La dificultad de debatir con los partidarios del decrecimiento procede del hecho de que viven en un mundo distinto al del resto de nosotros, un mundo mágico en el que se supone que con nombrar las metas deseadas estas se alcanzarán de alguna manera. En ese mundo no es preciso molestarse haciendo números o confrontando hechos, compensaciones, primeras o segundas opciones; basta con invocar lo que se desea y aparecerá como por arte de magia.
Pero los defensores del decrecimiento no son personas irracionales. La razón por la que se ven empujados a ese rincón mágico es que cuando intentan hacer número llegan a un callejón sin salida. No desean un aumento significativo del Producto Interior Bruto (PIB) mundial porque elevaría demasiado las emisiones de gases contaminantes, incluso si ambas variables se desagregaran (algo sobre lo que se muestran escépticos). Si se quiere mantener el PIB global más o menos como está ahora haría falta:
(A) “congelar las distribuciones actuales de la renta mundial, lo que supondría que el 10-15% de la población mundial continuaría viviendo por debajo de la línea de pobreza absoluta, y la mitad de la población mundial por debajo de los 7 dólares al día (en paridad de poder adquisitivo, PPA), lo que por cierto está muy por debajo de las líneas de pobreza occidentales. Pero esto es inaceptable para las personas pobres, los países pobres e incluso los propios defensores del decrecimiento.
Por consiguiente, deben intentar una nueva propuesta:
(B) la introducción de una distribución diferente en la que todos aquellos que estén por encima de la actual renta media mundial (16 dólares PPA) se desplacen por debajo de ese promedio para que los países pobres y las personas pobres puedan seguir creciendo (al menos durante un tiempo) hasta alcanzar el nivel de ingresos de 16 dólares PPA al día. Pero el problema de esa propuesta es que habría que someter a una masiva reducción de ingresos a todos aquellos que ganan más de 16 dólares PPA, es decir, a prácticamente toda la población occidental. Solo el 14% de los habitantes de países occidentales viven con una renta inferior a la renta media global. Probablemente, este es el dato más importante que hay que tener en cuenta.
Así que los partidarios del decrecimiento necesitan convencer al 86% de los habitantes de países ricos de que sus ingresos son demasiado altos y hay que reducirlos. Tendrían que presidir alrededor de una década sobre una depresión económica hasta que la nueva renta real se estabilizara a ese nivel indefinidamente. (Incluso así, puede que el problema no se resolviera porque, entretanto, muchos países pobres habrían alcanzado el nivel de los 16$PPA diarios y habría que impedir que siguieran creciendo). Es evidente que dicha propuesta es un suicidio político. Por eso los defensores del decrecimiento no desean desarrollar la idea.
Así se llega a un impasse. No pueden condenar a la pobreza perpetua a las personas de los países en vías de desarrollo que empiezan a vislumbran la posibilidad de una vida mejor, ni pueden defender razonablemente que se deben reducir los ingresos de 9 de cada 10 occidentales.
La manera de salir de ese impasse, de ese punto muerto, es mediante el pensamiento semimágico y luego totalmente mágico.
En mi opinión, es pensamiento semimágico (es decir, el pensamiento en todo caso loable en que el objetivo no está relacionado con ningún instrumento para conseguirlo) defender que el PIB no es una medida adecuada de bienestar, o que en determinados aspectos pueden conseguirse mejores resultados por personas o países con un PIB más bajo (o menor renta). Ambas proposiciones son correctas.
El PIB no refleja actividades no mercantilizadas que mejoran el bienestar. Como cualquier otra medida, es imperfecto y unidimensional. Aunque es imperfecto en los extremos, pero bastante preciso en general. Los países ricos son generalmente mejores según casi todas las métricas, desde la educación y la esperanza de vida hasta la mortalidad infantil y el empleo femenino. No solo eso: las personas ricas están de promedio más sanas, tienen una mejor educación y son más felices. En realidad, la renta te permite comprar salud y felicidad. (No garantiza que seas mejor persona, pero eso es otra historia). La medida de la renta o PIB está muy relacionada con resultados positivos, ya comparemos entre países o entre personas dentro de determinado país. Esto es algo tan obvio que se hace raro tener que repetirlo: las personas emigran de Marruecos a Francia porque Francia es un país más rico y tendrán más oportunidades económicas allí. Los negros de EE.UU. son más pobres que los blancos en todas las dimensiones, entre otras cosas en el nivel de renta. Este es el contexto donde nace el movimiento Black Lives Matter (Las vidas de los negros importan) que pretende que los negros prosperen e igualen en ingresos y en salud a los blancos.
Dada esta realidad, la siguiente opción de los defensores del decrecimiento es extraer casos de países concretos que obtienen excelentes resultados en algunas medidas (como Cuba en sanidad) y otros con resultados especialmente malos (como EE.UU. en esperanza de vida) y argumentar que es posible lograr ciertos resultados deseables con mucho menos dinero. Es cierto que algunos países o algunas personas, a pesar de sus bajos ingresos, han conseguido cosas excelentes mientras que otros han utilizado sus ingresos de manera ineficaz o los han derrochado. Pero de esos ejemplos individuales no puede deducirse que se hayan revertido las regularidades descritas en el párrafo anterior. Lo que hacen los partidarios del decrecimiento es efectuar primero una regresión metafórica de un resultado deseable sobre el PIB o la renta y cuando observan que ambos están íntimamente correlacionados se olvidan de la regresión, escogen un caso aparte y afirman que el nuevo caso demuestra que la relación no existe.
Eso es un claro error. Así que el siguiente paso del pensamiento semimágico consiste en tratar de convencer a la gente de que están equivocados al adorar al Becerro de Oro y que sería mejor, o al menos factible, vivir de forma más modesta. A tal efecto utilizan canastas de bienes y servicios que permiten un nivel de vida modesto y satisfacen todas las necesidades básicas. Pero no llegan a mostrarnos cómo van a implementarse esas necesidades modestas. ¿Cómo se va a obligar a la gente a que consuma solo hasta determinado nivel y no más? En situaciones de guerra, esto se hace mediante el racionamiento. De hecho, se podría racionar la cantidad de metros cuadrados de tela que cada núcleo familiar está autorizado a comprar, crear cupones para la carne y la gasolina y así sucesivamente. Se ha hecho muchas veces. Pero los defensores del decrecimiento saben que no sería políticamente aceptable implantar una economía de guerra en tiempos de paz, así que se limitan a calcular las necesidades de la canasta básica, demuestran que son compatibles con los límites del planeta y lo dejan ahí. Cómo vamos a hacer que la gente acepte la canasta, o cómo vamos a implementarla a su pesar no es algo que quieran molestarse en proponer.
Una vez aquí, solo queda aplicar el pensamiento puramente mágico o religioso. Su primer componente, con un ascetismo que recuerda los primeros tiempos del cristianismo, es señalar la vanidad de todas las adquisiciones materiales. En realidad, las personas pueden vivir felices con muchas menos cosas. Esto es así para ciertas personas especiales, como los monjes cristianos o budistas. Se dice que Simeón el Estilita, por ejemplo, un monje cristiano de la antigüedad, vivió varias décadas encima de una columna. Pero esto no es factible para el 99,99% de las personas que no se sienten atraídas por la vida monástica. Y desde luego no es verdad hoy en día, cuando el capitalismo y por tanto la búsqueda incesante de beneficio y el sistema de valores que coloca a la riqueza en lo alto del pedestal es más dominante que nunca. Si los partidarios del decrecimiento hubieran predicado la abstinencia material en la Europa del siglo XIII o en el Bizancio del siglo X, habrían tenido más éxito. La sociedad comercial, el capitalismo y las capacidades numéricas estaban mucho menos desarrolladas que en la actualidad. Pero ahora, la relevancia de la prédica moral de la abstinencia es prácticamente nula.
Cuando todos los argumentos y cuasi-argumentos se han agotado, los pensadores mágicos se trasladan al ámbito de la retórica. La palabrería reemplaza al pensamiento: Es posible vivir vidas prósperas, florecientes y autorrealizadas y la posibilidad está a la vuelta de la esquina. Todo el mundo puede ser más feliz con mucho menos. Podemos cultivar nuestro propio huerto. Si hilvanas todos los términos convenientes, sin explotación, salario digno, empresas éticas, autosuficiencia, precio justo, etcétera, de alguna manera cobrarán vida por sí mismas y los Campos Elíseos se abrirán ante nosotros. Para todos y para siempre.
*Economista especializado en el estudio de la desigualdad y de la lucha contra la pobreza. Publicado originalmente por rebelión.org.
Traducción de Paco Muñoz de Bustillo.