Francesa ha estado en discusión lo que significa vivir en una “sociedad de iguales”. Una de las primeras expresiones formales de este debate es la idea de igualdad política a través  el sufragio universal, según la cual todos los ciudadanos de un Estado-nación podían considerarse parte de una misma comunidad política, con ciertos derechos iguales para todos. Tras la Segunda Guerra Mundial, la idea de igualdad se institucionalizó en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), cuyo primer artículo señala que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.

Pese a esos desarrollos políticos y normativos, cualquier acercamiento a la idea de “igualdad sustantiva” –asociada a lo que T.H. Marshall denominó “derechos sociales”– ha supuesto un enfrentamiento por definir los límites de la igualdad y las consecuencias de la desigualdad. Durante gran parte del siglo XX hubo experiencias históricas y regímenes políticos que encarnaron de manera muy distinta este debate. Hasta el día de hoy, el propio concepto de desigualdad dista del consenso: su definición y los diagnósticos y propuestas de acción que se desprenden de ella siguen siendo materia de discusión.

En primer término, la discusión sobre las desigualdades y sus características conduce rápidamente a la pregunta por los ideales de justicia sobre los cuales están operando (o no) instituciones como el mercado laboral, el sistema judicial, la familia o las políticas sociales. Remite al debate sobre la justa repartición de los bienes y cargas que la sociedad asigna a las personas, y sobre la calidad de las razones que justifican estas reparticiones. Preguntar sobre desigualdad implica, entonces, tener una discusión sobre qué es justo o injusto, y sobre cuánto se adecua el orden social existente a esos criterios de justicia. Implica, en última instancia, determinar cómo se organiza y cómo debiese organizarse la vida en sociedad. No es poca cosa. Por lo mismo, no debiese sorprender que, dadas sus consecuencias sobre la vida de las personas, surja una tensión importante en torno a este tema.

Segundo, la discusión sobre las desigualdades abarca temas económicos, sociales, políticos, culturales, territoriales, étnicos, raciales y de género, entre otros. Casi no tiene límites predefinidos, por lo que su discusión es particularmente difícil. No es raro, de hecho, que la cuestión de la desigualdad se vuelva un blanco móvil al que nunca es posible apuntar: si se parte discutiendo sobre la desigualdad de salarios y no se llega a acuerdos, la conversación se traslada a las desigualdades educacionales, luego a la desigualdad de oportunidades, y de ahí a la idea de privilegios de cuna versus mérito. El hecho de que siempre sea posible complejizar los puntos en disputa dificulta la búsqueda de acuerdos mínimos sobre los cuales avanzar. En tercer lugar, la pregunta por la desigualdad genera tensiones sociales siempre que se enfrenta a la resistencia casi inevitable de aquellos más favorecidos por el statu quo. En muchos casos, las acciones que apuntan a la reducción de las desigualdades implican la contracción de ventajas y privilegios institucionalizados. Sea porque coartan la posibilidad de excluir a otros, porque dificultan el acaparamiento de oportunidades, o porque impiden explotar o abusar de personas pertenecientes a grupos menos favorecidos, los grupos minoritarios que se benefician de privilegios, vacíos legales o tradiciones que justifican la exclusión y el demérito siempre oponen resistencia a las acciones igualadoras. Estas resistencias pueden tomar la forma de acciones políticas directas, pero incluyen también una disputa intelectual respecto de qué se entiende por desigualdad, de cómo se debe leer la realidad a partir de dicha definición y de la pertinencia y factibilidad de actuar para generar cambios distributivos.

Finalmente, la necesidad de reducir las desigualdades es un tema en litigio siempre que entra en conflicto con otros objetivos sociales tanto o más válidos. Qué objetivo social es más importante en un momento y lugar es siempre motivo de controversia. Es habitual, por ejemplo, que quienes no creen necesario reducir la desigualdad argumenten que los esfuerzos por disminuirla afectarían el crecimiento económico, al que atribuyen mayor prioridad. En principio, este tipo de discusiones debiera dirimirse con evidencia empírica, pero es muy difícil demostrar causalidad en estas materias, por lo que la discusión es siempre política en última instancia. Por ello, la pregunta por el papel que debiese tener el Estado en el diseño y aplicación de políticas públicas para reducir la desigualdad, o en propiciar modelos de desarrollo más inclusivos, despierta todo tipo de reacciones a favor y en contra.

Los logros obtenidos por algunos países desarrollados muestran que es posible conciliar bienes sociales que a veces son presentados como antagónicos. Así ocurre con la disyuntiva entre igualdad y libertad, o entre la reducción de la pobreza versus la disminución de la desigualdad. En ambos casos la evidencia muestra que son objetivos sociales que es posible conciliar (...)

¿Qué es la desigualdad política?

La demanda por igualdad política efectiva se enfrenta de manera cotidiana con la realidad de la práctica política, en la cual las personas y los grupos tienen una influencia muy dispar. La política es un terreno en que se ponen en juego no solo las capacidades de acción  colectiva, sino también las ventajas que crean las diferencias de recursos (Lawrence, 2014).

El capital económico es transferible de manera imperfecta pero muy real a capacidades de acción política. Por eso, mientras más desigual es la repartición de recursos en un país, más probable es que su política también lo sea (Beramendi y Anderson, 2008). Para efectos de este trabajo, la desigualdad política se entiende como las diferencias en la influencia de distintos actores sobre las decisiones tomadas por los cuerpos políticos, que se explican por factores socioeconómicos. Es un concepto más amplio que las brechas observadas en la contienda electoral, pues en las democracias modernas la influencia real sobre las decisiones públicas va más allá de dicho espacio.

Ahora bien, que todas las personas sean iguales en el plano de la política formal es indispensable, pero insuficiente. Se requiere también que tengan igual capacidad de participar en los procesos políticos y de influir en sus resultados. No basta con la sola declaración de igualdad o con que no haya trabas explícitas para participar en la toma de decisiones: deben existir mecanismos para impedir que las grandes diferencias de recursos –traducidas en poder político– erosionen el principio de igualdad democrática y el funcionamiento de sus instituciones.

Democracia, desigualdad e influencia política

Impedir que las desigualdades socioeconómicas distorsionen el principio de igualdad política requiere de mecanismos formales que garanticen el ejercicio de derechos de todos los ciudadanos y que permitan que sus intereses y necesidades sean debidamente representados en los espacios de toma de decisiones. Estos mecanismos incluyen la elección de autoridades en elecciones abiertas, libres y limpias; el sufragio universal; la libertad de expresión, asociación y protesta; el acceso a múltiples fuentes de información; el respeto por la institucionalidad y la separación de poderes del Estado.

En Chile existen sesgos y carencias tanto en la institucionalidad formal como en las capacidades de los ciudadanos. Desde el retorno de la democracia, los mecanismos formales de representación han sufrido una serie de distorsiones que han significado que algunos sectores políticos estén sobrerrepresentados, que otros –minoritarios– tengan capacidad de veto y que otros más hayan quedado sistemáticamente excluidos. El informe del PNUD Auditoría a la democracia plantea: Existen deficiencias en el diseño institucional y en el marco normativo que generan un conjunto de incentivos que afectan los resultados de representación que tienden a reproducir desigualdad y exclusión. Las mujeres, los jóvenes, las personas de regiones y quienes pertenecen a pueblos indígenas están subrepresentados en instituciones formales de representación u otras que juegan un rol ejecutivo pero que inciden fuertemente en las decisiones públicas.

La manera en que se estructuran los espacios de poder político y económico, como los directorios de empresas públicas, los consejos directivos de órganos autónomos del Estado y los cargos de alta dirección pública, también sigue la lógica de representación exclusiva. Más aun, durante las últimas dos décadas en el país han sido el sistema electoral binominal, los quórums supramayoritarios y el Tribunal Constitucional los que han determinado en buena medida quiénes tienen mayor poder en la toma de decisiones políticas. En la práctica, la institucionalidad ha permitido que numerosas iniciativas que contaban con amplio apoyo de la ciudadanía –e incluso con mayoría en el Congreso– tardaran años en ver la luz o se implementaran en formatos alejados de las demandas sociales a las que originalmente respondían. Por otra parte, y más allá de estos sesgos institucionales, en Chile se observan grandes diferencias en la capacidad real de distintos grupos de ejercer sus derechos de ciudadanía, lo que vulnera el principio de igualdad. El ejercicio de estos derechos es condición básica para que el gobierno y la toma de decisiones políticas radiquen efectivamente en la voluntad de los ciudadanos. Pese a que están razonablemente garantizados los derechos civiles fundamentales (asociación y reunión, libre circulación, libertad de expresión, entre otros), hay focos de preocupación: la libertad de expresión encuentra un límite en la falta de pluralismo fruto de la concentración de la propiedad de medios, la libertad de reunión se enfrenta en ocasiones con la represión de manifestaciones, la presencia de mujeres en cargos de elección y toma de decisiones del Estado sigue siendo minoritaria, no existen mecanismos formales de representación para los pueblos indígenas, y en general los más pobres tienen dificultades para ejercer de manera plena sus derechos de ciudadanía.

Una de las formas en que se expresa la desigualdad en la esfera pública es, entonces, una representación distorsionada, de manera que las instancias definidas formalmente como espacios de deliberación y toma de decisiones no reflejan ni la composición ni los intereses de la sociedad en su conjunto. Se denomina representación descriptiva al grado en que los distintos grupos que conforman la sociedad tienen una presencia en los órganos de deliberación y decisión política, en proporción a su peso relativo en la sociedad como un todo.

La representación sustantiva, por su parte, es el grado en que estos órganos toman en cuenta los intereses, aspiraciones y necesidades de cada grupo social. Más allá incluso de los mecanismos formales e informales de representación, las personas y los grupos tienen distintos grados de voz política (Dubrow, 2015): no todos tienen la misma capacidad de expresar sus intereses y demandas a los tomadores de decisiones políticas y de generar cambios en los procesos en que estos participan.

Además de hacer llegar señales respecto de sus preferencias por medio del sistema electoral –sea participando en partidos políticos, eligiendo representantes o tomando decisiones mediante mecanismos de democracia directa como plebiscitos o consultas–, las personas  pueden incidir por otros canales. Para la gran mayoría, estos se restringen a manifestaciones públicas de protesta como marchas o paros, al contacto directo con sus representantes u otras autoridades, y eventualmente a acciones de desobediencia civil.

Cuando la sociedad civil logra un buen grado de organización de la acción colectiva, las organizaciones no gubernamentales (ONG, sindicatos) pueden tener también un papel central en representar intereses sectoriales que muchas veces cruzan las fronteras político-ideológicas representadas por los partidos políticos: la defensa del medio ambiente, la igualdad entre mujeres y hombres, los derechos de los niños, los derechos civiles para la población Lgbti y los derechos de los trabajadores, entre otros.

En sociedades muy desiguales como la chilena, los grupos más privilegiados tienen acceso a herramientas adicionales –control y presencia en los medios de comunicación, financiamiento de partidos y campañas– para influenciar los procesos de toma de decisiones de acuerdo con sus preferencias e intereses. Su sobrerrepresentación en los espacios de decisión política implica que tienen un peso desproporcionado en esas decisiones, y que grupos subalternos están virtualmente ausentes de la discusión. En esa situación, es muy probable que haya sesgos en las visiones de mundo y en los intereses que se plasman en la política pública.

Más allá del legítimo ejercicio de sus derechos políticos de expresión y asociación, tener la propiedad, el control o un acceso privilegiado a los medios, y financiar (en forma legal e ilegal) la actividad política permiten a los grandes actores económicos incidir en la agenda pública, apoyar posiciones, seleccionar y financiar candidatos afines, tener un acceso privilegiado a las dirigencias de los partidos y a las autoridades que resulten electas. El financiamiento de think tanks que produzcan material para surtir a la prensa, los legisladores y los partidarios les permite difundir y sustentar posiciones. El mecanismo de “la puerta giratoria” (el ir y venir desde cargos públicos a puestos en la empresa privada y viceversa, fenómeno que se da casi exclusivamente en las elites) tiene la potencialidad de proveer un acceso privilegiado a tomadores de decisión y a información relevante en su interacción con el aparato público.

En algunos temas particularmente sensibles, como la tributación, estos elementos confluyen en una forma de tomar decisiones públicas que corre por fuera de los canales formales de representación. Así, aunque muchas veces es difícil apreciar directamente la influencia de las diferencias socioeconómicas en la actividad política, lo cierto es que la gran mayoría de los chilenos se ve escasamente reflejada en ella.

La desigualdad socioeconómica produce “resultados democráticos inferiores” siempre que se traduce en una representación política estratificada que deja en segundo plano las voces de amplios grupos de la población. La evidencia internacional muestra que una elevada desigualdad socioeconómica genera una subrepresentación de los grupos pobres y sus intereses. Todo ello afecta no solo la calidad de la representación sino el grado de respuesta del sistema político a las demandas de distintos grupos (Bartels, 2008; Gilens, 2012).

Los efectos concretos de la desigualdad política sobre la desigualdad socioeconómica son difíciles de probar. Existe evidencia circunstancial que sugiere que algunas de las actividades mencionadas han sido herramientas efectivas para lograr que las decisiones políticas les sean favorables a los actores económicos que dispusieron de ellas.  

Financiamiento de la política

El financiamiento de la actividad política es una de las principales herramientas con que cuentan los grupos acomodados para asegurar que sus puntos de vista sean tomados en cuenta en los procesos políticos.

Esta realidad adquiere particular importancia en contextos como el chileno, en que la institucionalidad que regula el financiamiento de la política y de los partidos ha sido particularmente inadecuada para blindarlos de los intereses privados, y en que el sistema de financiamiento mostró durante décadas problemas endémicos, al no permitir a los partidos desarrollar adecuadamente y de forma autónoma sus funciones fuera de períodos eleccionarios, como la capacitación y la formación de militantes.

En términos de financiamiento legal, hasta antes de la reforma más reciente, al escaso financiamiento de las actividades regulares de los partidos se sumaba la falta de regulación de la recepción de fondos para esas actividades regulares.

Esto producía grandes diferencias en la cantidad de recursos que los partidos podían recibir, e introducía un marcado sesgo socioeconómico respecto de quién podía influir sobre su operación.

Mecenas internos o externos tenían acceso privilegiado a dirigentes y a espacios claves dentro de estos organismos. Así se facilitaban dinámicas de caudillismo en los partidos financieramente menos robustos, que quedaban expuestos a intentos por cooptar sus agendas.

Además, tal como ha mostrado la literatura sobre subrepresentación de las mujeres en espacios de liderazgo, el financiamiento de las campañas se convirtió en la práctica en una barrera para el acceso de grupos subalternos a cargos de elección popular.

Dado el costo de las campañas, personas con más acceso a recursos privados, con más redes de contactos en la clase alta o con mayores posibilidades de endeudarse tienen una probabilidad significativamente mayor de presentarse como candidatos, y de ser electos.

Como se consignó en 2015 en el informe final del Consejo Asesor Presidencial contra los Conflictos de Interés, el Tráfico de Influencias y la Corrupción, “cuando el financiamiento de la política no se regula y fiscaliza adecuadamente, el dinero abre la puerta a las influencias indebidas y a la captura de lo público por parte de intereses particulares”.

Una investigación periodística reciente estableció que durante los últimos años la política chilena fue financiada por cerca de mil empresas, muchas de ellas con grandes intereses en mercados regulados.

 

Datos sobre la autora

Es la representante residente del PNUD y coordinadora del Sistema de las Naciones Unidas en Chile.

Uruguaya, es ingeniera en Sistemas y trabaja para la ONU desde hace 34 años.

Impulsora de la Agenda 2030 de la ONU, ha liderado proyectos relacionados con gobernabilidad democrática, igualdad de género, medio ambiente, inclusión y equidad, gestión integral de riesgos y respuesta a desastres, y prevención y resolución de conflictos.