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Narcisismo siglo XXI

La dictadura del like y la "net" depression afectan cada vez más a jóvenes y niños

Entre Facebook e Instagram se otorgan 6 mil millones de likes al día. Algo que pone a nuestra consideración el tema de la (in)felicidad digital y la adicción a todo tipo de sobreabundantes hiperconexiones y pantallas.

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‘Black mirror’. En uno de los capítulos de la serie, Nosedive, se lleva la cuestión a un extremo distópico. Lo que parecía una ficción tiende a convertirse en real. | Netflix

Si durante años nos tocó vivir con disimulado desencanto la muy new age era de Acuario y sus incumplidas promesas emancipatorias, hoy habitamos con frenesí entusiasta la era de Narciso. Narciso, ya se sabe, es un joven personaje de la mitología griega enamorado de su propia belleza, tanto que termina por ahogarse al contemplar su imagen en el agua de una fuente. El mito concluye diciendo que en el estanque que fue su tumba habría de nacer la flor que lleva su nombre.

La era de Narciso. Vivimos hoy en una sociedad compulsivamente intimista, una sociedad de la sobreexposición descarnada de nuestro mundo interior, de cuanto sentimos y pensamos siempre a la procura ansiosa del like aprobatorio de los demás, sin cuya investidura simbólica nos sabemos por completo desamparados, menesterosos. Una sociedad en la que a la ostentosa y desenfrenada exposición de unos corresponde el voyeurismo de otros.

Es la dictadura del like, la presencia omnímoda del gustar ajeno como configurador de la propia existencia. El like simula centrarnos, desbordados como estamos de nosotros mismos, al otorgarnos una pretendida identidad: ser objeto del gusto de los demás, ser destinatarios de su complacencia.

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Narciso, ese influencer. La era del like y Narciso traen consigo tiempos propicios para la efusividad, para la exultación del yo, para un júbilo directamente proporcional a su exhibicionismo en las redes: el yo danza ante sus espectadores, convirtiéndose así en algo espectacularizado, teatral, dramatúrgico. Y no solo en las redes sociales. La era de Narciso es también, y en consecuencia, la era de la selfie, del autorretrato. Nos (ad)miramos a nosotros mismos cual si fuésemos la construcción más acabada de la naturaleza, su prodigio más cierto.

Pero tanta escenificación de todo puede tornarse obscena: una obscenificación, una exposición desmedida y ante una mirada desmedida también. Dramaturgia no es sinónimo de alegría. En el fondo, las exposiciones públicas en la era de Narciso terminan siendo tristes porque nuestras demandas de reconocimiento van casi siempre detrás del número de los dispuestos a reconocernos.

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Selfie. Fotos que son más que el autorretrato: dan una suerte de fantasma de nosotros mismos.

Depresión en red. La confianza que depositamos en el proceso identitario se ve defraudada y no siempre estamos en condiciones de habérnosla con semejante decepción. Es la net depression, la depresión de la red que ya diagnostican algunos psicólogos y psiquiatras, especialmente en Estados Unidos. Una vez que voluntariamente nos hemos sobreexpuesto aparece el estrés postraumático: no somos amados planetariamente tal como imaginábamos que ocurriría, y eso nos deja inermes y sumidos en una profunda soledad, en una arraigada angustia al comprobar con melancolía que no todos podemos ser influencers ni famosos youtubers. Aunque es intergeneracional, esta soledad y esta angustia son especialmente graves entre los más jóvenes, los niños incluso, por cuanto quizás carecen de otros recursos más sofisticados de socialización.

La dictadura del like configura su propia temporalidad, acelerada: es un tiempo trepidante, tumultuoso, en el que la infinidad de posts e imágenes discurren ante nuestros ojos a una velocidad de vértigo, visto y no visto, presencias fugaces, efímeras, que en cuestión de un brevísimo instante se vuelven ausencias dolorosas. Es la borrosidad del yo y sus fantasmas, sus visiones espectrales.

Este borramiento de las huellas reales del otro, su disipación a favor de las huellas virtuales, de los vestigios en la red, nos conduce a que no seamos reconocidos por quienes somos sino por cómo navegamos, esa es nuestra marca más cierta, nuestra seña. Nuestros rostros se convierten en rastros, en indicios de que nos hemos aventurado a la red, ergo existimos.

El cogito cartesiano, principio moderno de todo conocimiento, es ahora nuestra capacidad de gustar y ser gustados, la medida precisa en que nuestra exhibición provoca el asentimiento ajeno, el culmen de todos nuestros desvelos e inquietudes y sin el cual nos sentimos completamente perdidos, desolados. Ser en la red, más que estar, posee los mismos efectos que la altisonante música electrónica de nuestros días: la sobreabundancia de las redes ejerce sobre sus usuarios un influjo hipnótico, que tiene como primera y poderosa consecuencia la robotización, la automatización del yo.

Hace falta una nueva tecnología de las redes, una mirada humanista al ecosistema digital en la que las tecnologías sigan teniendo un carácter instrumental y subsidiario

En efecto, por medio de este proceso de hipnosis colectiva el comportamiento del yo se vuelve automático y compulsivo. Se trata de una exhibición que no puede dejar de ser exhibida, incesante, sin término posible y para la que rige la siguiente interdicción: no dejarás de mostrarte, no importa en absoluto el precio que debas pagar.

La hiperexposición del yo acontece en virtud de nuestra condición fantasmal, de la que se sigue nuestra ubicuidad, nuestra capacidad de estar en todas partes y al mismo tiempo o, más que nuestra capacidad, nuestro deseo de ser ubicuos. Es la diáspora del sí mismo, su dispersión absoluta, la que muy precisamente nos impide tener una sola identidad: estamos llamados a tener identidades mutantes, tantas como relaciones virtuales de las que seamos parte.

Esta mutación identitaria no acaece de una vez y para siempre. Se trata más bien de una exigencia con pretensiones de permanecer constantemente acelerada, y una exigencia inobjetable, irreprochable. Dado que los likes a los que aspiramos proceden de gustos muy distintos, estamos obligados a la metamorfosis permanente para adaptarnos a cada uno de esos gustos en un movimiento que carece de pausa alguna. Si la paz es la tranquilidad en el orden, como decían los antiguos, definitivamente no hay paz en la red pues ni hay tranquilidad ni hay orden, solo una confusión: todos con todos en todo y al mismo tiempo.

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Expectativas. Las hiperconexiones dan paso a una era digital caracterizada por la expectación, un tiempo de expectativas inmoderadas, de la esperanza irreal en que todo es posible, el mantenimiento de una sola identidad del yo en simultáneo con la multiplicidad de relaciones en las que el yo se pone en juego. Es una estética de la inocencia, como si toda transacción identitaria fuese completamente inocua y absolutamente reversible. Esa pretendida reversibilidad del tiempo vital invertido en cada vínculo, en cada contacto, es lo más parecido a la cancelación de la mortalidad, a su extradición, al destierro del tiempo (finito) de la vida real a favor del tiempo (infinito) de las redes.

La extremada sofisticación de las tecnologías del contacto nos lleva a perder de vista su carácter de mediación, nos conduce a la naturalización de un vínculo que es de por sí artificioso. Este naturalismo vincular opera convenciéndonos de que las relaciones virtuales son, en realidad, relaciones por completo naturales, exentas de artificio en un proceso irreversible y paradójico: ahora es el mundo real el que nos parece artificioso y tecnológicamente mediado, el que nos resulta extraño, ajeno, distante, lejano, contra natura.

Sin lugar para los tristes. La era de Narciso tiene su propio régimen disciplinario, su regulación acerca de cómo competir en el teatro de las operaciones ajenas: todo debe ser brillante, festivo, liberador. Sencillamente no hay lugar para la tristeza, para el desánimo, para el decaimiento, proscritos de una vez y para siempre del territorio de lo cool, el nuevo imperativo categórico de la época.

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Así, aun en su aparente carácter igualitario, la dictadura del like es en el fondo una meritocracia: o se es cool, o se aparenta serlo, o estamos irremisiblemente condenados a habitar en sus periferias. Y ser cool es, por supuesto, ser joven y bello. Sin embargo, aunque los jóvenes y hermosos parecen correr con ventaja en la era de Narciso, no están dispensados por completo de la dictadura del like: también ellos necesitan la aprobación de sus contemporáneos, también a este respecto son en extremo menesterosos, siempre en la duda de si su juventud y belleza serán suficientes para mantenerse en el estrato top.

No se trata de adoptar aquí posturas extremistas o maniqueas: o la era de la hiperconectividad por todas las pantallas y plataformas o la era de la desconexión, del apagón digital. Quizás nos baste con un poco del infrecuente sentido común para encontrar el equilibrio justo, el tempo giusto, un uso light y dietético de las redes, mesurado, ligero, comedido, liviano, que no nos aparte por completo de nuestros semejantes ni nos conduzca tampoco a esa cercanía adictivo-compulsiva en la que las identidades se disuelven virtualmente en la nada.

Hace falta una nueva ecología de las redes, una mirada humanista al ecosistema digital en la que las tecnologías sigan teniendo un carácter instrumental y subsidiario con respecto a la centralidad de la persona, a su primacía como subjetividad. Bien podría ser el profético y audaz humanismo tecnológico de Hans Jonas, ya en el siglo pasado, cuya vigencia resulta hoy más necesaria que nunca.

Afortunadamente, la vida puede ser un poco más sencilla. No se trata tanto de estar en la cima y ser admirados como de estar en el centro y ser considerados. La verdadera alegría, la que ni el like ni Narciso pueden proporcionarnos, depende más de nuestra transfiguración, de nuestra transformación, que de nuestra escenificación.

Una transformación según la cual los demás –y nosotros– seamos tenidos en cuenta por lo que somos y no por lo que tan impúdica, ingenua y desprevenidamente mostramos: no se puede buscar la felicidad donde no está, no se puede buscar comunión donde no hay más que contacto. No se trata de ir más allá, sino de ir más adentro.

*Profesor de Etica de la Comunicación, Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.

JPA/MC