Ocurrió en la Ciudad de Buenos Aires entre enero y junio de 1871. Afectó a la totalidad de su población, sembró el pánico, paralizó la actividad administrativa y vació la ciudad de gente. El dato es certero e impresiona: de 190 mil habitantes que tenía la futura capital de la República Argentina, murieron 14 mil por la enfermedad. El promedio de muertes diarias pasó de menos de 20 a cerca de 500. Según los datos recogidos, dos tercios de la población sufrió la enfermedad.
La desolación de la ciudad era total. Apenas un tercio de sus habitantes decidió quedarse, el resto emprendió un éxodo que era fomentado y aconsejado oficialmente por las autoridades: casillas de emergencia y vagones de ferrocarril se instalaron como viviendas provisorias en San Martín, Merlo y Moreno; y se extendieron pasajes gratis. Solo con el paso del tiempo se entendió cabalmente lo que estaba sucediendo, aunque antecedentes habían. El diario La República, dirigido por Mardoqueo Navarro, lo fue reflejando en las crónicas periodísticas.
San Telmo. Oficialmente, la epidemia de esta enfermedad infecciosa causada por mosquitos estalló el 27 de enero de aquel año 71, con tres casos diagnosticados en San Telmo, barriada de conventillos e inmigrantes. Todo pareciera indicar que los vectores de la fiebre amarilla llegaron en un barco procedente de Asunción del Paraguay y encontraron muchos sitios propicios para reproducirse en los charcos y pantanos de las zonas cercanas al puerto, ensañándose con las barriadas populares de San Telmo y Monserrat.
Antes del comienzo del flagelo se tomaron algunas precauciones, puesto que los barcos procedentes de Brasil llevaban la patente de sanidad con la leyenda: “Existen algunos casos de fiebre amarilla en este puerto y ciudad”. La nota en cuestión indicaba que el buque debía permanecer en cuarentena. Los buques que viajaban desde Brasil hacia Montevideo y Buenos Aires llevaron consigo la enfermedad hacia el sur del Atlántico.
En 1857, una tercera parte de la población de Montevideo se había contagiado el mismo virus, y murieron 888 personas. Al año siguiente la epidemia se trasladó a Buenos Aires aunque con menor intensidad. A causa de ello, la prensa se manifestaba frecuentemente preocupada por los buques procedentes de la capital del imperio brasileño.
“La terrible fiebre amarilla, se leía en una nota de La Prensa del 18 de enero de 1871, está a nuestras puertas”. La columna recordaba que tanto la fiebre amarilla como la viruela negra (“y otras cien pestes”) habían sido “importadas” de Brasil. Concluía que “siempre el mal nos ha venido de los puertos del imperio” y exigía mayor vigilancia a las autoridades.
Conventillos. Los primeros casos se dieron en las casas de inquilinato de Bolivar 392 y Cochabamba 113. Tres médicos -Luis Tamini, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de Oca- coincidieron en la identificación de la enfermedad. Con la esperanza de que sólo se tratara de un brote aislado, las autoridades consideraron más prudente no dar a publicidad el hecho para no sembrar alarma en la población. Pero hubo filtraciones y pronto corrió la voz.
Según informaba La Prensa el 1 de febrero: el doctor Argerich y el doctor Gallarini, si bien dudaban que los casos fueran de fiebre tifoidea, como así los diagnosticaron en los certificados de defunción, pidieron a los habitantes del inmueble que tomaran medidas preventivas, porque casi seguro se estaba en presencia de fiebre amarilla. Se trataba quizás de uno de los primeros casos con los que comenzaba la epidemia. Se acusó a la Comisión Municipal de ocultar la verdad para no deslucir los inminentes festejos de Carnaval, que entonces eran algo serio, casi sagrado y sumamente populares.
Medidas. En tiempos en que se desconocía el papel del mosquito portador de la fiebre amarilla, los funcionarios y la prensa denunciaron los desechos arrojados por los saladeros al riachuelo, el hacinamiento de los inmigrantes en los conventillos, el lamentable estado de las cloacas y la carencia de desagües en las calles. Los saladeros fueron clausurados.
Se aconsejaban las siguientes medidas higiénicas: fogatas sin humos nocivos, limpieza de las letrinas y blanqueo del interior de las casas. A las personas, se les recomendaba que durante la espera de la atención médica bebieran infusión de manzanilla y aceite de oliva, pero no en exagerada cantidad.
Es curioso que, desconociendo que el mal se propagaba a través de los mosquitos, se disponía preparar fogatas para alejarlos, aunque igual acción tendrían sobre los mismas, la teoría en boga señalaba que las enfermedades infecciosas se originaban en zonas pantanosas, pútridas, afectadas por cataclismos o con presencia de peces muertos, que contaminaban la atmósfera.
La ciudad estaba desprovista de un sistema de evacuación de desechos y la distribución del agua era absolutamente insuficiente para las necesidades de su población, que aumentaba de manera sorprendente. Los edificios estaban construidos de tal manera que sus terrazas hacían posible el aprovisionamiento de agua de lluvia por medio de cisternas situadas en los patios. Las casas particulares tenían pozos cavados en la primera napa. Los retretes eran formados por pozos más o menos profundos que alcanzaban la napa de agua subterránea. Las aguas caseras corrían en los fondos o en los sumideros o zanjones.
El servicio de recolección de residuos servía para nivelar las calles y terrenos bajos de la ciudad con rellenado sanitario. La falta de higiene de la ciudad, la carencia de cloacas, la provisión insuficiente de agua y en malas condiciones, la obra de los saladeros, el relleno de las calles de la ciudad con residuos, la construcción deficiente de los retretes, cuyos líquidos contaminaban por sus infiltraciones el agua que luego era utilizada para el consumo. Todo ello hacía posible la propagación de la enfermedad.
Inquilinatos. De todas las actividades, la más traumatizante era la inspección de las casa de inquilinato, que en su mayoría estaban asentadas en el sur de la ciudad, visitas que en su mayoría involucraban desalojos por hacinamiento, fumigación de habitaciones y quema de ropa de cama de los infectados. Para fines de febrero, la fiebre amarilla “saltó” de San Telmo al Socorro. Pasada la locura carnavalesca vino la calma y a esta sucedió el pánico.
El número de muertes creció de manera muy rápida; pasaron de 20 por día desde el 23 de febrero, a superar los 30 diarios el último día del mes. Menos de una semana. Marzo empezó con cifras superiores a los 40. La epidemia ya no se limitaba a un barrio popular sino que se repartía por toda la ciudad, no distinguía clases, razas ni sectores sociales.
Fue solo entonces que las autoridades decidieron prohibir todas las actividades públicas. Todo el que tenía la capacidad de huir de la ciudad lo hizo casi de inmediato a modo de tardías vacaciones. Las quintas y los pueblos vecinos crecían en número de turistas locales.
Los inmigrantes alojados en los conventillos del barrio sur eran los más castigados por la epidemia, especialmente los de procedencia italiana, quienes se amontonaron en el consulado italiano con más de 5 mil pedidos de repatriación buscando huir. Creció la xenofobia y la persecución contra los italianos en particular y contra los habitantes de los conventillos en general.
La Sociedad de Beneficencia, que nucleaba a mujeres de alta sociedad de la ciudad recorría los barrios todos los días para socorrer a enfermos, familiares y huérfanos.
Sin ningún apoyo de organismos estatales disponían de recursos humanos y económicos para ocupar lugares en la responsabilidad pública y de alguna manera se transformaba el lugar marginal de la mujer en asuntos públicos, en un momento histórico donde las mujeres no tenían permitido si quiera la participación política. Entonces, el acercamiento y la solidaridad con las víctimas era la oportunidad de romper con viejas estructuras y plasmar nuevos imaginarios de participación para las mujeres. Escribía La Prensa el 7 de junio de 1871 que cada integrante de esta sociedad, “preocupada del deber hasta la exageración, inspirada por la influencia de las sublimes doctrinas del evangelio abandonando los goces del hogar de la familia”, se embarcaban en la empresa de ayudar a las personas.
Secuelas. A mediados de marzo el presidente Domingo Faustino Sarmiento, su gabinete, legisladores, jueces, y otros funcionarios fueron evacuados del centro hacia zonas más seguras. El repunte de la fiebre amarilla alcanzó su pico máximo el 10 de abril, en Semana Santa, cuando se produjo el récord de 563 muertos en el día. Los hospitales colapsaron y hubo que fundar un nuevo cementerio, en la Chacarita de Colegiales.
El brote se empezó a extinguir hacia los últimos días de abril. El 30 fueron 85 los fallecidos y a mediados de mayo se igualó el promedio de tiempos normales (unos 20 por día). El 2 de junio fue el primer día, desde el ya lejano 26 de enero, en que no se registró ningún fallecimiento por fiebre amarilla.
Con el epílogo, además del luto general, la disgregación de familias y la desorganización, hizo su aparición un violento estallido de pleitos y litigios de todo orden. Los tribunales se volvieron montañas de expedientes provenientes de una sabrosa cantidad de litigantes. La furia venía acompañada de una infinidad de testamentos sospechosos, que suscitaron verdaderas guerras privadas entre la multitud de herederos que dejó tras de sí la Gran Epidemia.
Viviendas. Una de las secuelas de esta epidemia fue el cambio experimentado en las pautas residenciales de las familias pudientes. Fueron numerosas las que abandonaron sus añejas casonas al sur de la Plaza de Mayo para trasladarse al norte, a la calle Florida y sus inmediaciones primero, y a las cercanías de la Plaza San Martín después. El otro cambio fue en dirección a las afueras de Buenos Aires. Las tierras altas de Flores y Belgrano, que habían resultado relativamente indemnes, se convirtieron en los lugares ideales para las quintas de veraneo.
Solo después de la tragedia comenzaron a ser debatidos los proyectos para emprender las tareas tendientes a que los habitantes de Buenos Aires tuvieran agua potable y cloacas. Pero en cuanto comenzaron a quedar atrás los ecos de la Fiebre amarilla, los proyectos fueron cajoneados y sólo se encararon los que correspondían al Barrio Norte y Recoleta, donde moraban ahora los poderosos de Buenos Aires que habían abandonado tras la epidemia sus casonas de San Telmo y Monserrat para convertirlas en rentables e insalubres conventillos.
Hubo que esperar hasta 1930 para que las cloacas y el agua potable llegara a la mayoría de los barrios de Buenos Aires.
Recuerdo. Lejos quedó aquella Gran Epidemia, pero el recuerdo material se encuentra apostado en el Parque Ameghino sobre la Avenida Caseros, frente al Hospital Muñiz. En su centro se alza un monumento, ubicado exactamente en el mismo lugar donde estuvo el edificio de la administración del Cementerio del Sur. La construcción contiene la leyenda al público: El sacrificio del hombre por la humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen. El municipio de Buenos Aires a los que cayeron víctimas del deber en la epidemia de fiebre amarilla de 1871.
La bestia humana
Paul Groussac, el reconocido historiador -testigo del desastre- recordó años después en su libro Los que pasaban: “Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro. Tal era el pánico reinante, que un escribano cobró fama y dinero comprometiéndose públicamente a realizar esta hazaña jocomacabra: redactar testamentos En la ciudad desierta, casi sin policía, la bestia humana, suelta, rondaba las calles, husmeando la presa. A veces el crimen no esperaba a la noche, su habitual cómplice: los diarios dieron cuenta de asaltos perpetrados en pleno día, en la calle Florida. Andaban bandidos disfrazados de enfermeros: y se denunció con horror el caso de un médico -extranjero- que robó 9.000 pesos de debajo de la almohada de su cliente agonizante. La semejanza de calamidades suscita expresiones idénticas, y me vuelven a la mente las palabras de Bocaccio al escribir, como portada de su voluptuoso Decameron, la peste de Florencia: “cada cual, como si no hubiese de vivir más, dejaba sus cosas en abandono, le sue cose messe in abandono . Eran en verdad los días de abominación y desolación predichos por el profeta, en los cuales, si no se abreviaran, ninguna carne fuera salvada: non fieret alva omnis caro”.
Arte en el horror
El 8 de diciembre de 1871 los porteños asistieron a un acontecimiento que los conmovió profundamente. Ese día en el foyer, del Teatro Colón, el famoso pintor uruguayo Juan Manuel Blanes, de 41 años de edad, presentó al público su tela “Episodio de la fiebre amarilla”. El cuadro sacudió a la ciudad que aún tenía las heridas abiertas. Blanes había sabido expresar la miseria, el horror y el heroísmo de aquellos días. El centro del cuadro lo ocupa el doctor Roque Pérez, el rostro bajo, las manos unidas en un gesto de conmiseración y tristeza. A su lado, el doctor Manuel Argerich se descubre reverente, mientras un muchacho pobremente vestido vuelve la cara, evitando mirar al interior, y un empleado de la Comisión Popular (el organismo oficial creado para enfrentar la epidemia) espía entre Argerich y Pérez hacia la habitación. No podía ser más oportuno el cuadro de Blanes para golpear en lo más hondo a los porteños. Del presidente Sarmiento para abajo, todos felicitaron calurosamente a Blanes. La prensa lo puso por las nubes, los poetas le dedicaron versos y los escritores redactaron crónicas laudatorias.
*Periodistas e historiadores. Se agradece al profesor Juan Carlos Torre por el material y la información brindada sobre el tema y a Vittorio H. Petri por la colaboración aportada en el armado e investigación.