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VALORES Y TRANSFORMACION

El mensaje de Perón a la política de la actualidad

Según la perspectiva del autor, el mandato de la justicia social, bajo la idea de que “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”, sigue siendo uno de los legados del peronismo, que aplica a las necesidades de nuestro país.

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Continuidades. Justicialismo y radicalismo tienen banderas muy ligadas a la tradición democrática y popular en la Argentina. | temes

Cada vez que se plantea esta pregunta, como hace poco, al cumplirse un nuevo aniversario del fallecimiento de Juan Domingo Perón, más de un estudioso parece desconcertado, por no hablar de los simples opinadores. Para muchos, la vitalidad de nuestro movimiento resulta casi un “misterio” inexplicable. En especial, ocurre así con quienes pretenden ubicarla cuestión en el mundo de lo “mítico” o quienes intentan abordarla aplicando categorías elaboradas para otras latitudes o para corrientes políticas y sociales que hace décadas dejaron de existir.

En mi opinión, la brújula que debe orientar la reflexión es nuestra propia historia porque ella nos señala que como movimiento y como doctrina, como pensamiento hecho acción, el peronismo es la genuina opción revolucionaria o de cambio de la clase trabajadora argentina. Lo fue en sus orígenes hace más de siete décadas; y vistas las alternativas que se ensayaron desde entonces, lo sigue siendo en la actualidad.

Una modernización social inigualada. A la hora de explicar esta vigencia, un primer rasgo ineludible es que el peronismo realizó la mayor modernización de la sociedad argentina conocida hasta la fecha. Desde ya, lo hizo, en un mar de contradicciones que no son exclusivas del peronismo, sino propias de la realidad de nuestro país desde sus orígenes y, sobre todo, desde fines del siglo XIX. Sociedades “aluvionales” como la nuestra nunca son absolutamente coherentes, porque las oleadas inmigratorias introducen permanentemente elementos culturales e ideológicos dispares, por lo que siempre tienden a presentarse controversias.

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El modelo agroexportador que rigió por medio siglo en la Argentina fue una muestra cabal de ello. Su comercio internacional ubicaba al país entre los cinco o seis primeros del mundo, y una minoría tenía acceso a los últimos avances de la modernidad; como contracara, la miseria y la exclusión eran la regla para la inmensa mayoría de la población; las decisiones estaban en manos de un puñado de poderosos y los intentos de transformar política y socialmente la realidad tenían por respuesta el fraude reiterado y la represión más brutal.

El radicalismo, primer gran movimiento político de masas de la Argentina, junto con la democratización de las instituciones, contribuyó a integrar a una numerosa clase media a la realidad nacional. En ese período, el movimiento obrero logró algunas de sus primeras conquistas, mediante luchas duramente reprimidas. Pero el radicalismo no pudo o no supo, y en el caso de muchos de sus dirigentes, tampoco se propuso, cambiar de raíz ese modelo agroexportador que, como quedó en evidencia en la crisis de 1930, ya no respondía a la realidad del mundo ni mucho menos a las necesidades de la Argentina.

Esa primera experiencia democratizadora quedó trunca con la crisis del 30 y la instalación de la primera de las dictaduras que padecimos en el siglo pasado. Por más de una década, en medio del retroceso político que significó la reinstalación del fraude y la persecución a las protestas obreras, el país se debatió entre una transformación a los tumbos de su estructura productiva, con el surgimiento de las industrias sustitutivas de importaciones, y una realidad social en la que tres de cada cuatro habitantes seguían excluidos del “mercado”, como surge de un estudio encargado por las principales empresas industriales a comienzos de la década de 1940.

En ese contexto histórico nace el peronismo y en forma acelerada, no exenta de errores pero con claridad en el rumbo, encara la transformación de esa “fábrica de pobres” que era la vieja Argentina, para poner de pie una sociedad moderna, una verdadera Nueva Argentina que en pocos años dio acceso al consumo a millones de hombres, mujeres y niños que estaban hasta entonces condenados a sobrevivir como pudieran.

Esa incorporación, como es sabido, transformó un mercado interno hasta entonces casi raquítico en un pujante motor de desarrollo, que traccionó por muchas décadas aún después del derrocamiento del General Perón la economía y las inversiones productivas, y con ellas la modernización del país.

Poder y ciudadanía. Lograr esa gran transformación requirió, junto con mucho trabajo, construir una sólida unidad del pueblo argentino en torno a ese proyecto y un firme liderazgo, capaz de hacer frente a la hegemonía del viejo país oligárquico. De allí la vocación de poder, muchas veces mal criticada y peor comprendida, del peronismo. El peronismo necesita del poder porque eso le da la energía necesaria para transformar el país y defender los intereses que tiene que representar, que son los de las mayorías nacionales y, en especial, del sector más dinámico de la sociedad: la clase trabajadora.

Un gobierno sin hegemonía política, apenas puede administrar lo que hay, no cambiar la realidad. Desde ya que no toda hegemonía se logra ni se ejerce de la misma manera, tanto en lo que hace a su vinculación con el poder como a qué se hace con él. Se la puede intentar imponer desde arriba y en provecho de unos pocos, como buscaron y por momentos lograron más de un régimen que padecimos, o se la puede construir con una firme vocación mayoritaria, sobre la movilización, la concientización y la organización del pueblo trabajador.

Aquí está la clave de la cuestión. El gran legado histórico del peronismo, que es ineludible reivindicar en la encrucijada actual y para el futuro, es su masiva creación de ciudadanía real, en una escala nunca vista antes y hasta ahora no repetida. Significó que millones de obreros, empleados, mujeres y hombres, marginados de la participación en la riqueza que producían y excluidos de la toma de decisiones políticas, se convirtiesen en artífices de su propio destino.

Esta incorporación de los trabajadores a una ciudadanía plena, a su “inclusión” como suele decirse en las últimas décadas, se edificó sobre dos bases que, siendo principios básicos de una auténtica democracia, se constituyeron en “realidades efectivas” del peronismo: la dignidad del trabajo y la justicia social.

Para el peronismo, y así estuvo vigente durante los gobiernos de Perón, el trabajo es, ante todo, un derecho. El ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, el producir por lo menos el equivalente de lo que consumimos, no es para los peronistas ni una maldición bíblica ni una obligación impuesta por un Estado totalitario, sino una base de la dignidad humana, lo que cimienta materialmente la sociedad y pone en práctica la creatividad y la capacidad de transformación de los seres humanos. Para que sea así, necesariamente debe ir de la mano de la justicia social, que garantice a los trabajadores la participación que nos corresponde como creadores de la riqueza.

Es cierto que tratándose de valores éticos, y no de “bienes transables”, quizás a alguno le pueda parecer que es una cuestión de apreciación subjetiva, difícil de expresar en cifras contantes y sonantes. Y, sin embargo, hay un dato estadístico contundente al respecto. En los tres gobiernos de Perón, la participación de los salarios superó el 50% del producto bruto interno. Y si acaso, para el primero de esos períodos, se ha pretendido “explicar” esa realidad porque la Argentina vivía una “época de vacas gordas”, recordemos que nuestro país estaba muy lejos de esa situación durante la tercera presidencia de Perón, tras casi veinte años de destrucción y en medio de una crisis mundial como la desencadenada a fines de 1973.

Ni mitos ni misterio. Esos datos son un claro ejemplo del rol del trabajo y de los trabajadores en la estructura social y económica de la Argentina durante los gobiernos de Perón y en la concepción política del peronismo. Datos que contrastan duramente con los de la actualidad, cuando la participación de los salarios no llega al 34% del ingreso total del país, y dan nueva vigencia a la famosa frase: “No es que nosotros seamos tan buenos, es que los demás son peores”.

A propósito, en eso de ser “peores”, a mi criterio, es cuando se quiere construir el mito de un “Perón dadivoso” o “Rey Mago”, de un peronismo demagógico que habría “contentado” a las masas con “dádivas”. Muy por el contrario, quienes actuaron de este modo fueron los que recortaron la participación y los derechos de los trabajadores, destruyendo la labor del peronismo. Un elemento quizás alcanza para ejemplificarlo: durante los dos primeros gobiernos de Perón, las cuotas de los planes de vivienda social se cobraron rigurosamente. Tenían valores accesibles para el salario del trabajador, pero nunca un gobierno peronista “regaló” una casa. Fue, en cambio, el régimen de la “Fusiladora” el que condonó las deudas de esos planes hipotecarios, buscando “descomprimir” la bronca social.

Todos los gobiernos que dejaron de lado la política peronista de generación y defensa del trabajo, además de recurrir a la represión, tarde o temprano, tuvieron por única acción social el asistencialismo, generalmente ligado a mecanismos clientelísticos. Claro, para hacer de “Rey Mago” o de “Papá Noel” basta tener algunos fondos disponibles, se trabaja una vez al año y después pueden darse por cumplidos. El peronismo es algo completamente distinto. Es, como en su tiempo lo realizó Perón, trabajar los 365 días del año para construir una sociedad nueva, basada en valores democráticos de real participación de las grandes mayorías. Es crear una sociedad moderna, abierta al consumo popular, donde el trabajo y el trabajador constituyan la columna vertebral de la Nación.

Vigencia. Son esos valores inquebrantables los que explican la perduración del peronismo. Por sus postulados, por sus realizaciones y, sobre todo, por su práctica constante de incorporar a la vida nacional, como protagonistas, a la “gran masa del pueblo”, no ha habido ni hay en la Argentina una instancia realmente superadora del peronismo como expresión política de las mayorías.

Con la actualización que el propio General Perón formuló de las Veinte verdades peronistas, al señalar que para un argentino no debe haber nada mejor que otro argentino, el legado doctrinario y programático del peronismo continúa vivo como una opción sólida y valedera para nuestra clase trabajadora. Y recordemos que una de esas verdades afirma: “No existe para el peronismo más que una sola clase de hombres: los que trabajan”.  Es por eso que el peronismo no sólo “perdura”; porque la lucha por construir una comunidad organizada como Nación, con libertad, independencia y justicia social, basada en la dignidad del trabajo y la equidad, sigue siendo la tarea central en la Argentina de hoy y, como dice mi paisano rosarino Litto Nebbia, “quien quiera oír que oiga”.


*Secretario general de la CGT.