El prominente papel de Javier Milei en la carrera de candidaturas y la extrema importancia que los argentinos atribuimos al tema Malvinas fuerza a recordar al conocido teorema atribuido a Raúl Baglini: cuanto más cerca del poder más prudentes deben ser las reflexiones.
El candidato presidencial y su más probable canciller, la reputada economista Diana Mondino, acaban de llamarnos la atención sobre la necesidad de “respetar los derechos de los isleños, deben ser respetados y no se les puede faltar el respeto.”
Tal advertencia no luciría precisamente necesaria, toda vez que, mucho antes de ahora, una sociedad muy sabia sancionó una cláusula constitucional que reza: “La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes, y conforme a los principios del derecho internacional.”
Nosotros pertenecemos a la cultura occidental, la única donde se respeta a quienes no piensan como nosotros, hasta incluso a quienes se oponen a nosotros. En el tema Malvinas, nosotros lo asentamos por escrito al más alto nivel de compromiso que pueda tener una nación. Los ingleses no lo asentaron en ninguna parte.
El problema de quienes intenten darnos consejos de tolerancia radica en que –como inmediatamente reclamó Federico Pinedo- se omite identificar cuáles son esos derechos británicos que los argentinos estaríamos violando. Silencio absoluto por parte de quienes puedan aparecer preocupados por respetarle derechos a quienes no respetan los nuestros.
Repárese en que nuestra Constitución les garantiza el respeto a sus intereses, pero eso no tiene por qué incluir los deseos, que son otra cosa muy distinta. Si los isleños se autoperciben soberanos allá ellos, el propio Milei ha calificado de falso al axioma de que cuando hay una necesidad automáticamente nace un derecho. La Argentina lo ha explicado siempre: si los habitantes de Malvinas desean adquirir autonomía pueden perfectamente dirigirse a sus gobernantes, que están en Londres, y reclamar que les adjudiquen soberanamente un territorio británico que no se encuentre en disputa. Pero Malvinas no es el caso.
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En el reciente megareportaje en TheEconomist, el mismo Milei presenta como idea propia el explorar una solución tipo Hong Kong. La idea es buena, muy buena, pero recordemos que no de él: el Foreign Office la presentó dos veces, una en el último gobierno de Perón y la otra seis meses antes del 2 de abril de 1982, con la firma de la mismísima Margaret Thatcher.
Perón murió a las pocas semanas y en la segunda vez nuestra Junta de gobierno parece haberlo interpretado como síntoma de debilidad británica y decidió la aventura lamentable de invadir las islas. En los Noventa ese esquema fue recuperado por Argentina y, luego de muy valiosas negociaciones, que me constan, ya para 1997 Thatcher misma presidió el acto de la transferencia de Hong Kong, con la presencia de Guido Di Tella, a quien había invitado como testimonio de otro avance en dirección a negociaciones semejantes.
¿Hace falta explicar que los gobiernos posteriores desactivaron esos avances? Quien asuma en diciembre debiera retomarlas.
Como un corolario del teorema de Baglini, resultaría aconsejable que cualquier candidato en las condiciones de ganar no silencie el origen de las propuestas que emite: es condición del buen estadista reconocer las acciones positivas de quienes lo precedieron. Es así como se construyen las políticas de Estado.
En la disputa por las Islas nosotros tenemos razón y los ingleses no. Eso lo sabe todo el mundo, que lleva más de medio siglo presenciando cómo, mucho antes de la derrota napoleónica, el por entonces omnipotente Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, orgulloso instalador de un sistema internacional sedicentemente basado en reglas de derecho, lleva más de medio siglo negándose a dirimir el diferendo en tribunales internacionales o, al menos, aceptar sentarse a discutir abiertamente sobre los méritos de cada parte con la República Argentina. Ellos lo saben, nosotros lo sabemos y el mundo lo sabe. Pero sucede que las relaciones entre países todavía se regulan un poco por el derecho y un mucho por la fuerza. Por eso todos los años reclamamos en Naciones Unidas y, al terminar los discursos, el amable Secretario General nos acompaña a la puerta y nos invita para el año que viene a seguir participando.
Malvinas by Milei
Desde 1996 la cancillería argentina cuenta con un digesto sumamente exhaustivo sobre los derechos argentinos tanto como las debilidades y fortalezas del Reino Unido. Y las conclusiones son jurídicamente tranquilizantes. Londres no tiene argumentos de peso comparable.
Es un dato conocido que todos los imperios se han expandido en base a la fuerza, no al derecho. Pero la Historia también demuestra que, sobre todo en Occidente, aún los peores usurpadores tratan de revestir sus conquistas militares con algún ropaje jurídico que al menos encubra un poco el abuso. Lo hace hoy Putin y lo ha hecho el Reino Unido a piacere en Asia, África, en el Gibraltar europeo y en las Malvinas argentinas.
Pero en el caso de Malvinas ese ropaje jurídico es más bien pobre. Tanto, que en más de medio siglo ninguna universidad sajona donde se estudie derecho ha promovido ni aceptado nunca, aunque más no fuere un seminario, para abordar el problema desde el punto de vista estrictamente jurídico, a cargo de expertos británicos, argentinos y de todas la nacionalidades. Nunca.
Por otra parte, insistirles –como equivocadamente hace el actual gobierno nacional- condicionando la propuesta a que siempre se comience, desde el primer día, por discutir antes que nada la soberanía, puede atraer a muchas expectativas épicas, pero supone poner el carro delante del caballo y condena a la situación a una parálisis sin término: después de 1982, la soberanía va a discutirse dentro de muchos años, pero al final, no al principio del camino.
Ya llevamos ventaja en el flanco jurídico, pero con eso no basta. Hace rato que debiéramos trabajar el flanco de los intereses. Y si los derechos de soberanía no son compartibles, el mundo de la estrategia y los negocios siempre se ha movido en mesas de negociaciones.
Londres usurpó nuestras Islas porque necesitaba controlar –en todo el mundo- estrechos como el de Magallanes, claves para gobernar los mares. Hoy en día, ese interés británico se ha potenciado por mil: las islas, los mares del Sur y la Antártida hoy ya son objeto de preparativos, bélicos o pacíficos, para asentar soberanías en la Antártida, donde China ya está jugando fuerte. Londres lo tiene claro, y por ello trabaja sobre las cancillerías, los gobernantes y políticos de Chile y Brasil, porque necesita apoyos: el mundo no va a reconocerle fácilmente al Reino Unido soberanía en una zona que se encuentra disputada con Argentina, hoy un enano pero que mañana puede tornar a ser grande. Y el día que se desate esa carrera por esas islas, esos mares y la Antártida, en quién cree usted, amable lector, que organismos como la OTAN van a confiar más, en su histórico aliado Gran Bretaña o en la incomprensible Argentina?
Tarde o temprano ese conflicto se va a resolver, pero será más temprano y menos hostil si a los años que faltan para que la solución llegue los transitamos dialogando y no ladrándonos.