Un papa cuyo solo nombre promete una profunda renovación de la Iglesia en comunión con la gente. El carisma de Francisco continúa intacto mientras cada sector de la Iglesia lo imagina cercano al papa de los últimos tiempos que mejor los ha interpretado: Juan XXIII, Paulo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Pero, ¿cuál de todos ellos será Francisco?
Aunque esa presunta afinidad también asusta a sectores católicos minoritarios, ubicados tanto a la derecha como a la izquierda.
Mientras tanto, el papa Bergoglio continúa entrevistando a todos los colaboradores que ha heredado en la curia romana, es decir en el conjunto de organismos que gobiernan la Iglesia global desde el Vaticano. Pero también se hace tiempo para gestos y mensajes que indican cuál será el tono de su pontificado.
Algunos de esos gestos están dirigidos a la Argentina, a la manera vaticana, para crear consenso sobre los grandes temas; para intervenir en la “dirección moral y cultural” de la sociedad, para decirlo en términos gramscianos.
Dos sectores de la Iglesia creen y esperan que Francisco sea como Juan XXIII (1958-1963). Algunos están fascinados con el estilo campechano que identifica a ambos papas; son como curas de pueblo, un modo de ser y de actuar que acerca y reúne a los fieles en la Iglesia y que aparece distante, alejado de las intrigas de los palacios vaticanos. Por algo, a Juan XXIII se lo sigue conociendo como “el papa bueno”.
Muchos de los primeros gestos de Francisco han apuntado en esa dirección, como señala el periodista Luigi Accattoli, el gran “vaticanista” del diario Corriere della Sera. Por ejemplo, cuando en la misa en la iglesia de Santa Ana saludó a cada uno de los feligreses o cuando usa sólo el italiano en sus alocuciones leídas, que son siempre redactadas por él mismo. “Tal vez proclama menos, pero comunica más porque permanece fiel a sí mismo”, evalúa Accattoli.
Entre esos gestos también pueden contabilizarse el hábito ahorrativo de apagar las luces que permanecen encendidas sin necesidad en las dependencias vaticanas o el llamado a su canillita porteño para que ya no le lleve el diario.
Entre los admiradores de Juan XXIII se cuenta también un sector que sueña con que Francisco convoque a un nuevo concilio en la línea del Concilio Vaticano II, que renovó la Iglesia: hasta aquel momento las misas se decían en latín y con el sacerdote de espaldas a los fieles. Es un sector de izquierda o progresista, preocupado, como otros, por la falta de adecuación de la Iglesia al mundo real, contemporáneo.
La dificultad para llamar a otro concilio es que la Iglesia recién ha salido de otra de las consecuencias de aquel Concilio, seguramente no deseada, que fue la disputa interna entre sus alas conservadora y progresista por la interpretación de aquellas reformas, que duró muchos años. En algunos países, como el nuestro, esa puja encarnó en la política y ayudó a que hubiera tantos muertos en la década del 70.
Francisco conoce bien el tema: la principal denuncia contra el papa Bergoglio viene de aquella época y es la presunta entrega a la dictadura de dos jesuitas que dependían de él, Orlando Yorio y Francisco Jalics, que fueron capturados y torturados durante cinco meses, en 1976. Yorio murió y Jalics ha desmentido esa acusación.
Quienes aún consideran en la Argentina que Bergoglio entregó a esos dos jesuitas no esperan, obviamente, nada bueno de Francisco. Por el contrario, creen que utilizará el papado para deteriorar progresivamente a la presidenta Cristina Kirchner y a los gobiernos “bolivarianos” de la región.
Otros católicos lo identifican con Paulo VI (1963-1978) por su simpleza, su sencillez en la liturgia, como señala la abogada Silvia Correale, una argentina que desde hace varios años trabaja en el Vaticano como consultora en los expedientes sobre personas que están postuladas para beatos y santos. “Francisco es tan carismático, la gente le tiene tanto cariño. Reúne lo mejor de cada uno de sus antecesores; los cambios ya han comenzado, por ejemplo en la liturgia, donde se parece mucho a Paulo VI”, observa.
Hay quienes sostienen que se parece, más bien, a Juan Pablo I (1978): el papa Luciani es recordado todavía como “el papa de la sonrisa”, una persona que transmitía ternura y sencillez, como Juan XXIII, pero que, además, era un habilísimo comunicador y sabía utilizar muy bien los medios y a los periodistas. El papa Bergoglio también tiene “buena prensa”; seguramente lo merece, aunque es posible que esté siendo ayudado por los refinados expertos jesuitas de la Universidad Gregoriana, de Roma, donde desde hace tiempo funciona el prestigioso Centro de Comunicación Social. Además, los jesuitas ya controlaban Radio Vaticana y la televisión vaticana, y el astuto portavoz papal, Federico Lombardi, también pertenece a la “compañía” fundada por San Ignacio.
Juan Pablo I murió a los 33 días de su pontificado; algunas teorías conspirativas indican que fue envenenado y apuntan en dirección de una “trenza” financiera con ramificaciones en el banco vaticano, que ahora también está bajo la lupa y es uno de los problemas de Francisco. El diagnóstico oficial determinó problemas en el corazón, que ya venía padeciendo. Pero, con esa acidez italiana tan parecida a la nuestra, algunos analistas ya le han sugerido en público a Francisco que no acepte ningún café luego de la cena.
Otro sector de la Iglesia identifica al papa argentino con Juan Pablo II (1978-2005), el primer papa polaco y el primero no italiano desde 1523. Wojtyla fue una pasión de multitudes, muy carismático, no se equivocaba nunca de cámara en las ceremonias televisadas. Un experto en las relaciones diplomáticas y viajero incansable, colocó al Vaticano en un lugar central en las decisiones globales y le dio fuerza al ecumenismo y al diálogo con Israel y con el mundo musulmán. Francisco también promete un diálogo de excelencia con los otros rebaños cristianos y con el judaísmo y el islamismo; habrá que ver cómo se posiciona frente a los desafíos globales.
Pero Juan Pablo II es criticado por algunos católicos, que lo responsabilizan del derrumbe del comunismo y de la Unión Soviética y sus satélites; en consecuencia, de la emergencia de Estados Unidos como la única potencia global. Muchos de ellos han transferido sus recelos a Francisco; entre los hiperkirchneristas fue Luis D’Elía quien planteó esa afinidad negativa entre ambos papas, en un caso contra el comunismo y en el otro contra los gobiernos “bolivarianos” de América Central y Sudamérica. Aunque en Ecuador y Venezuela la designación de Bergoglio fue muy elogiada, tanto por Rafael Correa como por el delfín de Hugo Chávez, Nicolás Maduro.
Finalmente, hay quienes identifican al primer papa argentino con el último pontífice, Benedicto XVI, que renunció el 28 de febrero. Sostienen que se parecen en sus deseos de cambio: “Ambos son los grandes, verdaderos reformadores de la Iglesia, cada uno en su época, cada uno según su estilo. Hay una continuidad entre ambos”, asegura el biógrafo del papa alemán, Peter Seewald, periodista y escritor, autor del libro Luz del mundo. Otros autores, como el italiano Vittorio Messori, destacan que Francisco y Benedicto se opusieron a la Teología de la Liberación, uno en la Argentina y el otro desde su cargo de guardián de la ortodoxia católica en el Vaticano, durante el papado de Juan Pablo II.
Claro que a muchos seguidores de Benedicto XVI no les gusta que Francisco desdeñe símbolos tradicionales del papado, como los zapatos colorados, que, recuerdan, simbolizan la sangre ofrendada por Cristo para la salvación del mundo. O que rechace abiertamente algunos “excesos” vaticanos, como los aposentos papales refaccionados por su antecesor, donde, según dijo, “cabían trescientas personas”, y prefiera seguir durmiendo en la habitación que ocupaba durante el cónclave en el que fue elegido sucesor del papa alemán. Temen que dé marcha atrás con algunas decisiones del Papa Ratzinger, como el permiso a la misa en latín.
Pero estos disensos a izquierda y derecha no afectan el amplio consenso que sostiene a Francisco, que se apoya en un anchísimo centro esperanzado en un papado que quede en la historia.
*Enviado especial a Roma.