Luis Lacalle Herrera es uno de los referentes históricos del Uruguay. Sin embargo, a sus 79 años, ha visto opacada su carrera de más de seis décadas, en los últimos tiempos, con la llegada de su hijo Luis Lacalle Pou, a la Presidencia de la República, el 1 de marzo.
Nacido en el seno de la familia Herrera, una de las más tradicionales de la política de su país junto a los Batlle, ha quedado en la historia del clan ya que fue el primero en llegar a ser primer mandatario en 1990. Ahora, retirado de la vida activa, mira con orgullo el trabajo que está realizando su sucesor e intenta mantenerse al margen del centro de las decisiones.
-¿Cómo está atravesando Uruguay la pandemia?
-Ustedes más o menos lo conocen porque se ha publicitado mucho que el presidente no encerró a nadie. No hubo cuarentena, apeló a la libertad responsable y la gente le respondió. El nuestro es un país muy lindo en ese sentido, la ciudadanía es bastante consciente y el gobierno tiene un 70 por ciento de apoyo de la población. Si bien tuvo un triunfo ajustado, hoy en día cuenta con un respaldo cómodo en el Parlamento: 57 diputados (la mayoría es de 51) y 18 senadores (la mayoría es de 16). El fue muy sincero y cumplió lo que había prometido. Eso le ha dado un gran respaldo público.
-¿Cómo vive lo que pasa en Uruguay, sabiendo que su hijo es el presidente, con su experiencia en el cargo?
-A veces los hinchas sufren más que los jugadores, porque el jugador está metido en la cosa y tiene una jugada atrás de la otra. En cambio, uno en la tribuna dice: “tira para acá, marcá mejor, subí, levantá el centro” y tiene más tiempo para mirar el partido y angustiarse. Eso me ha vuelto fiel seguidor de los informativos, algo que nunca había sido. Ahora, todos los días a las seis y media, prendo la televisión y seguimos las noticias con un ojo de cariño y preocupación.
-¿Cómo se siente ante la actual forma de hacer política?
-El tiempo ahora pasa más rápido y devora a la gente. Los medios nos banalizan. Estoy seguro de que mucha gente piensa: “Ahí está Lacalle de nuevo, apagá vieja”. Hay una saturación, se perdió la novedad y eso que no pertenezco al tiempo de Twitter y todo este striptease que realizan los políticos, que a mí me parece patético, porque se banaliza el mensaje. Si uno aparece todos los días, uno diciendo “hoy comí albóndigas” y, al siguiente, que va invadir a Rusia, la gente empieza a poner todo en el mismo nivel, porque habla todo el tiempo y disimula lo importante entre tanta pavada. Es una maravilla para la comunicación, pero no hay que empalagar a la gente.
-¿Y antes cómo era?
-Cuando fui candidato a presidente, en 1989, no había teléfono móvil ni Internet. Teníamos una audición de radio todos los días de alcance nacional y los domingos organizábamos algo que fue muy importante: “Pregúntele a Lacalle”, donde la gente consultaba lo que quería y yo trataba de satisfacer esas demandas particulares. Uruguay es pequeño y admite estas cosas. Acá, vive la misma cantidad de gente que en La Matanza y la distancia más larga son 600 kilómetros. La política, sobre todo en el Partido Nacional, es muy familiar, de conexiones. Debo tener mil nombres, que a mí me dicen todo, ya que es mi red, que heredé de mi abuelo, que la continúe y la ha heredado mi hijo. No es una cosa que se le da como si fuera propia, pero son contactos y lealtades. Sé los cumpleaños, cuando se casan los hijos. Eso le da un tono muy intimista a la vida política.
"Entre los ex presidentes, no todos somos unos turros o unos macaneadores"
-¿Qué recuerdo le queda de sus años como presidente?
-Sabía que tenía cinco años porque aquí no hay reelección. Bendita decisión constitucional de que no la haya, así que al que le toca sabe que cuenta con ese tiempo. Cuando me reuní con el Consejo de Ministros por primera vez, le dije: “muchachos, faltan sesenta meses para entregar el poder”. Le dediqué tanta pasión, horas y empuje que, a veces, hasta los pobres ministros sufrían. Ser funcionario en nuestro gobierno fue un oficio no saludable, porque estábamos arriba de todos los que tenían responsabilidades. Les repetía: “miren que pasa el tiempo y debemos hacer cosas”. Mi abuelo, en su último discurso unos días antes de morir, sostuvo: “El desafío político es la distancia que hay entre lo que se quiere y lo que se puede”. En esa frase, hay una gran lección: tengo un margen que es donde resuelvo y, después, preciso conseguir las mayorías parlamentarias, donde ya no decido, si no que otros me ayudan a obtenerlas o no. Entre lo que se quiere y lo que se puede está el drama de gobernar. Cuando me tocó la inauguración presidencial, el 1 de marzo de 1990, terminé afirmando que me gustaría poder dejarle al siguiente presidente electo democráticamente un país mejor del que recibía. Creo que eso se cumplió. No todo estaba bien al final, pero sí mejor.
¿Qué sintió cuando dejó el cargo?
-Los primeros días, alivio, porque pude dormir hasta un poco más tarde. Después uno queda condenado, hasta el día de hoy, que soy un viejo de 79 años, a mirar todo con la lente del presidente. Voy hacia nuestro campo, que queda a 260 kilómetros de Montevideo, observando y pensando: haría esto, habría que declarar la ley tal. Es como una especie de ansiedad permanente por encontrar soluciones. Se trata de la obsesión del presidente y de su equipo: hallar no la solución, porque no existen las soluciones completas, sino ir achicando el margen de lo que está mal e ir agrandando lo que está bien, con un pensamiento rector que no es el del otro partido, seguramente. Ahí, viene la postura, el zurcido, en el que ayudaron enormemente mis compañeros en el Parlamento, entre lo que se quiere y lo que se puede. Allí, reside el gran drama de la vida política cuando se gobierna.
-Sigue yendo al campo, viendo esas cosas y pensando: ‘si fuera presidente haría esto’. ¿Cómo hace para contenerse ahora que su hijo es el presidente y se lo puede decir?
-Ojo con la bicefalia presidencial. Acá, hay un solo presidente y no soy yo. Hemos llegado a un sistema que ha funcionado muy bien. Trabajo mucho con el email y le mando sugerencias, nunca consejos. De repente, veo que algunas de esas cosas aparecen como decisiones del gobierno. Me considero satisfecho con eso. Levanto el centro y él cabecea en el área chica cuando puede o quiere. Sigo mantenido una relación muy buena y no hay discusiones. Cuando nos reunimos en una casa, no hablamos de política.
-¿Cómo se aguanta para no comentarle nada?
-Hay que habilitarle el descanso al presidente y uno trata de no ser un irritante y una carga más. Hablamos genéricamente y de las cosas grandes, pero trato de no ingresar en los detalles, porque si vamos a pasar un buen rato, prefiero las lejanías-cercanías del mail, que no es un teléfono que tiene que contestar sino simplemente lo recibe y después juzga qué hacer. El que está al mando es él.
¿Qué sintió cuando se enteró que su hijo había ganado la elección?
-Sabíamos que había ganado, pero no nos animábamos a festejar porque la ventaja era muy chica. Estaba en mi casa mirando la televisión cuando pronunció unas palabras muy lindas ante los micrófonos: “Ahora, un mensaje para mi viejo: las nubes pasan, pero el azul queda”. Es una frase de mi abuelo que significa que las cosas malas pasan y el azul queda. Ahí, me emocioné mucho. El 1 de marzo me volvió a pegar fuerte porque cuando él estaba dando cuenta de quienes asistían a la toma de mando en el Parlamento, el bárbaro este se manda con un: “señor ex presidente y querido padre”. Se vino abajo el Parlamento porque la barra estaba llena de gente amiga. Esos son momentos que uno le agradece a Dios por haberlos vivido.
-¿Le costó abandonar la vida activa política?
-Perdí la elección con José Mujica en 2009, era la tercera en la que competía por la presidencia, y pensé: se acabó aquello para siempre. Normalmente, en el país, los que eran dirigentes de cierto nivel, se jubilaban el día que se morían. Fue una actitud que me costó mucho mantener, pero, en el momento, estaba decidido a decir: muchachos ahora la cancha es para otros, no para mi hijo sino para para que otros lo intenten. En general, estaba en desacuerdo de que Luis fuera candidato en la elección de 2014. El discurso en el que anuncié mi retiro, durante la convención del partido, duró 47 segundos, dos frases, para no empezar a moquear y emocionarme. Me di cuenta de que había hecho lo correcto porque solamente una persona me llamó para despedirse, así que no me había equivocado.
-¿Qué sintió entonces?
-Un arrancón, porque es una vida dedicada a esto, una vida. Es como que a un adicto le saquen la aguja, un buen día dejó de pincharse. Me refugié mucho en los viajes. Estoy vinculado al Club de Madrid y me hice todo un circuito y con eso me he llenado mucho. Mi madre siempre me decía: “Juntate con gente más inteligente que tú”. He tenido la suerte de hacerlo y conocer a gente talentosa. Entre los ex presidentes, no somos todos unos turros y macaneadores, sino que hay gente de una valía enorme como Ricardo Lagos, Álvaro Uribe, Felipe González y José María Aznar. Mezclándose con ellos, uno pasa momentos realmente de disfrute intelectual y aprende hasta el último día de su existencia. Es una vida digamos pseudo política al costado y paralela a la que me sigue gustando.
Entrevista concedida al programa “Voces y memorias”, que se emite los martes a las 20 por Eco Medios AM 1220.